Ariakas le decía que confiaba en que su encuentro con el Señor del Dragón Feal-Thas hubiese ido bien. Kitiara emitió un sordo gruñido al leer aquello. El emperador esperaba que le enviara un informe completo.
Kitiara se quedó sentada largo rato analizando el mensaje. Algo iba mal, Ariakas nunca le había escrito nada tan formal y distante. La misiva ni siquiera era de su puño y letra. La había dictado. Hasta ahora siempre le había escrito personalmente.
Había muchas razones por las que Ariakas podría haber dictado esa carta: libraba una guerra, intentaba gobernar una extensa región, buscaba al Hombre de la Gema Verde, trataba con una diosa impaciente. No era de extrañar que no dispusiera de tiempo para escribirle una nota personal.
Con todo, a Kit le preocupaba eso y otros pequeños detalles. Había esperado que Ariakas le pidiera el informe en persona y en cambio le decía que se lo diera por escrito. No decía nada sobre futuras órdenes. No hacía mención alguna a Solamnia. Kitiara decidió que dejaría el Ala Azul encargada de buscar a Tanis por los alrededores de Thorbardin y ella viajaría de inmediato a Neraka para averiguar qué pasaba.
Arrugó la carta, hizo con ella una bola y la acercó al fuego que ardía en el aceite de foca. Contempló cómo se quemaba el papel y sólo lo soltó cuando la llama estuvo a punto de quemarle los dedos.
Los siguientes comunicados, unos treinta, eran de Fewmaster Toede. Kit les echó un vistazo al tiempo que sonreía. Eran copias de despachos a comandantes de las fuerzas del Ejército Rojo con órdenes que contravenían las previas que él mismo había dado. Kitiara imaginó que los comandantes se limitarían a tirarlas, que era justo lo que pensaba hacer ella cuando reparó en que una iba dirigida a su nombre.
Kitiara se acomodó, dispuesta a disfrutar con la lectura de las necedades del hobgoblin que la harían reírse un poco.
El saludo inicial ya lo consiguió. Escrito con una letra que desde luego no pertenecía a un hobgoblin, ocupaba media página y empezaba dirigiéndose a ella como: «Eminentísima, venerada y estimada Señora del Dragón, honrada por hombres, dioses y naciones» y continuaba con la misma retahíla. Se lo saltó casi todo para llegar al cuerpo principal de la misiva, que empezaba por describir el placer que había sido para Fewmaster conocerla y expresar su más ferviente deseo de que le permitiera limpiarle las botas otra vez cuando volvieran a verse, cosa que esperaba —y pedía a su Oscura Majestad— que ocurriera pronto.
Entonces se cortaron de golpe las risas de Kitiara, que se irguió bruscamente y releyó el párrafo siguiente:
«Mis espías en Thorbardin me informan de que esas personas por las que tan gentilmente demostraste interés, esos asesinos que mataron a nuestro muy querido lord Verminaard (a quien Chemosh tenga consigo) han abandonado la fortaleza subterránea de los enanos y, de acuerdo con las informaciones, están de camino a Tarsis en un intento de escapar de su tan merecido castigo.»
—Tarsis —musitó Kitiara, interesada. Luego siguió leyendo.
«Nada más llegarme esta noticia, he ofrecido una recompensa por esos criminales y confío plenamente en que serán capturados pronto. Sabiendo que su graciosa señoría estaba interesada en que a esos bribones se los llevara ante la justicia y para más ilustración de su señoría, adjunto envío una copia completa de la recompensa, con los nombres y la descripción de esos asesinos. He enviado esta noticia a los comandantes de nuestras ilustres fuerzas situadas en la región. Estoy convencido plenamente de que tendremos a esos criminales bajo llave y tras las rejas en cualquier momento.»
Kitiara dudaba que alguno de los comandantes se hubiera tomado siquiera la molestia de leer la misiva.
Claro que quizá «esos criminales» no fueran Tanis y sus amigos. Según los informes había unos ochocientos refugiados escondidos en Thorbardin. Sacó el aviso que iba enrollado dentro de la carta del Señor de los Dragones; conforme leía los nombres, notó que el corazón le latía más deprisa.
Fue como si el pasado surgiera repentinamente ante ella, como había ocurrido en la cámara, con el guardián. Los rostros emergieron de la neblina del tiempo.
Tanis Semielfo. Un semielfo barbudo. Se cree que es el cabecilla.
«Por supuesto —pensó Kit—. Como siempre.»
Sturm Brightblade. Humano. Caballero de Solamnia.
Su viaje con Sturm no había resultado como había previsto.
Flint Fireforge. Enano.
El viejo cascarrabias de Flint. Nunca le había caído muy bien al enano.
Tasslehoff Burrfoot. Kender.
Costaba creer que ese pequeño latoso aún estuviera vivo.
Raistlin y Caramon Majere. Humanos. Hechicero y guerrero.
Sus hermanitos. Bueno, en realidad, sus medio hermanos. Tenían que agradecerle su éxito.
Tika Waylan. Humana.
El nombre le sonaba familiar, pero Kit no consiguió ubicarla.
Elistan. Humano. Clérigo de Paladine. Agitador peligroso.
¿Qué podía tener de peligroso el clérigo de un dios débil como Paladine?
Gilthanas, elfo; Goldmoon, sacerdotisa de Mishakal...
Kit, impaciente, pasó rápidamente por la lista hasta dar con el nombre que buscaba...
Laurana. Princesa elfa. ¡Debe ser capturada viva! La elfa es propiedad de Fewmaster Toede y no se le debe ocasionar ningún daño, sino que hay que restituírsela de inmediato y bajo la custodia de una nutrida guardia. Se ofrece recompensa.
—Así que ahí estás —dijo Kit con desagrado—. Todavía con él.
Miró intensamente el nombre como si así pudiera conjurar la imagen de la elfa: rubia, esbelta, bella.
Amigos, familia. Amante. Rival. De camino a Tarsis. ¡Al igual que, como era de suponer, hacía Derek Crownguard! Sus espías la habían informado de que iba a Tarsis a buscar una biblioteca. ¿Y si se encontraban? Sturm y Derek eran compañeros de la orden de caballería. Sin duda se conocían. Tal vez eran amigos. ¿Qué consecuencias habría si se encontraban en Tarsis? ¿Mencionaría Derek su nombre?
Kit se lo planteó y no vio motivo alguno para que lo hiciera, pero aun así, la posibilidad de que revelara que la había visto y había hablado con ella era preocupante. Ojalá no le hubiera dicho su verdadero nombre. Había sido un poco por bravuconear.
Tarsis... A un día de viaje a lomos de un dragón.
Mirando sin ver las llamas que titilaban en el aceite de foca, Kitiara se quedó sentada un buen rato mientras fraguaba sus planes. En ningún momento se olvidó de Ariakas. Quienes cometían ese error garrafal no solían vivir mucho tiempo. Tenía que aplacarlo, conseguir que estuviera contento, que creyera que lo que estaba a punto de hacer era en interés de él.
Sonrió y salió de su abstracción con una sacudida para reanudar la lectura de la carta de Toede. Esperaba pasar otro buen rato con más demostraciones de la estupidez del hobo. Por desgracia, la siguiente muestra de necedad de Toede no tenía nada de divertida. Kitiara aspiró aire con gesto iracundo y barbotó una maldición.
—¡Maldito idiota!
Se incorporó bruscamente mientras arrugaba la carta. Iba a arrojarla al fuego, pero se contuvo y se obligó a leerla otra vez. Sin embargo, no mejoró en una segunda ni en una tercera lectura. Entonces la echó a las llamas y vio convertirse en humo sus planes junto con el papel.
¡El estúpido hobgoblin pensaba atacar Tarsis!
Kit sabía la razón. Los Dragones Rojos estaban presionando a Toede para que los condujera a la batalla, y aunque la barriga se le desbordaba por encima del cinturón, por lo visto al hobo le faltaban agallas para hacer frente a los reptiles.
Toede debería estar agrupando a sus fuerzas para atacar Thorbardin y centrarse en eso. En cambio, las enviaba a un ataque a una ciudad que no tenía ningún valor estratégico y muy poca riqueza, una ciudad que no podría conservar por la simple razón de que no contaba con suficientes efectivos para ocuparla. Puede que en otros tiempos hubiera merecido la pena saquear Tarsis, antes del Cataclismo, cuando era una ciudad portuaria. Después de que la montaña de fuego se precipitara sobre el mundo, el mar desapareció y dejó Tarsis rodeada de tierra y arruinados a sus mercaderes.