El día transcurrió sin incidentes. No encontraron ningún tramo en el que la calzada estuviera bloqueada. Tampoco se cruzaron con nadie ni vieron señales de que hubiera alguien de viaje por allí. Al final, desistieron de descifrar lo que el jefe de los habitantes de las llanuras había querido indicarles.
Avanzada la tarde, las nubes aparecieron de nuevo y ocultaron el sol. Empezó a nevar y durante un tiempo la nevada fue copiosa; después, el temporal pasó y el sol asomó una vez más. Esas rachas se sucedieron durante el resto de la tarde, de manera que los caballeros cabalgaban a ratos sobre nieve y a ratos bajo el sol, hasta que el tiempo se tornó tan inestable que —como Aran dijo con ocurrencia— veían los copos brillar al sol.
Durante una de las neviscas, los caballeros remontaron una suave loma, y mientras bajaban por el otro lado contemplaron la vasta extensión de la planicie que se extendía ante ellos. Se divisaban franjas de nieve perfiladas a través de la pradera, y durante una pausa entre precipitación y precipitación avistaron una ciudad amurallada.
La urbe desapareció en una repentina ráfaga de cellisca, pero no cabía duda de que aquella población era Tarsis. Eso los animó, como también lo hizo la perspectiva de una posada con comida caliente y una buena lumbre en el hogar. Aran no había vuelto a mencionar la posibilidad de acampar en las colinas.
—El capitán del barco me recomendó una posada que se llama El Dragón Rojo —dijo Brian.
—Pues no lleva precisamente un nombre que sea muy propicio —comentó Aran en tono seco.
—Puedes tirar sal por encima del hombro y dar trece vueltas en círculo antes de entrar —bromeó Derek.
Aran lo miró sin salir de su asombro y entonces captó la sonrisa contenida de Derek. Era una mueca más bien tirante, como por falta de uso, pero era una sonrisa.
—Eso será lo que haga —contestó, sonriendo a su vez.
Brian soltó un suspiro de alivio, satisfecho de que la tensión que se notaba entre ellos se hubiera aflojado. Siguieron cabalgando y subieron otro suave repecho. Al llegar arriba vieron un poco más adelante un barranco profundo, salpicado de rocas, que salvaba un pequeño puente de madera.
Los caballeros se detuvieron cuando una repentina nevisca los envolvió en su manto blanco, de manera que no veían nada a su alrededor. Cuando aflojó la nevada volvieron a divisar el puente y Aran azuzó a su caballo para que avanzara, pero Derek alzó la mano para detenerlo.
—Espera un momento —dijo.
—¿Por qué? —Aran se paró—. ¿Has visto algo?
—Creo que sí. Antes de la última nevisca me pareció ver gente que se movía al otro lado del puente.
—Ahora no hay nadie —dijo Aran, que se había puesto erguido sobre los estribos y oteaba en aquella dirección.
—Eso ya lo veo —repuso Derek—. Y es precisamente lo que me desazona.
—Sería un buen sitio para tender una emboscada —observó Brian al tiempo que soltaba la lazada de cuero de la vaina de la espada.
—Podríamos buscar otro sitio por el que cruzar —sugirió Aran. Era uno de los pocos caballeros diestros con el arco y echó mano al que llevaba colgado a la espalda.
—Nos han visto. Si damos la vuelta, resultará sospechoso. Además, me gustaría saber quién anda al acecho en ese puente y por qué —añadió Derek con frialdad.
—A lo mejor son trolls —dijo Aran con una sonrisa al recordar el viejo cuento infantil—, y nosotros, los tres machos cabríos.
Derek fingió no haberle oído.
—El puente es estrecho. Tendremos que cruzar en fila. Yo iré delante. No os separéis mucho de mí. Y nada de armas, Aran. Que crean que no los hemos visto.
Derek esperó hasta que otra racha de nieve se precipitó sobre ellos y entonces taconeó suavemente los flancos de su caballo y se dirigió hacia el puente a paso lento.
—«¡Sólo soy yo, el más pequeño de los tres machos cabríos!» —dijo en voz queda Aran cuando la montura de Derek llegaba al puente.
Derek se giró un poco en la silla.
—¡Maldita sea, Aran, sé serio, para variar!
Aran se echó a reír, azuzó a su caballo y se puso detrás de Derek. Aunque la nieve los ocultaba, los cascos de los caballos resonaban en las planchas de madera anunciando su llegada. Se mantuvieron alerta para captar cualquier ruido, pero no oyeron nada. Brian, que echaba ojeadas hacia atrás a través de las intermitentes ráfagas de nevisca, no observó nada que indicara que los seguía alguien. Habría llegado a la conclusión de que Derek veía sombras donde no las había si no fuera porque conocía de sobra a su amigo. Puede que a veces se comportara como un cretino redomado, pero era un excelente soldado, intuitivo y muy observador. Incluso Aran, a pesar de que hubiera hecho chanzas con los tres machos cabríos, ahora no bromeaba; llevaba la mano en la empuñadura de la espada y se mantenía alerta.
Derek había recorrido la mitad del puente más o menos, seguido de cerca por Aran y un poco más atrás por Brian, que cerraba la marcha, cuando tres desconocidos surgieron de repente de la nieve y echaron a andar hacia ellos. Los desconocidos iban abrigados con capas largas que arrastraban sobre el manto de nieve, las capuchas echadas de forma que era imposible verles la cara y las manos cubiertas con grandes guantes de cuero. Calzaban botas fuertes.
Fueran quienes fuesen, a los caballos no les gustaban. El de Derek resopló y echó las orejas hacia atrás; el caballo de Aran caracoleó de costado mientras que el Brian retrocedía y respingaba con nerviosismo.
—¡Bien hallados, compañeros de viaje! —saludó uno de los desconocidos mientras avanzaba sin prisa hacia el puente—. ¿Adónde vais con este tiempo tan horrible?
Brian rebulló en la silla. El desconocido hablaba Común bastante bien e intentaba parecer amigable, pero Brian se puso tenso al detectar un débil siseo al pronunciar las «eses». Como las pronunciaría un draconiano. Y era probable que los draconianos hubieran disimulado el cuerpo escamoso con capas largas y capuchas. Brian se preguntó si sus compañeros habrían oído también el siseo y estaban asimismo en guardia. No osó desviar la vista hacia ellos ni hacer nada fuera de lo normal.
Y entonces Aran, que iba delante de él, susurró en solámnico:
—Trolls, no. Lagartos.
Brian deslizó la mano debajo de la capa y asió la empuñadura de la espada. Derek observó a los desconocidos con desconfianza.
—Puesto que estamos en la calzada que lleva a Tarsis —les contestó—, y que dicha ciudad se encuentra un poco más adelante, lo lógico es que nos dirijamos allí.
—¿Os importa que os hagamos unas preguntas? —inquirió el draconiano sin abandonar el tono amistoso.
—Sí, nos importa —repuso Derek—. Y ahora, apartaos a un lado y dejadnos pasar.
—Buscamos a unas personas —prosiguió el draconiano como si no le hubiese oído—. Tenemos un mensaje de nuestro señor para esa gente.
Brian captó un movimiento por el rabillo del ojo. A un lado de la calzada había un cuarto draconiano medio escondido detrás de un poste indicador. Encapuchado y cubierto por una capa como los otros, el draconiano era bastante más bajo que sus tres compañeros. Rebullía bajo la capa y Brian pensó que quizá la criatura estaba a punto de sacar un arma. En cambio, el draconiano sacó un documento de algún tipo, lo consultó y después les dijo algo a sus compañeros al tiempo que sacudía la cabeza.
El cabecilla echó una ojeada al draconiano del papel y después, encogiéndose de hombros, añadió afablemente:
—Me he equivocado. Os deseo buen viaje, caballeros. —Y se dio media vuelta para alejarse.
Los caballeros intercambiaron una mirada.
—Sigamos adelante —ordenó Derek.
Reemprendieron la marcha. El caballo de Derek cruzó el puente, y el de Aran estaba a punto de hacerlo cuando una ráfaga de viento sopló barranco abajo, levantó el pico de la capa de Derek y la echó hacia atrás, sobre el hombro del caballero. La rosa de su orden, bordada en el tabardo, destacó con su intensa tonalidad roja, el único color en medio del paisaje blanco cubierto de nieve.