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No se le ocurría qué diablos podría estar pensando Toede. La respuesta era que no pensaba. Kitiara se disponía a volar hasta Haven para intentar parar aquel despropósito cuando, de pronto, comprendió que podría sacar provecho de la decisión absurda del hobo.

Recordó la fecha que indicaba para el ataque: quince días a partir de ese momento. Disponía de muy poco tiempo y tenía muchas cosas que hacer... Y hacerlas discretamente. Ni siquiera Skie debía sospechar sus verdaderos motivos. Se guardó debajo de la camisa el pergamino con los nombres y las descripciones de los asesinos de lord Verminaard, echó un par de tragos de aguardiente enano para aguantar el frío helador del viaje y, arrebujada en las pieles, recogió su equipo y salió para reunirse con el dragón.

—¿Adónde nos dirigimos? —preguntó Skie. Tenía prisa por irse.

—A Thorbardin, a reunimos con el Ala Azul —contestó Kitiara—. Y desde allí volaremos a Tarsis.

Skie giró la cabeza hacia atrás para mirarla de hito en hito.

—¡Tarsis! ¿Qué tenemos que hacer en Tarsis?

—Te lo explicaré después —contestó Kit. La voz de la mujer sonaba hueca dentro del yelmo astado.

Skie deseaba saber algo más sobre esa absurda decisión de llevar el Ala Azul a Tarsis, pero decidió esperar para discutirlo en otro sitio donde la cola no se le quedara pegada al hielo. Extendió las alas, agitó la cola para soltarla, dio un gran salto con las poderosas patas traseras y alzó el vuelo de buena gana hacia el cristalino cielo azul.

SEGUNDA PARTE

14

Una propuesta de Zeboim. Derek cita la Medida

Derek Crownguard y sus compañeros de caballería, Brian Donner y Aran Tallbow, se encontraban junto a la borda de un barco mercante observando la entrada al puerto de Rigitt, una ciudad portuaria que distaba unos cien kilómetros de Tarsis. La embarcación, que llevaba el nombre de Caléndula por la hija del capitán, había tenido buen tiempo y mares calmos durante toda la travesía.

Aran Tallbow les sacaba algo más de la cabeza a sus compañeros. Era un hombre grande, jovial, bonachón y amigo de las diversiones. Tenía el cabello de un color dorado rojizo y llevaba el bigote —el tradicional de un caballero solámnico— largo y caído.

De vez en cuando le encantaba echar un «tiento», como decían los enanos, y llevaba una pequeña petaca de cuero sujeta al cinturón de la espada. En el frasco de la petaca guardaba un vino añejado del que echaba sorbitos con frecuencia. Nunca se embriagaba, aunque siempre estaba de buen humor. La risa le salía de dentro y con una potencia en consonancia con su corpulencia. Tal vez no tuviera la apariencia de un caballero, pero Aran Tallbow era un guerrero feroz, de sobra conocido por su destreza y su valor en la batalla. Ni siquiera Derek podía ponerle reparos en cuanto a eso.

Conforme el barco entraba en el puerto de Rigitt, los caballeros contemplaron con regocijo que los marineros hacían ofrendas en acción de gracias. Esas ofrendas incluían desde collares de conchas hasta pequeñas tallas de madera de diversos monstruos de las profundidades, todo hecho a mano por los marineros durante la travesía. Al tiempo que manifestaban su agradecimiento por haber tenido un viaje sin incidentes, arrojaban las ofrendas al agua.

—¿Qué significa esa palabra que no dejan de repetir, señor? —le preguntó Aran al capitán—. Es algo así cómo «Zeboim, Zeboim».

—Es exactamente eso, señor —contestó el capitán—. Zeboim, diosa del mar. Deberíais hacer también una ofrenda, milores. Ella se toma muy a mal que se la desaire.

—¿A pesar de que no se ha sabido nada de esta diosa desde hace más de trescientos años? —inquirió Aran, que hizo un guiño a sus amigos.

—Sólo porque no se haya sabido nada de ella ni se la haya visto no significa que Zeboim no nos esté observando —contestó el capitán en tono serio.

Se asomó por la borda mientras hablaba y dejó caer al mar un bonito brazalete hecho con cristales azules.

—Gracias, Zeboim —entonó—. ¡Bendice nuestro viaje de vuelta a casa!

Derek observaba la escena con gesto severo y desaprobador.

—Entiendo que unos marineros ignorantes se crean esas tontas supersticiones, pero no doy crédito a que un capitán, un hombre culto con tú, participe en semejante ritual.

—Para empezar, mis hombres se amotinarían si no lo hiciera, milord —explicó el capitán—. Y en segundo lugar... —Se encogió de hombros—, más vale prevenir que curar, sobre todo cuando se trata de la Arpía del Mar. En fin, si me disculpáis, caballeros, como estamos entrando a puerto he de atender mis obligaciones.

Los caballeros se quedaron junto a la borda para contemplar las vistas del puerto y escuchar el ruido de fondo. Estando tan próximo el invierno, el puerto se hallaba casi vacío a excepción de las embarcaciones pesqueras que salían a la mar hiciera el tiempo que hiciese, a menos que se tratara de las peores tempestades invernales.

—Con «pedmiso, midods» —dijo una voz detrás de ellos.

Los tres caballeros se dieron la vuelta y se encontraron con un marinero que les hacía reverencias e inclinaciones de cabeza. Conocían bien a ese hombre. Era el más viejo de la tripulación. Afirmaba ser marinero desde hacía sesenta años y que había embarcado por primera vez siendo un muchachito de diez. Estaba acartonado y encorvado y tenía la cara curtida por el sol y el aire y surcada de arrugas por la edad. Sin embargo, todavía trepaba por las jarcias tan deprisa como los jóvenes. Era capaz de predecir una tormenta con sólo observar la forma de volar de las gaviotas y aseguraba que hablaba con los delfines. Había sobrevivido a un naufragio, rescatado, según él, por una hermosa elfa marina que lo había salvado de morir ahogado.

—Esto pada midods —dijo el viejo, que masticaba las palabras con las encías ya que le faltaban casi todos los dientes por el escorbuto—. Pada degalo de la Adpía del Mad.

Sostenía en las manos dos tallas de animales en madera y se los ofreció con un cabeceo, una reverencia y una sonrisa desdentada a Aran y a Brian.

—¿Qué es? —preguntó Brian mientras examinaba la pequeña talla de madera.

—Parece un lobo —comentó Aran.

—Sí, midod. Lobo —dijo el viejo, que se llevó la mano a la frente en un saludo—. Uno pada cada uno. —Señaló con el nudoso índice primero a Aran y después a Brian—. Como degalo pada la Adpía de Mad. Así seda amable con los caballedos.

—¿Y por qué lobos, Viejo Salazón? —preguntó Aran—. Los lobos no son muy afines al mar. ¿No le gustaría más una ballena?

—Se me dijo lobos en un sueño —contestó el viejo con un centelleo en los sagaces ojos. Señaló el mar—. Dais degalo a la diosa y pedís bendición.

—Hacedlo y os llevaré acusados ante el Consejo —manifestó Derek.

Derek no destacaba por su sentido del humor, pero en ocasiones se permitía hacer una pequeña broma desabrida (tan pequeña y tan desabrida que a menudo pasada inadvertida).

Tal vez bromeaba ahora, pero también era posible que lo hubiera dicho en serio. Brian no podría asegurarlo.

A Aran eso no le importaba, ya que en seguida enfocaba cualquier cosa por el lado humorístico.

—Me asustas. ¿Acusados con qué cargos, Derek? —preguntó con fingida preocupación.

—Idolatría —contestó Derek.

—¡Ja ja ja! —La risa de Aran roló por encima el agua—. Lo que pasa es que estás celoso porque a ti no te han dado un lobo.

Derek se había pasado casi todo el tiempo del viaje metido en el camarote, dedicado a leer la copia de la Medida que llevaba consigo y en la que hacía anotaciones en los márgenes. Sólo había salido del camarote para hacer sus ejercicios diarios en cubierta —lo que significaba caminar de proa a popa durante una hora— o para cenar con el capitán. Aran había deambulado por cubierta desde la mañana hasta la noche, se había mezclado sin empacho con los marineros, había aprendido el «oficio» y bailado al son de la chirimía. Se había empeñado en subir a la arboladura y casi se había roto la crisma cuando se cayó desde el peñol.