Al encontrar la Piedra Fundamental, Berem se quedó hechizado con las gemas que la adornaban y quiso arrancar una. Su hermana Jasla percibió la maldad que anidaba en las alhajas e intentó impedírselo. Berem se puso furioso. Empezó a extraer una gema, y cuando Jasla trató de frenarlo, él la apartó de un fuerte empellón. Al caer, Jasla se golpeó la cabeza en la piedra y murió. La joya verde se incrustó en el pecho del joven y Berem se quedó suspendido en aquel instante del tiempo. No podía morir. No envejecía. Espantado por su crimen, huyó.
Cuando Takhisis se dispuso a salir del Abismo a través de la puerta, se encontró con el espíritu bueno de Jasla, que se había introducido en la piedra para esperar el regreso de su hermano arrepentido. Takhisis tenía cerrado el paso. Sólo su avatar podía recorrer Krynn ahora, de forma que su poder quedaba seriamente menguado para influir en los acontecimientos del mundo. Sin embargo, vislumbró un peligro mayor para ella. Si Berem volvía y se unía a su hermana, la puerta se cerraría del todo y no podría volver al mundo jamás. La única forma de abrir de nuevo la puerta y asegurarse de que se mantuviera así era encontrar a Berem y matarlo. De ese modo comenzó la búsqueda del Hombre de la Joya Verde.
El templo siguió creciendo alrededor de la Piedra Fundamental, que se hallaba enterrada bajo él a gran profundidad. Ahora era una estructura inmensa que dominaba el entorno, visible en kilómetros a la redonda. Los muros, retorcidos y deformes, se asemejan mucho a una garra saliendo impulsada de la tierra para asir el cielo en un golpe de suerte.
A Grag le pareció impresionante y, aunque desde lejos, presentó sus respetos.
El comandante draconiano no tenía que entrar en la ciudad propiamente dicha para llegar a los barracones del Ejército Azul, donde Ariakas había establecido su cuartel general, lo que para Grag era una suerte. Las callejuelas de la población estaban atestadas de gente —en su mayoría humanos— que no sentía el menor aprecio por los de su clase. Se habría encontrado metido en una pelea antes de haber recorrido una manzana. Se mantuvo en caminos poco concurridos, e incluso así se topó con un tratante de esclavos que llevaba al mercado una fila de cautivos encadenados y que dijo en voz alta a su compañero algo sobre asquerosos «hombres-lagarto» y añadió que deberían reptar de vuelta a la ciénaga de la que habían salido. A Grag le habría gustado romperle el cuello al hombre, pero como ya iba con retraso, siguió caminando.
Ariakas tenía las estancias oficiales dentro del templo de la reina, pero no le gustaba tratar asuntos allí. Aunque era un devoto creyente y predilecto de la diosa, a Ariakas le desagradaban los clérigos de la reina. Sospechaba, y con razón, que lo espiaban cuando se encontraba en el templo. El clérigo mayor de Takhisis, que ostentaba el título de Señor de la Noche, pensaba que él debería ser el emperador de Ansalon, y que Ariakas, un simple comandante militar, debería obedecerle. En especial le indignaba que Ariakas tuviera acceso directo a su Oscura Majestad en vez de hacerlo con él de intermediario y en su nombre. El Señor de la Noche dedicaba mucho tiempo a hacer lo necesario para socavar la posición privilegiada de Ariakas y poner fin a su imperio.
En consecuencia, Ariakas había ordenado a Grag que se reuniera con él en el cuartel general Azul, donde estaba ubicada el Ala Azul del ejército de los dragones cuando se encontraba en la ciudad. En ese momento el Ala Azul se hallaba ausente, en el oeste, preparando la invasión de Solamnia en primavera. Su comandante, una Señora del Dragón a la que se conocía como la Dama Azul, también había recibido la orden de viajar a Neraka para reunirse con el comandante Grag.
Con el Ala Azul en Solamnia, su cuartel general se lo había apropiado Ariakas, que iba acompañado por su estado mayor y su escolta. Un ayudante encontró a Grag deambulando por allí, perdido, y lo escoltó al edificio achaparrado y poco llamativo en el que Ariakas vivía y trabajaba.
Dos de los ogros más grandes que Grag había visto en su vida montaban guardia en la puerta. Vestían peto y cota de malla e iban armados hasta los dientes. Los draconianos detestaban a los ogros por considerarlos unos brutos cerrados de mollera, y era un sentimiento mutuo, ya que los ogros tenían a los draconianos por unos intrusos y arribistas arrogantes. Grag se puso en tensión, previendo problemas, pero los dos ogros eran miembros de la guardia personal de Ariakas y, dando muestra de una gran profesionalidad, estaban a lo suyo.
—Las armas —gruñó uno de ellos al tiempo que tendía una mano enorme y peluda.
Nadie se presentaba armado en presencia del emperador. Grag lo sabía, pero había llevado encima una espada prácticamente desde que había sido capaz de abrirse paso a través de la cáscara del huevo y se sentía desnudo y vulnerable sin ella.
Los ojos amarillos del ogro se entornaron al advertir la vacilación de Grag. El draconiano se desabrochó el cinturón de la espada y se lo tendió al ogro, así como un cuchillo de hoja larga. No por ello estaba completamente indefenso; después de todo, tenía su magia.
Uno de los ogros no le quitó ojo mientras el otro entraba para informar a Ariakas de que había llegado el bozak que esperaba. Grag, inquieto, se puso a pasear delante de la puerta. En el interior retumbó la fuerte carcajada de un humano y se oyó la voz de una humana, no tan grave como la del hombre, pero más que la de la mayoría de mujeres, sonora y algo ronca.
El ogro regresó e índico a Grag, con un pulgar gordo como una salchicha, que podía pasar. El draconiano tenía la sensación de que la entrevista no iba a ir bien cuando advirtió un destello en los entrecerrados ojos amarillos del ogro mientras que su compañero sonreía de oreja a oreja y dejaba a la vista la dentadura cariada.
Haciendo acopio de valor, Grag plegó las alas contra el cuerpo todo lo posible para detener el temblor espasmódico de las escamas, al tiempo que flexionaba las garras en un gesto de nerviosismo, y entró en presencia del hombre más poderoso y peligroso de todo Ansalon.
Ariakas era un humano corpulento e imponente, de largo cabello oscuro, aunque llevaba bien afeitada la negra barba que empezaba a apuntar en el rostro. Debía de rondar los cuarenta, lo que lo convertía en un humano de mediana edad, pero estaba en excelente forma. Entre sus tropas circulaban historias sobre su legendaria fortaleza física, siendo la más famosa la de que una vez arrojó una lanza que pasó limpiamente a través del cuerpo de un hombre.
El emperador lucía una capa forrada de piel echada sobre uno de los fornidos hombros con despreocupada naturalidad, de manera que quedaba a la vista el coselete de cuero grueso que llevaba debajo. La función del coselete era proteger la espalda de una puñalada, porque incluso en Neraka había quienes se alegrarían de verlo despojado del cargo y de la vida. Del cinturón que le ceñía la cintura pendía una espada. Saquillos con ingredientes para conjuros y un estuche de pergaminos también colgaban del cinturón, detalle este digno de mención ya que a la mayoría de hechiceros sus dioses les tenían prohibido el uso de armaduras y armas de acero.
A Ariakas le importaban poco las leyes de los dioses de la magia. Sus conjuros los recibía directamente de la propia Reina Oscura, y en eso Grag y él tenían algo en común. Al draconiano no se le había ocurrido hasta ese momento que Ariakas no sólo hacía uso de sus aptitudes de conjurador, sino que el hecho de que llevara encima los pertrechos mágicos junto a las armas convencionales demostraba que se sentía tan cómodo con los hechizos como con el acero.
El emperador estaba de espaldas a Grag y se limitó a echar una ojeada al draconiano por encima del hombro antes de reanudar la conversación con la mujer. Grag desvió la atención hacia ella, ya que era tan famosa entre los soldados de los ejércitos de los dragones como lo era Ariakas..., si no lo era más.
Se llamaba Kitiara Uth Matar. Tendría treinta y pocos años; llevaba corto el pelo negro y rizado por cuestión de comodidad. Tenía los ojos oscuros, y un gesto peculiar le curvaba los labios y hacía su sonrisa ligeramente sesgada. Grag no sabía nada sobre su pasado ni su historial. Él era un reptil emparentado con dragones que había salido del huevo por sí mismo, que no tenía ni idea de quiénes habían sido sus padres ni le importaba la ascendencia de otros. De Kitiara sólo había oído comentar que era una guerrera nata y lo creía. La mujer llevaba la espada con desenvoltura y no estaba en absoluto intimidada por la talla, la fortaleza ni el físico imponente de Ariakas.