—¡Solámnicos! —siseó el draconiano achaparrado que estaba junto al poste indicador—. ¡Matadlos!
Los otros draconianos giraron sobre sus talones con rapidez y echaron las capas hacia atrás de forma que se revelaron como baaz, los soldados de a pie de los ejércitos de los dragones. Sacándose los guantes sin contemplaciones, desenvainaron espadas de hoja curva. Tendrían los cuerpos cubiertos de escamas y sostendrían las armas con manos que más parecían garras, pero era guerreros feroces e inteligentes, como sabían bien los tres caballeros por haber luchado contra ellos en Vingaard y en el castillo de Crownguard.
Espada en mano, Derek espoleó a su caballo directamente contra el cabecilla de los draconianos con la esperanza de que la montura lanzada a galope obligara al draconiano atacante a retroceder para no acabar arrollado bajo los cascos del animal. Por desgracia, el caballo de Derek era un jamelgo de alquiler, no un caballo de batalla entrenado. El animal, que estaba aterrorizado por el hombre-lagarto de olor extraño, se encabritó a la par que relinchaba frenéticamente y estuvo a punto de desmontar a Derek.
Éste intentó calmar al animal y no caerse de la silla, así que durante unos instantes no prestó atención a nada más. Al ver a uno de los caballeros en apuros, un draconiano fue hacia él con la espada levantada. Aran interpuso su montura entre el caballo espantado y el atacante, arremetió contra el draconiano y le cortó en la cara con la espada.
La sangre salpicó. Un pedazo grande de carne sanguinolenta quedó colgando de la mandíbula de la criatura. El draconiano bramó de dolor, pero siguió atacando e intentó hincar la espada curva en el muslo de Aran. El caballero asestó una patada a la hoja con tanto ímpetu que arrancó el arma de la mano del draconiano.
Brian azuzó a su caballo para cruzar el puente con el propósito de contener al tercer draconiano, que corría para unirse a los otros. Mientras cabalgaba no quitó ojo del hombre-lagarto achaparrado que estaba cerca del poste indicador y advirtió, estupefacto, que el ser daba la impresión de estar creciendo. Entonces Brian comprendió que el draconiano no crecía, sino que simplemente se estaba poniendo de pie. Era un bozak que había permanecido cómodamente sentado en cuclillas y ahora erguía sus dos metros diez de estatura.
El bozak no echó mano de un arma, sino que entonó un cántico a la par que alzaba las manos con los dedos extendidos hacia Aran.
—¡Aran, agáchate! —gritó Brian.
Aran no perdió tiempo en preguntar por qué, sino que se inclinó hacia adelante y pegó la cabeza contra el cuello de su caballo. Una espeluznante luz rosada llameó a través de los copos de nieve. De los dedos del draconiano salieron dardos de fuego. Los proyectiles, soltando a su paso una lluvia de chispas, pasaron silbando por encima de la espalda de Aran sin ocasionarle daño.
Con un grito desafiante, Brian desenvainó la espada y lanzó a galope su caballo contra el bozak con la esperanza de impedir que la criatura echara otro conjuro. A su espalda sonó el entrechocar de aceros y oyó a Derek que gritaba algo, pero no se atrevió a apartar los ojos de su enemigo ni un instante para ver qué pasaba.
El bozak, impasible, hizo caso omiso de Brian. El draconiano actuaba como si no corriera peligro, y Brian comprendió que debía de tener una buena razón para pensarlo, así que miró en derredor. Otro draconiano corría al lado de su caballo dispuesto a saltar sobre él para arrastrarlo consigo al suelo.
Aunque en una postura forzada, Brian descargó un golpe de revés con la espada y debió de alcanzar al draconiano, porque saltó sangre y la criatura se desplomó y se perdió de vista. El caballero intentó frenar al caballo, pero el animal estaba aterrorizado por el olor de la sangre, los gritos y la lucha y se había desbocado. Con los ojos saliéndose de las órbitas y soltando espumarajos por los belfos, el caballo llevó a Brian más cerca del bozak. El draconiano alzó las garras con los dedos extendidos y apuntados hacia el caballero.
Brian arrojó la espada a la nieve y saltó del caballo desmandado para lanzarse sobre el bozak. El draconiano no esperaba esa maniobra y lo pilló completamente por sorpresa cuando chocó contra él. Los proyectiles llameantes salieron lanzados en todas direcciones. Agitando frenéticamente los brazos, el bozak cayó de espaldas, con Brian encima de él.
El caballero se puso de pie apresuradamente. El bozak, atontado por el golpe de la caída, tanteaba con torpeza en busca de su espada. Brian sacó el cuchillo que llevaba al cinto y lo clavó con todas sus fuerzas en el cuello del draconiano. El bozak emitió un gorgoteo estrangulado cuando la sangre brotó alrededor del cuchillo. El ser le asestó una mirada feroz que se apagó rápidamente cuando la muerte lo reclamó.
Recordando justo a tiempo que los bozak eran tan peligrosos muertos como vivos, Brian gritó para poner sobre aviso a sus amigos y luego se volvió y se lanzó tan lejos del ser como le fue posible. Aterrizó dándose una buena costalada contra el suelo nevado y se golpeó en las costillas con una piedra. Entonces una explosión irradió una onda de calor que le pasó por encima. Permaneció tumbado un momento, medio atontado por la detonación, y después miró hacia atrás.
Del bozak sólo quedaba un montón de huesos calcinados, carne carbonizada y fragmentos de armadura. Soltando una imprecación, Aran estaba de pie junto a su enemigo muerto y trataba de sacar la espada atrapada en la estatua de piedra en la que se había convertido el baaz. El caballero dio un fuerte tirón del arma. La piedra se deshizo en ceniza y Aran casi se cayó de espaldas. Recuperó el equilibrio y, sin dejar de farfullar maldiciones, se limpió la sangre de un corte en el mentón.
—¿Está herido alguno de vosotros? —preguntó Derek, que se hallaba de pie junto a su tembloroso caballo. Tenía la espada manchada de sangre y a sus pies había un montón de ceniza.
Aran respondió con un gruñido.
Brian miraba en derredor en busca de su caballo y vio que el animal galopaba enloquecido por la llanura, de vuelta a casa. El caballero silbó y lo llamó a voces, pero fue vano; el caballo no le hizo caso y siguió corriendo.
—¡Allá va mi equipo! —exclamó Brian, consternado—. El resto de piezas de la armadura, la comida, mi ropa...
Llevaba puestos el peto y el yelmo, pero lamentaba la pérdida de otras piezas: las grebas, los brazales, los guanteletes...
Negando con la cabeza, Brian se agachó a recoger la espada y vio tirado en la nieve el documento que el bozak había consultado. El draconiano debía de haberlo dejado caer para centrarse en la ejecución del hechizo. Sintiendo curiosidad, el caballero lo recogió.
—En nombre del Abismo, ¿qué hacían unos draconianos acampados en la nieve junto a un puente? —demandó Aran—. No tiene sentido.
—Para ellos lo tiene tender emboscadas a los viajeros —repuso Derek.
—No tenían intención de emboscarnos. Iban a dejarnos pasar hasta que vieron esa llamativa rosa roja tuya y comprendieron que éramos Caballeros de Solamnia —replicó Aran.
—¡Bah! Se nos habrían echado encima en cuando les hubiéramos dado la espalda... —manifestó Derek.
—No estoy tan seguro de eso —intervino Brian al tiempo que se incorporaba con el documento en la mano—. Creo que son cazadores de recompensas. Vi al bozak consultar este papel mientras atravesábamos el puente. Comprobó que no encajábamos con las descripciones y ordenó a los baaz que nos dejaran marchar.
El documento contenía una lista de nombres acompañados de las descripciones correspondientes así como de las cifras que se pagarían de recompensa por su captura. El primer nombre de la lista era Tanis Semielfo. Flint Fireforge era otro, con la palabra «enano» escrita al lado. También había un kender, Tasslehoff Burrfoot, dos elfos, un hechicero de nombre Raistlin Majere, y un hombre clasificado como clérigo de Paladine.