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Tal vez era la razón por la que Lucero de la Tarde había recurrido a Astinus en busca de ayuda en lugar pedírsela a Paladine; suponiendo que Paladine hubiera regresado. Lucero de la Tarde desconfiaba de Takhisis y de sus subordinados, pero tampoco estaba seguro de poder confiar en los dioses de la Luz.

Ahora Lillith se enfrentaba a la pregunta del kender y, aunque se tenía por una persona sin prejuicios, no podía evitar pensar que el dragón tendría que haber elegido un guardián más responsable para un artefacto tan valioso. Para Lillith era un gran milagro que el kender hubiese conservado los anteojos durante el largo viaje desde Thorbardin hasta Tarsis. Sin embargo, no era quien para juzgar, y menos sin conocer todos los hechos. Le habían mandado que encontrara al kender y se asegurara de que llevaba consigo los anteojos. Podía informar de que los tenía, en efecto. Su trabajo estaba hecho, pero ¿debía permitir que ayudara a los caballeros?

—No, Lucero de la Tarde no quiere que se los devuelvas —contestó—. Puedes quedarte con ellos.

—¿De verdad? —Tas no cabía en sí de gozo—. ¡Genial! ¡Gracias!

—Dáselos a tu amigo, el mamut lanudo dorado —dijo Lillith, sonriente. Sacó una libreta y empezó a tomar notas—. Bien, dime qué viste cuando miraste a través de los anteojos...

En la parte trasera de la biblioteca, los caballeros no habían reanudado la búsqueda, sino que estaban enzarzados en una discusión.

—¿Que hiciste qué? —exclamó Derek al tiempo que miraba ceñudo a Brian.

—Le di al kender mi palabra de honor como caballero que lo ayudaría a rescatar a Sturm y a los demás —repitió Brian sin inmutarse.

—¡No tenías a derecho a prometer algo así! —replicó Derek, furioso—. ¡Sabes lo importante que es hallar ese Orbe de los Dragones y llevarlo a Solamnia! Podrías poner en peligro toda nuestra misión...

—No dije nada de que tú los ayudarías, Derek —le aclaró Brian—. Aran y tú podéis seguir con la búsqueda del Orbe de los Dragones. Brightblade es un compatriota, y aunque sólo lo traté un corto tiempo lo considero un amigo. Incluso si no lo conociera, haría todo cuanto estuviera a mi alcance para evitar que él y sus compañeros cayeran en manos del enemigo. Además —añadió tercamente—, ya he dado mi palabra.

—La Medida establece que nuestro deber es confundir al enemigo y desbaratar sus planes —apuntó Aran. Se llevó la petaca a los labios, dio un sorbo y después se limpió con el dorso de la mano.

—Explícame cómo confundimos al enemigo rescatando a un semielfo, un enano y un falso caballero —replicó Derek, aunque Brian advirtió que su argumentación empezaba a hacer efecto, que su amigo se planteaba al menos su propuesta.

Brian reanudó su tarea para que Derek tuviera tiempo de pensar detenidamente las cosas. El quehacer de los caballeros se vio interrumpido por la aparición de Lillith, que llegó acompañada por el kender. La joven llevaba una mano posada en el hombro de Tas y de vez en cuando le daba una palmada en los dedos —de forma afectuosa— cuando intentaba sacar un libro de su sitio en los estantes.

Los tres caballeros se pusieron cortésmente de pie.

—Señora, ¿qué en qué podemos ayudarte? —preguntó Derek.

—La cuestión es en qué puedo serviros yo o, más bien, en qué puede serviros Tasslehoff. —Lillith tomó uno de los libros del montón que versaba sobre dragones. Lo abrió al azar y acercó el farol—. Tas, ¿podrías leer esto?

Tasslehoff se encaramó a una banqueta alta, se sentó cómodamente y escudriñó la página. Frunció la frente.

—¿Te refieres a esos garabatos? No, lo siento.

Derek soltó un gruñido elocuente.

—¡Me sorprendería que supiera siquiera leer!

—Tas —dijo Lillith con suavidad—, me refiero a que te pongas los anteojos especiales que usas cuando lees. De lo que hemos hablado antes.

—¡Ah, sí! ¡Vale! —El kender metió la mano en un bolsillo y rebuscó.

—Me parece que los llevas en el otro bolsillo —susurró la joven.

—Señora, estamos perdiendo un tiempo valiosísimo...

Tasslehoff buscó en el bolsillo correcto y sacó unos anteojos. Se los puso sin soltar la pinza que los sujetaba en la nariz para que no se le resbalaran y miró la página.

—Dice: «Los rojos son los dragones más grandes de los crom... corma... —se hizo un lío con la palabra— cromáticos, así como los más temidos. Aunque desprecian a los humanos, los dragones rojos a veces se alían con aquellos que tienen sus mismas metas y ambiciones, entre ellas la avidez de riquezas. Los dragones rojos reverencian a la diosa Takhisis...»

—¡Déjame ver eso! —Derek le quitó el libro sin contemplaciones, lo examinó y después se lo devolvió con igual brusquedad—. Está mintiendo. No se entiende nada.

—El sí lo entiende —repuso Lillith con aire de triunfo—. Con los Anteojos del Arcano.

—¿Cómo sabes que no se lo está inventando todo?

—Oh, venga ya, Derek —rió Aran con ganas—. ¿Es que un kender, o ya puestos, cualquier otra persona se inventaría la palabra «cromático»?

Derek observó a Tas, dubitativo y alargó la mano.

—Déjame ver esas lentes.

Tasslehoff miró a Lillith. La joven hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y Tas le tendió los anteojos al caballero, aunque con evidente renuencia.

—Son míos —dijo en tono enfático—. Me los regaló un mamut lanudo dorado.

Derek intentó ponerse los anteojos en la nariz, pero eran demasiado pequeños. Examinó el libro a través de las lentes, casi bizqueando para enfocar las palabras. Se quitó los anteojos, se frotó los ojos y miró al kender con más respeto.

—Dice la verdad —admitió con un timbre tan sorprendido que iba más allá de la incredulidad—. Leo las palabras con esos anteojos, aunque no sé cómo.

—Son mágicos —explicó Tas, orgulloso. Le quitó los anteojos a Derek con rapidez—. Antes eran de un tipo que se llamaba Arcaico.

—Arcano —lo corrigió Lillith—. Era un sabio semielfo que vivió antes del Cataclismo. Hizo varios pares de estos anteojos y se los dio a los Estetas para que los utilizaran en sus investigaciones.

—¿Cómo funcionan? —preguntó Brian.

—No lo sabemos con seguridad. Se cree que...

No pudo terminar la frase porque la interrumpió una llamada:

—¡Lillith, soy yo, Marco!

—Perdonad un momento —se disculpó la joven—. Encargué a Marco que se enterara de qué había sido de tus amigos, Tas. Es probable que traiga noticias importantes.

—Yo iré también. —Tas saltó de la banqueta al suelo.

—Tú te vas a sentar y te vas a poner a leer, kender —dijo Derek.

Tas se enfureció.

—Eh, un momento, señor Correguarda, mis amigos podrían estar en peligro, y si es así, me necesitan, de modo que puedes coger tu libro y...

—Por favor, maese Burrfoot —se apresuró a intervenir Brian—. Tu ayuda nos es muy necesaria. No podemos leer estos libros y tú sí. Si pudieses echarles un vistazo y enterarte de si se menciona algo sobre Orbes de Dragones estaremos en deuda contigo. Recuerda que me he comprometido a ayudar a tus amigos y que te di mi palabra de honor como caballero de que haría todo lo posible.

—Tu ayuda podría ser vital para estos caballeros, Tas —añadió Lillith seriamente—. Creo que el mamut lanudo dorado lo tomaría como un favor personal.

—Bueno, sí, supongo —dijo Tas.

Miró a Derek con gesto torvo y después se encaramó de nuevo a la banqueta. Se apoyó de codos en la mesa y empezó a leer moviendo los labios en silencio conforme pronunciaba las palabras.

Lillith se encaminó hacia la entrada de la biblioteca para reunirse con su amigo. Sólo había dado unos cuantos pasos cuando se detuvo, se dio la vuelta y dedicó a Brian una sonrisa, hoyuelo incluido.

—Puedes venir conmigo, si quieres. Sólo para comprobar que no voy a vender vuestros secretos al enemigo.