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El linaje de Brian no tenía tanto abolengo ni era tan antiguo como el de Derek y el de Aran, y Brian notaba esa diferencia entre ellos. Aran jamás hacía alusión a ese tema y tampoco le daba importancia. Aunque Brian hubiese sido hijo de un pescadero, Aran lo habría tratado igual. Derek nunca mencionaba su ascendencia, nunca le decía nada descortés o desconsiderado ni lo trataba de manera humillante, sin embargo, quizá inconscientemente, Derek trazaba una línea divisoria entre ellos dos. A un lado estaba Derek Crownguard y al otro lado el hijo de un empleado. Cuando dijo que Brian no tenía aspecto de caballero, Derek no lo hacía por arrogancia. Estaba siendo Derek, sin más.

El día era soleado y frío y no soplaba viento. Brian cruzó a pie la llanura a paso tranquilo y acompasado al tiempo que se fijaba en la gente que entraba y salía. En cada puerta había tres o cuatro hombres que la custodiaban, y los de ésa eran todos miembros de la guardia tarsiana. No vio señal alguna de draconianos.

Se acercó a la puerta con cautela, escudriñando las sombras de la torre por si alguien demostraba más interés de lo normal por la gente que entraba a la ciudad. Por los alrededores había unos cuantos haraganes, todos bien abrigados para resguardarse del frío. Si entre ellos había un draconiano, no iba a ser fácil localizarlo.

Los guardias tarsianos se encontraban apiñados alrededor de una hoguera encendida en un brasero de hierro y no parecían muy deseosos de apartarse de ella. Brian siguió caminando hacia la puerta y nadie le dio el alto. Los guardias lo miraron desde lejos y no se mostraron muy interesados en él, ya que siguieron con las manos extendidas delante del fuego. Cuando Brian llegó a las puertas, se detuvo y miró a los guardias.

Dos de ellos se volvieron hacia un tercero. Por lo visto le tocaba a él ocuparse de los que quisieran entrar. Molesto porque lo apartaran de su cómodo sitio junto al cálido fuego, el guardia se caló por encima de las orejas un gorro de piel y se dirigió hacia donde esperaba Brian.

—¿Nombre? —preguntó.

—Brian Conner.

—¿De dónde eres?

—De Solamnia —contestó Brian. El guardia lo habría supuesto ya por el acento.

El hombre frunció el entrecejo y apartó el gorro de las orejas para oír mejor.

—No serás uno de esos caballeros —demandó el guardia.

—No, soy comerciante de vinos. Oí que había posibilidad de conseguir buenos caldos en Tarsis ahora, por lo de la caída de Qualinesti y todo eso —añadió con aparente indiferencia.

El guardia se puso ceñudo.

—Aquí no hay vino elfo. En Tarsis no encontrarás nada por el estilo —dijo en voz alta. Después bajó el tono y añadió—: Tengo una prima que negocia con ese tipo de mercancía «difícil de encontrar». Ve a la Ronda de Mercaderes y pregunta por Jen. Te proporcionará de lo mejor.

—Así lo haré, gracias —dijo Brian.

El guardia le explicó cómo llegar a la Ronda de Mercaderes, le repitió que se acordara de preguntar por Jen y luego le dijo que podía entrar. Brian lo intentó, sólo que el guardia siguió plantado delante de la puerta cerrándole el paso.

El caballero no entendía qué pasaba hasta que vio al guardia que se frotaba el índice y pulgar con disimulo. Brian buscó en la bolsa del dinero y sacó una moneda de acero que le tendió al guardia. Éste alargó velozmente la mano, atrapó la moneda y a continuación se apartó a un lado.

—Que tengas una agradable estancia en nuestra encantadora ciudad —le deseó el guardia mientras se tocaba el gorro.

Agradecido de que la bufanda le ocultara la sonrisa, Brian cruzó las puertas y se encaminó hacia la Ronda de Mercaderes, sólo por si acaso el guardia lo observaba. A pesar del frío las calles estaban abarrotadas de gente que iba a trabajar o a mercadear o simplemente a dar un paseo ahora que había dejado de nevar.

Una vez allí, se dirigiría hacia la Ciudad Vieja, en la zona alta, que era donde se hallaba la última ubicación conocida de la biblioteca desaparecida, según el Esteta Bertrem. El caballero echaba un vistazo hacia atrás de vez en cuando para comprobar si lo seguía alguien, pero no vio a nadie que mostrara el menor interés por él. Confiaba en que sus compañeros hubiesen entrado en la ciudad con igual facilidad.

Los tres caballeros se reunieron en la Ciudad Vieja. Derek y Aran habían entrado en la ciudad sin problemas, aunque Derek había descubierto —al igual que Brian— que el acceso tenía un precio. El guardia de la puerta principal había exigido dos monedas de acero como pago, al que llamó un impuesto «per cápita». A Aran no lo habían gravado con ningún «impuesto», o eso dijo; a lo mejor es que aún quedaba gente honrada en Tarsis. Fue el último en llegar. De camino allí había parado para rellenar la petaca y ahora estaba de bastante mejor humor.

Tanto Aran como Derek habían visto gente que rondaba por los alrededores de las puertas, pero cabía la posibilidad de que sólo fueran los habituales desocupados que se entretenían viendo quién llegaba a la ciudad o salía de ella. Eso los llevó a hablar de Sturm Brightblade y sus extraños compañeros.

—Nunca he entendido por qué te cae tan mal Sturm Brightblade, Derek —comentó Aran mientras se sentaban en el muro deteriorado de un jardín para comer pan y carne que ayudaron a pasar (al menos por parte de Aran) con brandy—. O por qué te opusiste a su candidatura al título de caballero.

—No recibió la educación ni la crianza adecuadas —contestó Derek.

—Lo mismo podría decirse de mí —adujo Brian—. Mi padre fue tu tutor.

—Tú te criaste en casa de mi padre, entre tus iguales, no en una ciudad fronteriza en mitad de ninguna parte, con gente extraña —repuso Derek—. Además, Brian, tu padre era un hombre de honor.

—Angriff Brightblade también lo era. Sólo tuvo mala suerte —comentó Aran a la par que se encogía de hombros—. Según lord Gunthar...

Derek resopló con desdén.

—Gunthar ha sido siempre un defensor de los Brightblade. ¿De verdad apoyarías la candidatura para el título de caballero de un hombre que no conoció a su padre? Eso, si es que Angriff era su padre...

—¡No tienes derecho a decir eso, Derek! —manifestó Brian, indignado.

Derek miró a su amigo. Por lo general Brian se lo tomaba todo con mucha calma, no se enojaba así como así. Ahora estaba enfadado y Derek comprendió que se había pasado de la raya. Después de todo había puesto en tela de juicio la reputación de una noble, algo que iba totalmente en contra de la Medida.

—No era mi intención dar a entender que Sturm fuera un bastardo —se justificó de mala gana—. Lo que pasa es que me resulta condenadamente extraño que sir Angriff enviara de repente a su esposa y al crío a un sitio donde sabía que nunca tendrían contacto con gente de Solamnia, como si se avergonzara de ellos.

—O como si intentara ponerlos a salvo —sugirió Aran, que ofreció la petaca y, ya que nadie la aceptó, echó él un trago—. Angriff Brightblade se hizo muchos y malos enemigos, pobre hombre. Hizo lo que creyó que era lo mejor al enviar lejos a su familia. Creo que dice mucho a favor de Sturm que hiciera un largo viaje de vuelta a Solamnia para saber qué le había ocurrido a su padre...

—Vino a reclamar su fortuna, y cuando descubrió que no quedaba nada, vendió la heredad de la familia y regresó a vivir a su casa arbórea.

—Lo enfocas todo bajo el aspecto más negativo —dijo Brian—. Sturm vendió las propiedades familiares para saldar las deudas de la familia, y regresó a Solace porque se le dio una áspera acogida en Solamnia.

—Déjalo, Brian —intervino Aran con una sonrisa—. Sturm Brightblade podría ser otro Huma y expulsar a Takhisis de vuelta al Abismo sin ayuda de nadie y Derek seguiría pensando que no era merecedor de las espuelas. Todo se remonta a aquella disputa entre sus abuelos...