Выбрать главу

Derek negó con la cabeza.

—Sus propuestas fueron rechazadas. Ni siquiera se les permitió bajar del barco y pisar suelo solámnico. Si los solámnicos hubieran sido indulgentes con los que habían obrado mal con ellos, como establece la Medida que debe hacerse —añadió Marco a la par que miraba de soslayo a Derek—, la vuelta de los caballeros habría sido bien recibida en Tarsis y quizá la ciudad no estaría ahora a punto de sufrir un ataque del ejército de los dragones.

—Gran parte de Solamnia se halla ahora en manos del enemigo —informó Derek.

—Sí, lo sé —contestó Marco—. Mis padres viven en Vingaard. Hace mucho tiempo que no sé nada de ellos.

Los caballeros se quedaron momentáneamente silenciosos.

—Entonces ¿eres de Solamnia? —preguntó después Brian.

—Lo soy. Soy uno de los «Ascetas», como nos llama el kender. —Sonrió a Tasslehoff a través de la nieve—. Me enviaron aquí, junto con Lillith y varios más, a proteger la biblioteca.

—¡No hay forma humana de que la defendáis! —exclamó Brian de pronto, con un enfado desproporcionado—. De los ejércitos de los dragones, no. La biblioteca está a salvo al hallarse oculta. Lillith y tú deberíais cerrarla y marcharos. Estáis poniendo la vida en peligro por unos cuantos libros.

Se calló, abochornado. No era su intención hablar tan apasionadamente. Todos lo miraban de hito en hito, estupefactos.

Cuando Marco habló lo hizo de forma amable y comprensiva, pero con resolución.

—Olvidas, señor caballero, que nuestro dios está con nosotros. Gilean no nos abandonará a nuestra suerte para que luchemos solos, si es que hay que luchar. Esperad aquí un momento. Acabo de ver a uno de mis colegas e iré a preguntarle cómo marchan las cosas.

Avanzó a buen paso bajo la nieve para hablar con un hombre que acababa de salir de la Sala de Justicia. Tras una breve conferencia, Marco regresó apresuradamente.

—Van a llevar a prisión a vuestros amigos...

—Espero que sea una cárcel agradable —dijo Tasslehoff sin dirigirse a nadie en particular—. Hay algunas que lo son y otras que no. Nunca he estado encarcelado en Tarsis, así que no tengo ni idea de...

—¡Cierra el pico, Burrfoot! —ordenó Derek en tono perentorio—. ¡Aran, guarda ya esa petaca!

Tasslehoff abrió la boca para decirle cuatro frescas al caballero, pero se tragó un enorme montón de copos de nieve y estuvo tosiendo los siguientes segundos para quitárselos de la garganta.

—El alguacil no correrá el riesgo de sacarlos por aquí estando presente esta turba —siguió Marco—. Sobre todo después de lo que ocurrió cuando fue a arrestarlos. Al parecer van a sacarlos por el callejón que hay en la parte posterior.

—Por una vez la suerte se pone de nuestra parte —dijo Derek.

—Nada de suerte —lo contradijo Marco en tono serio—. Gilean está de nuestra parte. ¡Por aquí, daos prisa!

—A lo mejor fue también Gilean el que atragantó al kender —sugirió Aran. El caballero había guardado la petaca debajo del cinturón y le daba palmaditas en la espalda a Tas, que no dejaba de toser.

—Si lo hizo, no dudaría en convertirme en su discípulo —manifestó Derek.

Marco los condujo alrededor de la Sala de Justicia hacia un callejón que había detrás del edificio. Como si la tormenta se divirtiera gastando bromas, dejó de nevar y el sol resplandeció en la nieve recién caída. Entonces pasaron más nubes por el cielo, rápidamente, y el sol empezó a jugar al escondite asomándose y escondiéndose entre nevisca y nevisca, de manera que en cierto momento el sol brillaba radiante y al siguiente volvía a nevar.

La sombra proyectada por el edificio dejaba el callejón casi a oscuras. Justo cuando entraban en él, Brian vio dos figuras con capa y embozo apartarse de la pared al otro extremo del callejón y marcharse en dirección contraria.

—¡Mirad allí! —señaló.

—Draconianos —dijo Aran, que aprovechó para echar un trago cuando Derek no miraba—. Van vestidos exactamente igual que los que nos pararon en el puente.

—¿Creéis que nos han visto?

—Lo dudo. Estamos en la penumbra. No me habría fijado en ellos si no hubiesen salido al sol. Me pregunto por qué iban tan deprisa...

—¡Chist! ¡Creo que van a salir! —advirtió Marco. Se abrió una puerta y les llegó el sonido de unas voces.

—Ocúpate del kender —le dijo Derek a Marco.

Tasslehoff quiso insistir en que necesitarían su ayuda en el inminente enfrentamiento, pero el Esteta le tapó la boca con la mano y ahí acabó su intento.

El alguacil salió de la Sala de Justicia. Conducía a cinco prisioneros, y uno de ellos, para asombro del grupo que acechaba, era una mujer. Tres guardias marchaban junto a los cautivos. Brian reconoció a Sturm, que caminaba cerca de la mujer con aire protector; y se lo habían descrito bien. Efectivamente, Sturm llevaba puesto un peto que tenía cincelados la rosa y el martín pescador, símbolos de la caballería.

Dijera lo que dijese Derek sobre Sturm Brightblade, a Brian ese hombre siempre le había parecido la personificación de un caballero solámnico —gallardo, valeroso y noble—, lo que chocaba de frente con la idea de que Sturm hubiese hecho algo tan deshonroso como mentir respecto a que era un caballero y ponerse una armadura que no le correspondía vestir.

Brian desenvainó la espada sacándola de la funda despacio y silenciosamente. Sus compañeros tenían sus armas empuñadas. Por su parte, Marco retrocedió con el amordazado kender más hacia las sombras.

La puerta se cerró sonoramente detrás de los prisioneros. El alguacil los condujo callejón adelante. Brian vio que Sturm intercambiaba una mirada con otro de los prisioneros y supuso que iban a intentar escapar.

—Yo me encargo del alguacil —dijo Derek—. Vosotros ocupaos de los otros guardias.

El alguacil oía las voces de la turba delante de la fachada del edificio, pero creía que estaban a salvo en el callejón. No esperaba problemas y, en consecuencia, no estaba demasiado alerta. Lo que le hizo comprender que pasaba algo fue un brillo de acero. Al ver que tres figuras embozadas corrían hacia él, se llevó el silbato a los labios para dar la alarma. Derek le atizó en la cabeza con la empuñadura de la espada y lo dejó inconsciente antes de que tuviera tiempo de pedir ayuda. Aran y Brian amenazaron a los tres guardias con las espadas y los soldados echaron a correr callejón abajo.

Los caballeros se volvieron hacia los prisioneros, que parpadeaban sorprendidos por el inesperado rescate.

—¿Quiénes sois? —demandó el semielfo.

Brian lo miró con curiosidad. Era alto y musculoso, vestía ropas hechas con cuero y pieles y llevaba barba, tal vez para disimular sus rasgos elfos, aunque no destacaban mucho, ya que Brian no era capaz de distinguirlos, a excepción de las orejas puntiagudas. Aparentaba unos treinta y tantos años, pero la expresión de sus ojos era la de alguien que lleva mucho tiempo en el mundo, alguien que conoce las penas y las alegrías de la vida. Naturalmente, merced a su parte de ascendencia elfa tendría más longevidad que un humano. Brian se preguntó cuántos años tendría realmente.

—¿Hemos escapado de un peligro para enfrentarnos a otro mayor? —demandó el semielfo—. ¡Mostrad el rostro!

Hasta ese momento Brian no cayó en la cuenta de que debían de tener más aspecto de asesinos que de rescatadores. Se bajó el tapabocas rápidamente y se volvió hacia Sturm para hablarle.

Oth Tsarthon e Paran. —«Nuestro encuentro es amistoso», significaba en solámnico.

Sturm se había puesto delante de la mujer prisionera interponiendo el cuerpo como un escudo entre ella y cualquier amenaza. La mujer se cubría con numerosos velos y llevaba encima una capa de tela gruesa, así que a Brian le resultó imposible sacar una impresión clara de ella. Se movía con exquisita gracilidad, y su mano, apoyada en el brazo de Sturm, tenía la extraordinaria delicadeza y la exquisita blancura del alabastro.