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—Así que hechiceros, ¿eh? No recuerdo haber visto ninguna información relacionada con Orbes de los Dragones. Cosa, por otro lado, comprensible, ya que todavía no he empezado a trabajar con libros que versan sobre magia.

Derek y Brian intercambiaron una mirada descorazonada.

—Puedo mostraros la sección donde están agrupados los libros de temas arcanos —ofreció Lillith—. Están completamente al fondo, me temo.

Las estanterías formaban hileras muy juntas entre sí; los pasillos que quedaban eran tan estrechos que de vez en cuando Aran tenía que girarse de costado para pasar. Avanzaban con precaución pues la luz del farol no llegaba muy lejos. En la oscuridad, Brian se cayó encima de un cajón y estuvo a punto de derribar una de las estanterías.

—Lamento el desorden —se disculpó Lillith mientras se abrían paso entre unas estanterías que se habían caído y los libros desparramados por el suelo—. Aún no he empezado a trabajar en esta sección y no quise tocar nada. Aunque no lo parezca, existe un orden en todo este caos.

»Lo que me recuerda, caballeros —añadió en tono severo—, que si sacáis algún libro de un anaquel, hagáis el favor de volver a colocarlo en el mismo sitio en el que lo encontrasteis. Ah, y si pudieseis hacer una nota sobre su contenido, me sería de gran ayuda. A propósito, ¿cuántos idiomas habláis?

—El solámnico —respondió Derek con impaciencia, sin entender a qué venía esa pregunta—. Y el Común, naturalmente.

Lillith se detuvo y levantó más el farol.

—¿Nada más? ¿Elfo? ¿Khuriano?

Los caballeros negaron con la cabeza.

—Ah, qué lástima —dijo la joven, que se mordisqueó el labio inferior—. Los solámnicos damos por sentado que todo el mundo habla nuestro idioma, y que si alguien no lo habla, debería. Los hechiceros proceden de diversas razas y nacionalidades, por lo que escriben en muchos idiomas distintos, incluido el de la magia. Habida cuenta de la opinión que nuestras gentes tienen de los hechiceros, dudo que encontréis muchos libros de magia escritos en solámnico.

—¡Esto se pone cada vez mejor! —comentó Aran con sorna—. ¡Podríamos tardar semanas en dar con un pergamino que tratara de los Orbes de los Dragones y entonces descubrir que está escrito en algún dialecto enano desconocido del que no entendemos ni palabra! ¡Un brindis por nuestra misión! —Dio un sorbo de la petaca.

—No busques problemas antes de tiempo —le reconvino Derek—. Quizá la suerte nos sea favorable.

Lillith dio una palmada.

—¡Por el Libro de Gilean! Os es favorable. Acabo de acordarme de una cosa. ¡Ese kender al que tenéis que rescatar podría seros de ayuda!

—¿Un kender? —repitió Derek con fastidio—. ¡Lo dudo muchísimo!

—¿Cómo podría ayudarnos? —preguntó Brian.

—De eso no puedo hablar —respondió Lillith, ruborizada—, pero es posible que esté en su mano ayudaros.

—¡Otra vez el kender! ¿Dónde lo buscamos? —inquirió Derek con tono resignado.

—Cuando me avisen mis amigos de que ha llegado a Tarsis, si es que al final viene. Mi esperanza se basa únicamente en esa lista. —Lillith se remangó la falda para saltar por encima de otra estantería—. Venid por aquí. Os mostraré los anaqueles donde debéis buscar y os prestaré toda la ayuda posible.

Los caballeros se pasaron dos días en la biblioteca dedicados a lo que resultó ser una búsqueda frustrante y, de momento, vana. Decidieron no regresar al campamento para no tener que entrar y salir de nuevo por las puertas de la ciudad; ya que estaban dentro, consideraron más juicioso quedarse, sobre todo si había draconianos rondando por allí. Lillith sugirió que durmieran en la biblioteca, un escondite ideal ya que ningún vecino de Tarsis se acercaba por esa zona. Brian llevó los dos caballos a un establo que había cerca de la puerta principal por si tenían que salir pitando. Lillith les llevó comida y agua y los tres durmieron en el suelo, entre las estanterías.

Desde el amanecer al ocaso buscaron en libros, rollos de pergaminos, montones de notas y garabatos en trozos de papel. Se sentaban ante mesas largas empotradas y encajonadas en un laberinto de estanterías que Aran juraba que cambiaban de posición cuando no las miraban, porque en cuanto se alejaban siempre tenían problemas para regresar al mismo sitio. Trabajaban a la luz del farol, ya que la biblioteca no tenía ventanas. Lillith señaló las antiguas lumbreras del techo, a gran altura, por las que en otros tiempos había pasado la luz del sol. Los tragaluces estaban cegados con tierra, escombros y cascotes.

—Pensamos que era mejor dejarlos así, disimulados —comentó, y después añadió, melancólica—: Quizá algún día podremos despejarlos y la luz brillará de nuevo sobre nosotros. Sin embargo, aún no ha llegado ese momento. Hay mucha gente en el mundo que ve el conocimiento como una amenaza.

Además de envuelta en tinieblas, la biblioteca estaba sumida en un silencio espeluznante. Los libros amortiguaban y absorbían cualquier sonido. Fuera, el mundo podía destruirse en una explosión ígnea y ellos ni se enterarían.

—Para ser sincero, preferiría vérmelas con Caballeros de la Muerte —dijo Aran el tercer día por la mañana. Al abrir un libro el polvo le entró en la nariz y estornudó con fuerza—. ¡Toda una legión de Caballeros de la Muerte y cien enanos borrachos por añadidura! —Echó una ojeada desalentada a las páginas descoloridas.

»Esto parece escrito por arañas corriendo sobre el pergamino con las patas mojadas en tinta. Sin embargo, hay dibujos de dragones, de modo que quizá tenga algo que ver con los orbes.

Lillith se asomó por encima de su hombro.

—Ése es el lenguaje de la magia. Ponlo aquí, con los otros libros que tratan sobre dragones. —Al retirarse el pelo de los ojos se dejó un churrete en la frente—. No olvides señalar su sitio en el anaquel.

—Este libro también tiene dibujos de dragones —anunció Brian—. Pero las páginas son tan frágiles que me temo que se desintegrarán si sigo examinándolas. Además, tampoco entiendo lo que pone.

Lillith le quitó el libro de las manos con sumo cuidado y lo añadió al pequeño montón.

—Si hubiera un mago en la ciudad que nos tradujera estos textos... —empezó Brian.

—No vamos a contarles nada de esto a los hechiceros —manifestó rotundamente Derek.

—De todos modos, en Tarsis no hay hechiceros —intervino Lillith—. O, al menos, ninguno que admita serlo. Esperaremos al kender. No os prometo nada, entendedme, pero...

—¿Lillith? —Llamó una voz masculina—. ¿Estás ahí?

Derek se puso de pie.

—No te alarmes —se apresuró a tranquilizarlo la joven—. Es uno de los Estetas. —Alzó la voz—. ¡Ya voy, Marco!

Se dirigió a buen paso hacia la parte delantera de la biblioteca.

—Brian, acompáñala —ordenó Derek.

Brian obedeció y fue tras ella sorteando las estanterías al tiempo que procuraba memorizar las vueltas y revueltas que lo llevarían a la parte delantera en lugar de dejarlo varado en alguna remota isla literaria. No perdió de vista la luz del farol que llevaba Lillith y finalmente la alcanzó.

—¿Qué pasa? ¿No confiáis en mí? —preguntó la joven con una sonrisa que le marcó el hoyuelo.

Brian notó que se ponía colorado y dio gracias a la penumbra porque así no lo vería sonrojarse.

—No, es que... podría ser peligroso —pretextó sin convicción.

Lillith se limitó a reírse de él.

En la entrada había un hombre tan arrebujado en la capa y la bufanda que apenas se distinguían sus rasgos. Lillith se acercó deprisa a él y los dos se pusieron a conferenciar en voz baja. Brian permaneció apartado aunque sabía muy bien que Derek lo había mandado a espiar a la joven. La conversación no duró mucho y Marco se marchó mientras Lillith volvía junto a Brian. A la luz del farol se la veía preocupada, como si algo le ensombreciera la mirada.

—¿Qué ocurre? —preguntó el caballero.