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Kitiara dejó escapar una especie de exclamación ahogada.

—¿Conoces a esos delincuentes? —demandó Ariakas al tiempo que se volvía hacia ella.

La mujer compuso el semblante en un visto y no visto y esbozó otra sonrisa sesgada.

—Me temo que no, milord.

—Más te vale —dijo el emperador, sombrío—. Si descubro que tienes algo que ver con la muerte de Verminaard...

—Te aseguro, señor, que no sé nada de eso —contestó Kitiara al tiempo que se encogía de hombros.

Ariakas la observó intensamente, como si quisiera diseccionarla. El asesinato era un recurso para ascender a rangos superiores en el ejército de la Reina Oscura y se contemplaba como un método para obtener el liderazgo más fuerte y competente posible. Pero Ariakas tenía muy buena opinión de Verminaard y Kitiara no quería que la acusaran de haber arreglado la muerte de ese hombre, sobre todo cuando había tenido como resultado la desastrosa pérdida del reino de Thorbardin.

—La población de Solace asciende a varios miles, milord —dijo con un creciente enfado—. No conozco a todos los hombres que hay en la ciudad.

Ariakas la miró fijamente y ella le sostuvo la mirada sin vacilar. Por fin, el emperador apartó los ojos.

—No, pero apuesto que te has acostado con la mitad de ellos —replicó y de nuevo dirigió su atención a Grag.

Kitiara sonrió sumisamente por la broma de su señoría, pero el gesto se borró en el instante en el que el hombre dejó de observarla. Se recostó de nuevo en la mesa y se cruzó de brazos con gesto abstraído.

—¿Dónde se encuentran ahora esos asesinos, comandante? —inquirió Ariakas.

—Lo último que se sabe de ellos es que se escondían en Thorbardin, milord. —Grag dudó antes de añadir, fruncidos los labios:— Creo que el hobgoblin que se hace llamar Fewmaster Toede puede proporcionarnos más información sobre ellos.

Kitiara rebulló ligeramente.

—Si lo deseas, milord, iré a Pax Tharkas a hablar con Fewmaster.

—Fewmaster no se halla en Pax Tharkas, señora —dijo el draconiano—. Esa fortaleza está en ruinas y ahora es indefendible. El Ala Roja se ha trasladado a la ciudad de Haven.

—Entonces iré a Haven —dijo Kitiara.

—Quizá más adelante —decidió el emperador—. Solamnia tiene prioridad.

La mujer se encogió de hombros otra vez y volvió a quedarse absorta en sus pensamientos.

—En cuanto a esos asesinos —prosiguió Ariakas—, lo más probable es que permanezcan ocultos en las cuevas de Thorbardin durante el inminente invierno. Contrataremos a varios enanos oscuros...

—Yo no estaría tan segura de eso —le interrumpió Kitiara.

—¿A qué te refieres? —Ariakas se volvió para mirarla, irritado—. ¡Creía que no conocías a esos hombres!

—Y no los conozco, pero sí conozco a los de su clase —explicó ella—. Y tú también, milord. Seguramente son trotamundos, espadachines a sueldo, itinerantes. Ese tipo de hombres nunca se queda mucho tiempo en un sitio. Ten por seguro que se pondrán en camino dentro de poco. Un poco de nieve no los detendrá.

Ariakas le asestó una extraña mirada que ella no vio porque tenía la vista fija en la puntera de las polvorientas botas. El emperador la observó en silencio un instante más y luego se volvió hacia Grag.

—Que tus espías averigüen todo lo que puedan sobre esos hombres. Si se marchan de los dominios enanos, que se me informe de inmediato. —El emperador frunció el entrecejo—. Y haz correr la voz de que quiero que se los capture vivos. La muerte de un Señor del Dragón no quedará sin castigo y me propongo hacer un escarmiento con ellos.

Grag prometió que averiguaría todo lo que pudiera. Ariakas y él pasaron un rato hablando de la guerra en el oeste y sobre quién debería tomar el mando del Ala Roja. A Grag lo impresionó el hecho de que Ariakas estuviera al corriente de todo sobre la situación del Ala Roja, como la disposición de las fuerzas, las necesidades de suministros, etc., etc.

Hablaron sobre Pax Tharkas. Ariakas comentó que había considerado la posibilidad de reconquistarla, pero dado que la fortaleza estaba en ruinas había decidido que no merecía la pena el esfuerzo. Sus ejércitos se limitarían a dar un rodeo.

Todo ese tiempo Kitiara permaneció callada, con gesto preocupado. Grag pensó que no les estaba prestando atención hasta que mencionó —de nuevo, curvando los labios— la ambición de Fewmaster Toede de convertirse en el sucesor de Verminaard. El comentario hizo sonreír a Kit.

A Grag no le gustó que sonriera. Temió que la mujer fuera a abogar por la promoción de Toede, y el draconiano no quería recibir órdenes del engreído, arrogante y oportunista hobgoblin. Aunque, pensándolo bien, tener a Toede de comandante podría ser mejor que un humano zopenco y arrogante. A Toede lo podría manipular, halagarlo y engatusarlo para que hiciera lo que él quisiera, mientras que un comandante humano haría las cosas a su manera. Tendría que pensar sobre este asunto.

La charla acabó poco después y a Grag se le dio permiso para irse. El draconiano saludó y salió por la puerta, que Ariakas cerró tras él. Grag se sorprendió al descubrir que estaba temblando, y tuvo que hacer un breve alto para recobrar la compostura.

De nuevo dueño de sí mismo, Grag llegó hasta los ogros, que parecieron sorprendidos de verlo regresar de una pieza. Mirándolo con más respeto, le restituyeron la espada y el cuchillo en silencio.

—¿Hay alguna taberna cerca? —preguntó el draconiano. Sostenía el cinto de la espada en la mano porque no estaba muy seguro de ser capaz de abrochar la hebilla sin tropiezos y no quería dar a los ogros la satisfacción de ver su debilidad—. No me vendría mal un trago de aguardiente enano.

Los guardias ogros sonrieron.

—Inténtalo en El Troll Peludo —sugirió uno de ellos, que señaló en la dirección donde estaba la taberna.

—Gracias —dijo Grag, y echó a andar, todavía con la espada sujeta en la mano.

Una cosa era segura. La Dama Azul conocía a los asesinos y Ariakas lo sabía..., o al menos lo sospechaba.

Grag no querría estar en su lugar ni por todo el aguardiente enano de Thorbardin.

2

La estrategia de Kitiara. La estratagema de Ariakas. La hechicera

—¿Sabes una cosa? Me estoy planteando promocionar a Grag a Señor del Dragón —dijo Ariakas, que seguía mirando con expresión especulativa al draconiano que se alejaba.

—¿A un draco? —Kitiara parecía divertida—. Esos lagartos son guerreros excelentes, por supuesto, milord. Al fin y al cabo, se criaron para combatir, pero les falta inteligencia y la disciplina necesarias para ejercer el mando.

—Yo no estoy tan seguro de eso —la contradijo Ariakas—. El comandante Grag tiene una buena cabeza sobre los hombros.

—Al menos es más listo que Verminaard —masculló Kitiara.

—Te recuerdo que tenía un alto concepto de Verminaard —manifestó el emperador con acaloramiento—. La campaña del oeste se dirigió de un modo brillante. Cualquier hombre, por poderoso que sea, puede acabar siendo víctima del destino.

Kitiara se encogió de hombros y reprimió otro bostezo. No había dormido mucho la pasada noche, pues la habían despertado sueños inquietantes de un alcázar devastado por un incendio y un caballero espectral vestido con una armadura tiznada que llevaba una rosa como adorno. Kitiara no tenía ni idea de qué significaba el sueño o por qué lo había tenido, pero se había despertado bruscamente, acosada por un temor sin nombre, y no había podido dormirse otra vez.

Por su aspecto tampoco parecía que Ariakas hubiese dormido bien. Tenía ojeras y parpadeaba constantemente. Inquieta, Kit se preguntó si el sueño habría sido sólo eso o si Takhisis intentaba decirle algo. Iba a preguntarle a Ariakas cuando él la sobresaltó al hablar: