Brian suspiró.
—Ten paciencia con él, Aran. Ha sufrido mucho. Ha perdido el castillo, su hermano tuvo una muerte horrible...
—Tendré paciencia... hasta cierto punto. Ahora voy a regalarme con una copa de despedida. ¿Te animas?
—No, pero ve tú —contestó Brian al tiempo que negaba con la cabeza—. Yo esperaré a Derek.
Aran montó a caballo y salió del establo para tomar una última jarra de cerveza y para rellenar la petaca antes de ponerse en camino.
Brian se quedó en el establo y ajustó la brida del caballo. ¡Maldito Aran! Ojalá no le hubiese revelado la verdadera razón por la que había ido con ellos. A Brian no le gustaba pensar que lord Gunthar confiaba tan poco en Derek que enviaba a un amigo para espiarlo. Tampoco le había gustado oír que Aran había aceptado una encomienda tan degradante. Los caballeros no tendrían que espiarse los unos a los otros. Eso debía de aparecer en algún lugar de la Medida.
De ser así, Derek pasaba por alto esos párrafos, ya que tenía sus propios espías en la corte de lord Gunthar. Quizá los espías de su amigo le habían dicho que Aran era también un espía. Brian apoyó la cabeza en el cuello del caballo. Casi estaba por creer que la diosa Takhisis había vuelto al mundo y había plantado la semilla de la discordia entre quienes antaño fueran los paladines del honor y del valor. Las semillas habían arraigado en la tierra fértil del temor y ahora germinaban en las malas hierbas del odio y la desconfianza.
—¿Dónde está Aran? —La voz de Derek lo sacó de sus sombrías reflexiones.
—Fue a tomar un poco de cerveza —contestó.
—No estamos en una merienda campestre kender —comentó secamente su amigo—. No se toma nada en serio, y ahora supongo que tendremos que ir a sacarlo a la fuerza de alguna taberna.
Derek se equivocaba. Encontraron a Aran, que se limpiaba la espuma de los labios, esperándolos en la calzada que conducía a Tarsis.
Los tres se pusieron en marcha, con Aran en el centro, Derek a la derecha y Brian a la izquierda. Entonces éste recordó de pronto, vívidamente, otra misión, la primera.
—¿Os acordáis cuando los tres éramos escuderos y estábamos cansados de arremeter contra el estafermo y de aporrearnos unos a otros con espadas de madera? Llegamos a la conclusión de que debíamos ponernos a prueba, así que...
—¡... Decidimos ir a Foscaterra en busca del Caballero de la Muerte! —Aran empezó a reírse—. Bendita sea mi alma, hacía mucho tiempo que no pensaba en eso. Cabalgamos tres días por lo que supusimos que era Foscaterra, aunque la verdad es que no llegamos a acercarnos allí en ningún momento, y entonces llegamos a ese castillo abandonado. Los muros se habían agrietado, las almenas se estaban desmoronando, una de las torres estaba calcinada y supimos que habíamos encontrado... el alcázar de Dargaard. El hogar del temible lord Soth. —Las risitas de Aran dieron paso a las carcajadas—. ¿Recordáis lo que pasó a continuación?
—No creo que lo olvide nunca —contestó Brian—. Esa noche mi vida se acortó cinco años. Acampamos cerca del alcázar para vigilarlo y, en efecto, vimos una extraña luz azul titilando en una de las ventanas.
—¡Ja ja ja! ¡La luz azul! —Aran reía a mandíbula batiente.
—Nos ceñimos la armadura...
—...Que nos quedaba grande porque se la habíamos quitado a los caballeros a quienes servíamos —recordó Aran—. Los tres estábamos muertos de miedo, pero ninguno quería admitirlo, así que fuimos.
—Derek era el que nos dirigía. ¿Te acuerdas, Derek? Diste la señal y cargamos hacia el interior del castillo y... —a Brian le costaba trabajo hablar a causa de la risa la risa— nos salió al encuentro un enano...
—... Que tenía montada una destilería ilegal dentro del alcázar... —Las carcajadas de Aran sonaron estruendosas—. ¡La luz azul que habíamos visto era el fuego con el que elaboraba la mezcla! Creía que habíamos ido allí para robarle el brebaje y, blandiendo una enorme hacha ensangrentada, nos atacó desde las sombras. ¡Juro que daba la impresión de medir tres metros!
—¡Y nosotros, gallardos caballeros, salimos por pies en tres direcciones distintas mientras él nos perseguía y gritaba que nos iba a cortar las orejas con el hacha!
Aran estaba doblado sobre la perilla de la silla de montar, en tanto que Brian reía con tantas ganas que las lágrimas lo cegaban. Se limpió los ojos llorosos y echó una ojeada a Derek.
El caballero iba sentado muy derecho en el caballo, con la mirada fija al frente y un ligero ceño. Las risas de Brian disminuyeron paulatinamente hasta cesar por completo.
—¿No te acuerdas de eso, Derek? —preguntó.
—No, no me acuerdo.
Espoleó al caballo para ponerlo a galope y dejar claro que quería cabalgar solo.
Aran sacó la petaca de licor y luego se puso en fila detrás de Derek.
Brian se situó en la retaguardia. No hubo más anécdotas ni más risas. En cuanto a entonar cantos de hazañas heroicas para animar el viaje, Brian intentó acordarse de alguno, pero se encontró con que no recordaba ni uno solo.
De todos modos, con los cantos sólo habría conseguido irritar a Derek. Los tres cabalgaron hacia el norte en silencio. Entretanto, se habían amontonado oscuros nubarrones y empezó a caer la nieve.
15
Final brusco de un viaje tranquilo. Reconsiderar la Medida
El viaje a Tarsis fue largo, frío y deprimente. El viento soplaba sin pausa por las Praderas de Arena y era a la vez una maldición y una bendición; maldición porque con sus dedos helados abría las capas y penetraba a través de la ropa de más abrigo y bendición porque evitaba que se formaran montones de nieve acumulada en la calzada.
Los caballeros habían llevado consigo leña al suponer que habría pocas probabilidades de que encontraran madera en el camino. Sin embargo, no tuvieron que utilizarla porque los nómadas que vivían en esa tierra tan rigurosa los invitaron a pasar la primera noche con ellos.
Los habitantes de las llanuras les dieron cobijo en una tienda de cuero y comida para ellos y para sus caballos. Con todo, no cruzaron con ellos ni una sola palabra. Los caballeros despertaron en el gris amanecer y vieron que a su alrededor los habitantes de las llanuras estaban desmontando las tiendas.
—Qué extraño —comentó Aran al regresar, mientras Brian y Derek aparejaban los caballos.
—¿El qué? —preguntó Derek.
—El hombre que tomamos por su cabecilla me pareció que intentaba decirme algo. No dejaba de señalar hacia el norte, ceñudo, y negaba con la cabeza. Le pregunté qué quería decir con esos gestos, pero no hablaba Común ni ninguno de los otros idiomas con los que intenté hablar con él. Señaló al norte tres veces antes de darse media vuelta y marcharse.
—Quizá es que la nieve ha bloqueado la calzada en el norte —sugirió Brian.
—Puede que fuera eso de lo que nos quería avisar, pero lo dudo. Parecía tratarse de algo más serio, como si intentara advertirnos de algo malo que hubiera más adelante, en esa dirección.
—Anoche estuve pensando que era raro encontrar habitantes de las llanuras viajando en esta época del año —comentó Brian—. ¿No suelen montar un campamento permanente durante los meses de invierno?
—Tal vez huyen de algo —apuntó Aran—. Esta mañana llevaban prisa, y desde luego el jefe tenía el gesto adusto.
—¿Y quién sabe lo que hacen esos salvajes y por qué lo hacen? —dijo Derek, desdeñoso.
—Aun así, deberíamos estar alerta —sugirió Brian.
—Yo siempre lo estoy —replicó su amigo.
Dejó de nevar y un viento vivificante se llevó las nubes. Salió el sol, que les proporcionó calor e hizo el viaje más placentero. Por insistencia de Derek, seguían vestidos con el atuendo de caballeros: tabardos adornados con la rosa, la corona o la espada, dependiendo de su rango; los ornamentados yelmos; botas altas con las espuelas que se habían ganado, y las excelentes capas de lana. El día anterior habían cubierto muchos kilómetros y esperaban que si cabalgaban de firme y sólo paraban el tiempo necesario para que las monturas descansaran, podrían llegar a Tarsis antes de que cayera la noche.