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El agua se fue por donde no debía y Kitiara se atragantó y empezó a toser. Las desesperadas boqueadas para llevar aire a los pulmones consiguieron que volviera en sí. Abrió los ojos y vio rostros monstruosos que la miraban con malicia. No podía moverse y se puso tensa para forcejear, pero entonces la bruma que le enturbiaba la mente se aclaró y cayó en la cuenta de que eran rostros cubiertos de escamas, no de pelambre, y que ninguno pertenecía al pasado.

Eran caras de kapaks, y los hombres-lagarto nunca le habían parecido tan maravillosos como en ese momento.

—Podéis soltarme ya —farfulló.

El comandante la miró con recelo un instante y después asintió con la cabeza. El kapak que se le había sentado en las piernas se levantó, gimió y se apartó cojeando; al parecer le había dado un rodillazo en una parte sensible. Los dos soldados kapaks que le sujetaban las muñecas recularon.

—¿Qué hay del guardián? —inquirió Kitiara.

—Está muerto —respondió el comandante.

Aliviada, Kit asintió en silencio y cerró los ojos para que se le pasara el mareo.

—¿Qué era? —preguntó.

—Lo hiciste pedacitos y era difícil distinguirlo —contestó el kapak—. Pero fuera lo que fuese, nunca habíamos visto nada semejante.

—Alguna creación abominable del mago —dijo Kit con un escalofrío—. ¿Estás seguro de que ha muerto?

—Muy seguro —repuso el comandante.

Con un suspiro, Kitiara se relajó. No sentía dolor, pero estaba débil y temblorosa, y la cabeza no le funcionaba con normalidad. Había visto a su padre... y a Tanis. Pero eso era imposible. Y el Orbe de los Dragones le había hablado...

Abrió bruscamente los ojos.

—¡El Orbe de los Dragones! Tengo que protegerlo...

—No, no hace falta —le dijo el comandante—. Sleet se encarga de su custodia por orden de Takhisis. Deberías descansar, te lo has ganado.

—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? —preguntó Kit, desorientada.

—Una semana.

—¡Una semana! —repitió Kitiara, que miró al kapak con incredulidad.

—El agua curativa te cerró las heridas, pero habías perdido un montón de sangre y luego apareció la fiebre. Un par de veces creímos que habías muerto. Su Oscura Majestad debe de tener muy buena opinión de ti.

—Y vosotros os habéis tomado muchas molestias para salvarme la vida. —Kit hizo un gesto con la cabeza y notó que hasta ese pequeño esfuerzo la dejaba agotada—. ¿Por qué no me dejasteis morir, sin más? A vosotros, los dracos, no os caemos muy bien los humanos.

—No nos caéis bien —convino el kapak—, pero los elfos nos caen peor.

Kitiara esbozó una ligera sonrisa.

—Y a propósito de los elfos, me sorprende que Feal-Thas no me haya matado —comentó.

—Tampoco ha venido a traerte flores —repuso secamente el kapak—. De hecho, no se le ha visto el pelo por aquí. Ha estado encerrado en ese palacio de hielo que se hizo.

—A lo mejor no sabe que su guardián ha muerto.

—Oh, ya lo creo que sí. El brujo invernal lo sabe todo. Dicen que lee la mente de los demás. Ese tipo es retorcido. Tiene tantas vueltas y revueltas como una serpiente. Si te interesa mi opinión, te tendió una trampa para que murieras. Quiere quitarte de en medio. Un rival menos.

Kitiara lo consideró detenidamente. Tenía sentido; al menos tenía tanto sentido como todo lo que pasaba en ese lugar.

—Supongo que tendré que matarlo —manifestó—. Dame mi espada... —Intentó incorporarse, pero el kapak la empujó y Kit se desplomó en la cama con un gemido—. Tal vez será mejor que espere hasta mañana... —murmuró.

El comandante soltó una risita.

—Ahora entiendo que seas una Señora del Dragón. Y a propósito de dragones, un azul ha estado rondando por aquí, preocupadísimo por ti. Amenazó con demoler el castillo si te pasaba algo malo. Nunca había visto a un dragón en semejante estado de ansiedad.

—Debe de ser el bueno de Skie. —Kitiara suspiró profundamente, satisfecha—. Dile que me encuentro bien, ¿quieres? Y gracias, comandante. Por todo.

Se dio media vuelta, se arrebujó en las pieles y se quedó dormida.

Dos días después y tras haber ingerido unos cuantos filetes de caribú, Kitiara se sintió lo bastante bien para dejar la cama. Lo primero que hizo fue comprobar por sí misma que el guardián había muerto realmente. Se aventuró con cautela por el angosto pasadizo, espada en mano. La sangre —su sangre— se había congelado en el hielo, pero no había ningún cadáver. Según le contó el kapak, no había quedado mucho del monstruo, pero ahora no había ni rastro.

Feal-Thas tenía que haberse llevado los restos. O habían desaparecido por sí mismos.

Kit salió de la cámara donde casi había muerto y siguió túnel adelante, hacia el cubil de la dragona, con el propósito de hablar sobre lo que Ariakas planeaba hacer con el Orbe de los Dragones. Aquello no funcionó porque Sleet resultó ser tan obtusa y lerda como había dicho Skie. Parpadeó y contempló a Kit con los ojos entrecerrados, se rascó la oreja con la garruda pata y ladeó la cabeza como si mirar a la humana desde ese ángulo fuera a hacer más claras sus instrucciones. Finalmente, Sleet bostezó, apoyó la testa en el hielo y cerró los ojos.

—¿Has entendido lo que se supone que tienes que hacer? —preguntó Kit, exasperada.

—Tengo que proteger el orbe —masculló la dragona.

—Protegerlo de Feal-Thas —insistió Kit.

—Odio a Feal-Thas.

La dragona enseñó los dientes.

—Cuando el Caballero de Solamnia aparezca, tienes que...

—Odio a los Caballeros de Solamnia —añadió Sleet, que giró sobre sí misma para ponerse panza arriba y se quedó dormida en esa postura, con la lengua colgándole entre las fauces.

Kit se dio por vencida y se marchó. Esperaba que todos se mataran entre ellos.

Kit estaba preparada para marcharse del Muro de Hielo. Había desechado la idea de vengarse de Feal-Thas. Ariakas estaba casi convencido de que había sido cómplice en la muerte de lord Verminaard. No quería que el emperador pensara que recorría Ansalon con el objetivo de asesinar a sus Señores de los Dragones. Se vengaría del elfo, pero sería en el momento y el lugar elegidos por ella, no por él.

Envió un mensaje a Feal-Thas a su Palacio de Hielo para decirle que se marchaba. La respuesta que le envió decía: «No sabía que aún estabas aquí.»

—El emperador cometió una estupidez. No debía haber puesto nada a cargo de ese elfo oscuro —comentó Skie cuando Kitiara se lo contó después—. Los elfos normales son malos, pero los elfos oscuros son peores.

Los dos se encontraban en el campo de hielo azotado por el viento, fuera de los muros del castillo. Kitiara se abrigaba con las pieles y hacía visera con la mano para protegerse los ojos del reflejo cegador del sol en el hielo. Irritada, se preguntó cómo era posible que un sol tan brillante irradiara tan poco calor.

—Deberías entrar —añadió Skie—. Te castañetean los dientes.

—A ti también —repuso Kit mientras le acariciaba cariñosamente el cuello. De la mandíbula del dragón azul colgaban carámbanos y daba la impresión de que le hubiera crecido una barba canosa.

—Estoy helado por dentro y por fuera —rezongó el dragón—. ¿Cuándo vamos a irnos de este sitio espantoso?

—Antes tengo que leer los despachos que ha enviado Ariakas para ver si hay otras órdenes para mí.

Dejó al dragón pateando de aquí para allá por el glaciar al tiempo que batía las alas para que no se le congelaran.

El primer despacho que leyó era del emperador Ariakas, en el que le informaba de las victorias habidas en la zona oriental de Krynn. El Señor del Dragón Lucien de Takar tenía actualmente la mitad del continente bajo su control, o eso afirmaba Ariakas. Kitiara rechinó los dientes al leer aquello. Solamnia estaría bajo su control a esas alturas de haberlo permitido el emperador. En cuanto a Lucien, ¿qué había conquistado? Tierras de kenders, de elfos y de pastores de cabras. ¡Bah!