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—Deberías avisar a tus compañeros —contestó ella.

Brian lanzó un «¡hola!» que levantó ecos en las paredes y sacudió el polvo del techo. Oyó que Aran soltaba un juramento y el ruido de objetos al caer al suelo. Lillith se encogió.

—¡Tened cuidado! —exclamó con inquietud.

—Oh, estoy bien —respondió Aran.

Lillith masculló algo y Brian esbozó una sonrisa. No era su compañero quien la preocupaba, sino sus preciados libros.

—El kender está en Tarsis —informó cuando Derek y Aran salieron de la penumbra a la luz del farol—. Él y sus amigos entraron por una de las puertas de la ciudad esta mañana. Se alojan en El Dragón Rojo, pero va a haber problemas. Los guardias de la puerta vieron que uno de los hombres llevaba puesto un peto con los símbolos de un Caballero de Solamnia e informaron a las autoridades. Han mandado guardias a la posada para que los arresten.

—Ése debe de ser Brightblade —comentó Derek, irritado—. Y no es caballero. ¡No tiene derecho a ponerse una armadura de ese tipo!

—No se trata realmente de eso, Derek —intervino Aran, exasperado—. El asunto es que a Brightblade y a sus amigos están a punto de arrestarlos, y si los draconianos descubren que son las personas que andaban buscando...

—¡No pueden descubrirlo! —La voz de Lillith sonó con apremio—. ¡No deben! Registrarán las pertenencias del kender y encontrarán lo que lleva encima. Tenéis que salvarlo.

—¿De la guardia de Tarsis? ¿A plena luz del día? Señora, me da igual lo que sea eso tan misterioso que se supone que lleva el kender. Un intento de rescate sólo tendría como resultado que acabaríamos en prisión con ellos —arguyó Derek.

—Mis amigos van a montar una maniobra de distracción —dijo Lillith—. Podréis agarrar al kender en medio de la confusión. Traedlo directamente aquí. Os estaré esperando. ¡Vamos, apresuraos! —Empezó a empujarlos hacia la escalera.

—¿Cómo encontramos esa posada? —preguntó Brian—. ¡No conocemos la ciudad!

—Eso no será un problema —vaticinó la joven—. Seguid por la calle principal que hay a la salida de la biblioteca. Encaminaos de vuelta a la plaza central, por donde vinisteis. Luego sólo tendréis que guiaros por los gritos.

Brian parpadeó y se frotó los ojos al salir a la deslumbradora luz invernal. Habían vivido una noche perpetua en la biblioteca y no tenía ni idea de la hora que era. Por la posición del sol, calculó que debía de ser media mañana. Los caballeros anduvieron a paso rápido por la calle principal, como les había dicho Lillith, y no se cruzaron con nadie hasta que llegaron a la plaza central. Allí se encontraron montones de gente muy alborotada. Los que habían estado en comercios y tenderetes salían en tropel a las calles en tanto que otros echaban a correr. Los caballeros oyeron un apagado fragor, como el de las olas al romper en una playa.

—¿Qué ocurre, buen hombre? —preguntó Aran, que se paró para hablar con un tendero que miraba tristemente a la clientela que se marchaba de su almacén—, ¿Ha vuelto el mar?

—Muy gracioso —gruñó el tendero—. Por lo visto ha estallado un tumulto cerca de la posada El Dragón Rojo. Un Caballero de Solamnia ha cometido el error de llevar su emblema a la vista en nuestra ciudad. Los guardias intentan conducirlo a la Sala de Justicia, pero es posible que no lleguen tan lejos. En Tarsis no les tenemos aprecio a los de su clase. Se le hará justicia, vaya que sí.

Aran alzó una mano hacia el tapacuellos que llevaba puesto sobre la nariz y la boca para comprobar que seguía en su sitio.

—Mal rayo los parta a todos ellos. Creo que iremos a echar un vistazo. Que tengas un buen día, amigo.

—Toma —dijo el tendero al tiempo que le ofrecía a Aran un tomate podrido—. No puedo dejar el almacén, pero lánzale esto en mi nombre.

—Lo haré, descuida —contestó Aran.

Los tres echaron a correr para unirse al gentío que iba en la misma dirección. La muchedumbre, que gritaba insultos y arrojaba alguna que otra piedra, les cerraba el paso. Por el modo en que la gente estiraba el cuello para ver, los prisioneros venían en su dirección. Brian intentó atisbar algo por encima de las cabezas de los que tenía delante y vio aparecer una pequeña comitiva. Los guardias tarsianos rodeaban a los prisioneros. La muchedumbre retrocedió y dejó de vocear ante la presencia de la guardia.

—Ese es Brightblade, ya lo creo —dijo Aran. Era el más alto de los tres y eso le daba ventaja para ver mejor—. Y a juzgar por las orejas, el hombre que va con él es el semielfo. También hay un elfo y un enano. Y ése debe de ser el kender que tanto le interesa a Lillith.

—¿Y la maniobra de distracción? —preguntó Brian.

—Al menos ahora podemos acercarnos más —dijo Derek, y los tres caballeros se abrieron paso entre el gentío que, indeciso, se arremolinaba y rebullía.

La muchedumbre se había cansado de insultar al caballero y parecía que iba a dispersarse cuando, de repente, el kender le gritó a uno de los guardias con voz aguda:

—¡Eh, tú, alcornoque bellotero! ¿Dónde has dejado el bozal?

El guardia enrojeció. Brian no sabía qué era un alcornoque bellotero, pero, por lo visto, el guardia sí, porque se abalanzó sobre el kender. Éste lo esquivó con agilidad y le atizó un golpe en la cabeza con la jupak. En la multitud hubo algunos que silbaron con sorna, otros aplaudieron y otros empezaron a lanzar cualquier cosa que tuvieran a mano, ya fueran verduras, piedras o zapatos. Nadie se preocupaba de apuntar a quién arrojaban los proyectiles, por lo que los guardias se encontraron en la trayectoria de los lanzamientos. El kender seguía mofándose de quien le apetecía, con el resultado de que varias personas de la muchedumbre intentaron abrirse paso entre los guardias para llegar hasta él.

El jefe de la guardia empezó a gritar con todas sus fuerzas. Al elfo lo derribaron. Brian vio que Sturm se paraba y se inclinaba en actitud protectora sobre el elfo caído mientras apartaba a la gente con las manos. El enano le daba patadas a alguien y al tiempo soltaba puñetazos, en tanto que el semielfo intentaba por todos los medios llegar hasta el kender.

—¡Ahora! —dijo Derek. Se apropió de un saco de arpillera que encontró tirado delante de un puesto de verduras y se abrió paso a empujones entre el gentío. Brian y Aran iban detrás.

El semielfo estaba a punto de agarrar al kender. Sin saber qué más hacer, Aran le arrojó el tomate y acertó al semielfo en mitad del rostro, de forma que lo dejó cegado momentáneamente.

—Lo siento —musitó el caballero, arrepentido.

Derek se abalanzó sobre el kender y le tapó la boca con la mano. Brian y Aran lo agarraron por los pies mientras Derek le cubría la cabeza con el saco. Cargando con él a pesar de sus forcejeos y chillidos ahogados, echaron a correr calle abajo.

Alguien gritó que los detuvieran, pero los caballeros habían actuado con tal rapidez que, para cuando los que estaban mirando comprendieron lo que pasaba, se habían perdido de vista.

—¡Llévalo tú! —ordenó Derek a Aran, que era el más fuerte de los tres.

Aran se lo echó al hombro y le sujetó las piernas con un brazo. El copete del kender asomaba por la boca del saco y se balanceaba contra la espalda del caballero. Derek se metió por una calle lateral que estaba desierta. Brian cerraba la marcha y echaba ojeadas hacia atrás de vez en cuando. Sin tener más que una vaga idea de dónde estaban y por miedo a perderse, volvieron a la calle principal en cuanto pudieron.

El kender emitía chillidos amortiguados y se retorcía con una anguila dentro del saco. Aran estaba teniendo problemas para mantenerlo sujeto y la gente se paraba para mirarlos.

—Cierra el pico, amiguito —advirtió Aran al kender—. Y deja de dar patadas. Estamos de tu parte.

—¡No te creo! —chilló el kender.

—Somos amigos de Sturm Brightblade —dijo Brian.

El kender dejó de aullar.

—¿Sois caballeros? ¿Como Sturm? —preguntó, emocionado.

Derek asestó a Aran una mirada glacial y parecía a punto de soltar una de sus diatribas. Aran le hizo un gesto de negación con la cabeza.