—¿Dijo ese tal Arcano que me los quedé? —demandó Tas, muy indignado por tal acusación—. ¡Porque no lo hice! ¡Nunca me quedo nada que no sea mío!
—Tengo un amigo, un buen amigo que se llama Lucero de la Tarde, que dice que «encontraste» los anteojos en la tumba flotante del rey Duncan, en Thorbardin. Dice que se te cayeron y que él los recogió y te los devolvió...
—¡Oh! —Tas estaba tan excitado que se puso a dar brincos—. ¡Te refieres a mis anteojos de visión verdadera! ¿Por qué no lo dijiste desde el principio? Sí, creo que los tengo guardados en algún sitio. ¿Quieres que los busque?
—Sí, por favor —dijo Lillith, alarmada ante la actitud despreocupada de Tas, pero se recordó que al fin y al cabo era un kender y que el dragón dorado lo sabía cuando le permitió que se quedara los anteojos.
»Espero que no le hayas hablado a nadie de Lucero de la Tarde —dijo la joven, que miraba a Tas con preocupación creciente mientras el kender volcaba el contenido de los saquillos en el suelo. Sabía que los de su raza recogían todo tipo de cosas, desde chucherías a tesoros pasando de lo valioso a lo absurdo por toda la gama intermedia. Sin embargo, no entendió realmente la vastedad de las posesiones de un kender hasta ver las de Tas desparramadas por el suelo—. Nuestro amigo podría tener muchos problemas si alguien se entera de que nos está ayudando.
—No he dicho ni media palabra de que conocí a un... mamut lanudo dorado —contestó Tasslehoff—. Mi amigo Flint y yo estábamos en la Tumba de Duncan, ¿sabes?, y apareció aquel enano que dijo que era Kharas, sólo que después descubrimos que el verdadero Kharas estaba muerto. Requetemuerto. Así que nos preguntamos quién sería realmente ese enano, y yo había encontrado estos anteojos dentro de la tumba y me los puse, y cuando miré al enano a través de los cristales de los anteojos ya no era un enano, sino un... mamut lanudo dorado. —Le dirigió a la joven una mirada lastimera.
»¿Ves lo que pasa? Cuando intento decirle a alguien que conocí a un... mamut lanudo, siempre me salen las palabras... mamut lanudo. No consigo decir un... mamut lanudo.
—Ah, entiendo. —Lillith creía saber lo que pasaba.
Al parecer, el dragón dorado había hallado una forma de mantener sellados los labios de un kender para que guardara su secreto, secreto que desde entonces había revelado sólo a los Estetas.
Muchos años atrás, los dragones del bien habían despertado y descubrieron que los dragones de la Reina Oscura les habían robado sus huevos y se los habían llevado. Usándolos como rehenes, la diosa había arrancado la promesa a los dragones del bien de que no tomarían parte en la guerra que iba a tener lugar. Temiendo por la suerte de sus crías, los dragones del bien habían accedido a las exigencias de Takhisis, si bien hubo algunos que se opusieron a ello por considerarlo un error. Lucero de la Tarde había sido uno de ellos. Había criticado enérgicamente esa postura contemporizadora y afirmó que no se sentía obligado a cumplir semejante juramento. Lo condenaron al destierro por su rebelión, recluido en la tumba flotante del rey Duncan, en Thorbardin, como guardián del Mazo de Kharas.
Dos enanos, Flint Fireforge y Arman Kharas, acompañados por Tasslehoff, habían descubierto recientemente el sagrado mazo y se lo habían devuelto a los enanos, liberando así a Lucero de la Tarde de su prisión. Mientras estaba en la tumba flotante, Tasslehoff se había encontrado con Lucero de la Tarde, que le preguntó sobre lo que estaba ocurriendo en el mundo. Lo que oyó inquietó muchísimo al dragón dorado, sobre todo cuando se enteró de que una raza nueva y maligna, la draconiana, había aparecido en Krynn. Una sospecha terrible sobre la suerte corrida por las crías de los dragones de colores metálicos fue creciendo en su mente. Lucero de la Tarde no se atrevía a mostrarse aún como quien era. Si las fuerzas de la oscuridad descubrían que un dragón dorado estaba despierto y pendiente de las actividades de la Reina Oscura, Takhisis mandaría a sus dragones contra él, y estando solo, aislado de los suyos, no tendría ninguna posibilidad de salir con bien del enfrentamiento. Y así había hallado este método de hacer que el kender guardara su secreto.
—La siguiente vez que miré a través de los anteojos nos encontrábamos en un salón enorme, que no me acuerdo cómo se llamaba, y los enanos se enfrentaban al Señor del Dragón Verminaard, sólo que se suponía que Verminaard había muerto, así que me puse los anteojos y lo miré y no era él ni mucho menos. ¡Era un draconiano!
Tas se había estirado en el suelo y revolvía en sus valiosas pertenencias mientras hablaba para encontrar los anteojos. Consternada, Lillith comprendió que esa búsqueda podía prolongarse bastante tiempo, ya que el kender era incapaz de coger una cosa sin examinarla y enseñársela y contarle todo respecto a cómo la había conseguido y para qué servía y lo que se proponía hacer con ella.
—Tas, hay gente muy peligrosa en la ciudad que daría casi cualquier cosa por encontrar esos anteojos mágicos. Si crees que te los has dejado en la posada...
—¡Ah! ¡Ya sé! —Tas se dio una palmada en la frente—. Como Flint me dice siempre, soy un cabeza de chorlito. —Tas metió la mano en un bolsillo del pantalón de color chillón y sacó diversos objetos: un hueso de ciruela, un escarabajo petrificado, una cuchara doblada que según él servía para rechazar a cualquier muerto viviente con el que tuviera la suerte de toparse y, por último, envuelto en un pañuelo que llevaba bordado el nombre «C. Majere», había un par de anteojos con cristales claros montados en aros de alambre.
»Son realmente extraordinarios. —Tas los miró con cariñoso orgullo—. Por eso tengo tanto cuidado con ellos.
—Eh... sí —contestó Lillith, que sentía un gran alivio.
—¿Tu amigo quiere que se los devuelva? —preguntó el kender, pesaroso.
Lillith no sabía qué contestar. Lucero de la Tarde había encargado a Astinus, Maestro de la Gran Biblioteca de Palanthas, que buscara al kender y se asegurara de que Tas tenía los anteojos en su poder. El dragón no había dicho nada de que se los quitaran ni de que el kender los utilizara para ayudar a los caballeros o a cualquiera que buscara conocimientos.
Como seguidora de un dios neutral que mantenía el equilibrio entre los dioses de la luz y los de la oscuridad, Lillith no debía tomar partido en ninguna guerra. Ella tenía asignada la tarea de proteger los conocimientos. Si tal cosa se hacía, si el saber adquirido a lo largo de las eras se preservaba, entonces tanto daba que prevaleciera el bien o el mal, porque la llama de la sabiduría seguiría iluminando el camino de generaciones futuras.
El Príncipe de los Sacerdotes, aunque servía a Paladine, Dios de la Luz, tenía miedo del conocimiento. Temía que si se permitía que la gente supiera que había otros dioses aparte de Paladine y los otros dioses de la Luz, dejaría de adorar a éstos para volverse hacia los otros. Tal fue la razón por la que Paladine y los otros dioses de la Luz se habían vuelto contra él.
Ahora Takhisis, Reina de la Oscuridad, intentaba conquistar el mundo. Ella también tenía miedo del conocimiento porque sabía que quienes vivían en la ignorancia no hacían preguntas sino que obedecían servilmente y hacían lo que les mandaban. Takhisis se proponía acabar con el conocimiento y Gilean y sus seguidores estaban dispuestos a hacerle frente.
¿Dónde estaban los dioses de la Luz en esta batalla? ¿Habían regresado como Gilean? ¿Tenían Paladine y los otros dioses de la Luz sus campeones? Y, en tal caso, ¿serían como el Príncipe de los Sacerdotes? ¿Querrían destruir los libros? De ser así, Lillith lucharía contra ellos del mismo modo que lucharía contra los draconianos o cualquiera que representara un peligro para su biblioteca.