Por su parte, Brian había pasado casi todo el tiempo de la travesía tratando de refrenar el entusiasmo de Aran.
—Así que sólo tengo que echar esto al mar... —dijo Aran al viejo, dispuesto a concertar dicho y hecho—. ¿Rezo una plegaria...?
—No lo harás —intervino Derek con severidad antes de quitarle la talla de la mano a Aran para entregársela al viejo—. Gracias, marinero, pero estos caballeros tienen sus espadas y no necesitan bendiciones.
Derek dirigió una mirada significativa a Brian, que masculló las gracias y le tendió la figurita del lobo al anciano.
—¿Segudo que quedéis haced esto, midods? —preguntó el viejo mientras los miraba intensamente. Su escrutinio hizo sentirse incómodo a Brian, pero antes de que tuviera ocasión de responder, Derek se anticipó.
—No tenemos tiempo para cuentos de hadas —espetó, muy tieso—. Caballeros, pronto habremos llegado a tierra y hemos de hacer el equipaje.
Se apartó de la borda y cruzó el puente a largas zancadas.
—Dáselo a la diosa de mi parte —dijo Aran al viejo marinero al tiempo que le daba una palmada en el hombro—, junto con mi agradecimiento.
Al mirar hacia atrás, Brian reparó en que el viejo seguía plantado allí de pie, observándolos. Entonces retumbó la voz del capitán dando una orden a todos los tripulantes para que se prepararan para echar el ancla. El viejo arrojó las tallas de los lobos por la borda y corrió a cumplir la orden.
Derek desapareció bajo el puente y se dirigió hacia el pequeño camarote que compartían los tres caballeros. Aran, que iba detrás de él, dio un sorbo de la petaca. Brian se demoró para echar un vistazo al mar. La brisa soplaba desde el glaciar —muy distante en el sur— y traía consigo el frío aguijonazo del invierno. Las olas tenían motas doradas por encima del azul del agua. El viento agitó el borde de la capa del caballero. Las aves marinas volaban en círculo allá arriba o se mecían plácidamente en la superficie del mar.
Brian deseó haber aceptado la talla de madera del viejo. Deseó haber hecho la ofrenda a la diosa del mar, fuera quien fuese. Se la imaginó hermosa y antojadiza, peligrosa y mortífera. Brian alzó la mano en un saludo a la deidad.
—Gracias por un viaje exento de peligro, señora —dijo, medio en broma medio en serio.
—¡Brian! —La voz irritada de Derek resonó bajo el puente.
—¡Ya voy! —respondió.
Los caballeros no pasaron mucho tiempo en Rigitt. Alquilaron caballos para el viaje hacia el norte, a Tarsis, que los llevaría a través de las Praderas de Arena. La calzada todavía era transitable, aunque había estado nevando más al norte, en las inmediaciones de Thorbardin, o eso era lo que le había contado a Aran un hombre con el que había compartido unos tragos, un mercenario que acababa de viajar por aquella ruta.
—Me aconsejó que no nos quedáramos dentro de Tarsis —le contó a sus compañeros mientras cargaban provisiones en los caballos—. Sugirió que acampáramos en las colinas y entráramos a la ciudad de día. Dijo que deberíamos guardar en secreto el hecho de que somos Caballeros de Solamnia. Por lo visto, los tarsianos no nos tienen mucho aprecio.
—La Medida estipula: «Un caballero debe caminar bajo el sol abiertamente, orgulloso de proclamar su noble condición al mundo» —citó Derek.
—Y si los tarsianos nos echan de la ciudad de una patada en nuestras nobles posaderas, ¿qué pasará con nuestra misión de encontrar el Orbe de los Dragones? —preguntó Aran, sonriente.
—No nos echarán. Esa información te ha llegado de boca de un mercenario canallesco que vende la espada al mejor postor —comentó Derek, despectivo.
—El capitán me dijo lo mismo, Derek —arguyó Brian—. Antes del Cataclismo los caballeros habían hecho de Tarsis una gran capital solámnica a despecho de que la urbe se encontraba a cientos de kilómetros de distancia. De ese modo podían protegerla de sus enemigos. Entonces sobrevino el Cataclismo y los caballeros ni siquiera pudieron protegerse a sí mismos, mucho menos a una ciudad situada tan lejos de Solamnia. Los caballeros que habían vivido en Tarsis (los que sobrevivieron) regresaron a Palanthas dejando que los tarsianos libraran sus propias batallas. Los habitantes de Tarsis jamás nos perdonaron por abandonarlos —concluyó Brian.
—Quizá podamos encontrar una laguna jurídica... —empezó Aran.
Brian le dirigió una mirada de advertencia y Aran, frotándose la nariz, expuso la idea con otras palabras.
—Quizá la Medida determina alguna medida de previsión para una situación política tan delicada.
—Deberías estar más versado en la Medida —lo reconvino Derek—, de ese modo sabrías lo que dice al respecto. No entraremos en Tarsis con falsas apariencias. Presentaremos nuestras credenciales a las autoridades que corresponda y recibiremos permiso para entrar en la ciudad. No habrá complicaciones si nos comportamos como es debido, mientras que sí surgirían problemas si nos sorprenden colándonos furtivamente en la ciudad como ladrones.
—Lo dices de una forma que parece que hubiera sugerido que entremos en la ciudad vestidos de negro con la cabeza cubierta por un saco —dijo Aran con una risita—. No es necesario anunciar con redobles de tambor que somos caballeros. No tenemos que mentir, sólo hacer un fardo con el llamativo tabardo y la armadura, reemplazar el yelmo ornamentado por otro sencillo, quitarnos las insignias que indican nuestro rango y las espuelas y llevar ropas normales y prácticas. Tal vez, incluso, recortarnos el bigote.
Eso fue un completo error.
Derek ni se dignó contestar. Hizo un último ajuste a la brida del caballo y después fue a pagar la cuenta al posadero.
Aran se encogió de hombros y echó la mano a la petaca. Dio un par de sorbos y después le ofreció el recipiente a Brian, que negó con la cabeza.
—Lo que dice Derek es sensato, Aran —argüyó Brian—. Podría traernos malas consecuencias que nos sorprendieran intentando ocultar nuestra identidad. ¡Además, no concibo que los tarsianos sigan odiándonos después de trescientos años!
Aran lo miró y sonrió.
—Eso es porque tú eres incapaz de odiar a nadie, Brian. —Caminó sin prisa hasta la puerta del establo para echar un vistazo fuera y luego, al ver que Derek estaba demasiado lejos para oírlo, regresó junto a su amigo—. ¿Sabes por qué lord Gunthar me pidió que participara en esta misión?
Brian lo suponía, pero no quería saberlo.
—Aran, no creo que...
—Estoy aquí para asegurarme de que Derek no la cague —manifestó Aran sin andarse por las ramas. Dio otro sorbo. Brian se encogió ante la crudeza de la expresión.
—Derek es un Caballero de la Rosa, Aran. Es nuestro superior. Según la Medida...
—¡Al cuerno con la Medida! —replicó bruscamente Aran, perdido por completo el buen humor—. No voy a permitir que esta misión fracase porque a Derek le preocupa más atenerse a un viejo código enmohecido de leyes trasnochadas que salvar nuestra nación.
—Quizá sin esas leyes y la noble tradición que representan no merecería la pena salvarla —señaló Brian, malhumorado.
Aran posó la mano en el hombro de su amigo con gesto amistoso.
—Eres un buen hombre, Brian.
—También lo es Derek —contestó Brian con gran seriedad—. Lo conocemos hace mucho tiempo, Aran. Los dos somos sus amigos desde hace años.
—Cierto —admitió el otro caballero, que volvió a encogerse de hombros—. Y los dos hemos visto cómo se ha endurecido y cómo ha cambiado.