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—Y mira esto. —Brian señaló un nombre—. Un viejo conocido nuestro.

Sturm Brightblade. Al lado del nombre ponía: Caballero de Solamnia.

—¡Brightblade no es un caballero! —dijo Derek, ceñudo.

Aran lo miró con asombro.

—¿Y qué importa si es un caballero o no? —Golpeó el documento con el dedo—. Ésta es la razón por la que los draconianos montaban guardia en el puente. Buscaban a estas personas, una de las cuales resulta que es amigo nuestro, además de solámnico.

—Tal vez Brightblade sea amigo tuyo, pero mío no —replicó Derek.

—Creo que no deberíamos quedarnos aquí discutiendo —comentó Brian—. Podría haber más draconianos por los alrededores. No sabemos si Tarsis ha caído en manos del enemigo. —Dobló el papel con cuidado y se lo guardó debajo del cinturón.

—No es probable —repuso Derek—. Nos habrían llegado rumores cuando estuvimos en Rigitt. Además, esos draconianos iban disfrazados. Si tuvieran ocupada Tarsis, andarían pavoneándose para que todo el mundo supiera que estaban al mando. Vinieron aquí en secreto, por propia decisión.

—O en cumplimiento de las órdenes de su señor —comentó Aran—. ¿Os fijasteis que llevaban una insignia azul como los draconianos que nos atacaron en Solamnia?

—Es extraño, ahora que lo pienso —reflexionó Brian—. Según los informes, el Ala Roja del ejército de los dragones está acantonada más cerca de Tarsis que el Ala Azul.

—De la Roja o de la Azul, todos son enemigos —dijo Derek—. Y Brian tiene razón, llevamos aquí parados demasiado tiempo. Brian, monta con Aran. Su caballo es el más grande y el más fuerte. Cargaremos su equipo en mi montura.

Cambiaron las alforjas del caballo de Aran al de Derek y después Aran montó y ayudó a Brian a subir detrás. La montura de Brian se había perdido de vista hacía mucho.

Aran y Brian salieron a medio galope calzada adelante.

—¿Adónde vais? —demandó Derek.

—A Tarsis —contestó Aran, que frenó al caballo—. ¿Dónde si no?

—Creo que no deberíamos entrar en Tarsis de forma tan evidente. Al menos hasta que no sepamos algo más de lo que está pasando.

—¿Quieres decir que no anunciemos nuestra noble presencia? —exclamó Aran con fingido espanto—. ¡Me consterna y desazona que hayas sugerido siquiera tal cosa! Puede que jamás me recupere de la impresión. —Sacó la petaca y echó un trago para consolarse.

Derek le asestó una mirada furiosa y no contestó. Brian miró al cielo. Las nubes se arremolinaban, gris sobre blanco, y por debajo brillaba una pálida luz. Si las nubes aclaraban, la noche sería gélida.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

—Según el mapa, hay una zona de colinas boscosas al oeste de Tarsis. Acamparemos allí esta noche, vigilaremos la ciudad y por la mañana decidiremos qué hacer. —Derek hizo girar al caballo y lo condujo a través de la llanura.

Aran, riendo entre dientes, lo siguió.

—Qué interesante ver el nombre de Brightblade en una lista de recompensas —le dijo Aran a Brian—. Y, por lo que se desprende de la información, en extrañas compañías: elfos, enanos y similares. Supongo que es lo que trae vivir en una confluencia de caminos como es el caso de Solace. Me han contado que es un sitio salvaje. ¿Llegó a contarte algo sobre su vida allí?

—No, nunca se refirió a eso. Claro que Sturm siempre ha sido muy reservado. Pocas veces le he oído hablar de sí mismo. Le preocupaba más todo lo relativo a su padre.

—Qué trágico, ese asunto. —Aran suspiró—. Me preguntó en qué problema se habrá metido Sturm.

—Sea lo que sea, se encuentra en esta parte de Ansalon. O alguien lo cree así —comentó Brian.

—Me gustaría volver a ver a Sturm. Es un buen hombre, a pesar de lo que piensen algunos. —Aran miró a Derek con severidad—. Aunque no creo probable que nos encontremos.

—Hoy día nunca se sabe con quién puedes cruzarte en el camino —afirmó Brian.

—En eso tienes razón —admitió Aran con una risa alegre mientras se daba una ligeros toques en el mentón para comprobar si todavía le sangraba.

Los tres caballeros pasaron una noche fría y triste acurrucados alrededor de una lumbre, en una cueva de las colinas desde la que se divisaba Tarsis. La ventisca había pasado y la noche se quedó despejada, alumbrada por la luz blanca de Solinari y la roja de Lunitari.

Desde su campamento, los caballeros no divisaban las puertas principales, que se habían cerrado y atrancado hasta la mañana siguiente. La oscuridad reinaba en la ciudad, ya que la mayoría de sus habitantes dormían plácidamente en sus camas.

—La ciudad parece estar muy tranquila —dijo Brian cuando Aran fue a relevarlo para hacer su turno de guardia.

—Sí, pero había draconianos a menos de quince kilómetros de aquí —contestó su amigo mientras asentía con la cabeza.

Los caballeros se levantaron lo bastante temprano para ver abrirse las puertas. No había nadie esperando para entrar y sólo salieron unas pocas personas (en su mayoría kenders a los que escoltaban fuera de la ciudad). Los que partían tomaron la calzada a Rigitt. Los guardias de la puerta permanecieron en las torres, y sólo se aventuraban a salir al frío cuando no les quedaba más remedio porque alguien pedía acceso a la ciudad. Los guardias que recorrían las almenas lo hacían con aire aburrido y se paraban a menudo junto a las hogueras que ardían en grandes braseros de hierro para entrar en calor mientras charlaban con los compañeros. Tarsis ofrecía la imagen de una ciudad en paz consigo misma y con el mundo.

—Si los draconianos estaban alerta por si aparecían esas personas en el puente que conduce a Tarsis, puedes apostar que también están vigilando en la propia Tarsis —dijo Brian—. Tendrán a alguien al acecho cerca de las puertas.

Aran guiñó el ojo a Brian.

—Y bien, Derek, ¿vamos a entrar en Tarsis vestidos con todas las galas de la caballería y portando estandartes con el martín pescador y la rosa?

Derek tenía un gesto agrio.

—He consultado la Medida —contestó mientras sacaba el libro desgastado por el uso—. Establece que la consecución de una misión de honor acometida por un caballero con autorización del Consejo tiene que ser la prioridad del caballero. Si la consecución de la misión de honor requiere que el caballero oculte su verdadera identidad, el éxito de la misión se antepone al deber del caballero de proclamar su lealtad con orgullo.

—Me he perdido en algún punto entre «prioridad» y «consecución» —bromeó Aran—. Con respuestas de una única sílaba, Derek, ¿nos disfrazamos o no?

—Según la Medida, podemos disfrazarnos sin sacrificar el honor.

A Aran se le curvaron las comisuras de los labios hacia arriba, pero captó la mirada de advertencia de Brian y se tragó el comentario chusco junto con un sorbito de la petaca.

Los caballeros pasaron el resto del día quitando todas las insignias y los distintivos de su atuendo. Cortaron los adornos bordados en la ropa y guardaron las armaduras al fondo de la cueva. Llevarían la espada y Aran conservaría el arco y la aljaba de las flechas. Las armas no tenían por qué llamar la atención pues nadie iba desarmado en la actualidad.

—El único distintivo de la caballería que nos queda es el bigote —comentó Aran al tiempo que se daba tironcitos en el suyo.

—Pues, desde luego, no vamos a afeitárnoslo —replicó Derek en tono severo.

—El bigote nos volverá a crecer, Derek —razonó Aran.

—No. —Derek se mostró categórico—. Nos echaremos bien la capucha y nos cubriremos con tapabocas. Con el frío que hace nadie se fijará en nosotros.

Aran puso los ojos en blanco, pero se sometió a la decisión, para sorpresa de Derek.

—Estás en deuda con Derek —dijo Brian mientras Aran y él colocaban la cubierta de maleza con la que taparon la boca de la cueva.

Aran sonrió tímidamente. El largo y frondoso bigote pelirrojo del caballero era su orgullo secreto.