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Cruzaron el mercado sin incidentes y por fin salieron a la calzada que llevaba a la parte antigua de la ciudad y a la biblioteca. Allí Tanis mandó hacer un alto. Con el kender a remolque se acercó a hablar con los caballeros.

—Os agradezco la ayuda, caballeros —dijo—. Aquí nos separamos. Tenemos amigos en la posada El Dragón Rojo que no saben lo que ha pasado...

—¡No podéis iros, Tanis! —gritó Tasslehoff—. ¡Te lo llevo diciendo todo el rato! Debéis venir a la biblioteca para que veáis lo que he descubierto. ¡Es muy, muy importante!

—Tas, no hace falta que vea otra rana momificada —repuso el semielfo con impaciencia—. Tenemos que regresar para decirle a Laurana...

—Oh, claro, para decirle a Laurana —repitió el kender, que sofocó a medias una risa.

—Y a Raistlin, Caramon y los demás que estamos a salvo —continuó Tanis—. Cuando nos separamos de ellos nos llevaban detenidos y estarán preocupados. —Tendió la mano—. Sir Derek, gracias por...

Tas aprovechó la distracción de su amigo para dar un tirón y un salto con los que se escabulló de Tanis. Derek hizo un amago de atraparlo, pero falló, y Tas echó a correr callejón abajo.

—¡Os veré en la biblioteca! —gritó Tas con la cabeza vuelta hacia atrás y agitando la mano—. ¡Los caballeros saben dónde!

—Iré por él —se ofreció Flint a pesar de que estaba inclinado hacia delante, con las manos en las rodillas, por falta de resuello. Parecía que respiraba con dificultad.

—¡No! Ya nos hemos dividido en dos grupos —dijo Tanis—. No quiero que ahora nos separemos en tres. Seguiremos juntos.

Marco se ofreció para ir tras el kender y salió en su persecución.

—Por mí, el kender puede irse con viento fresco —manifestó Flint.

—En realidad ha hallado algo de suma importancia —informó Derek—. Creo que deberíais venir para verlo.

Brian y Aran intercambiaron una mirada de sobresalto.

—¿Qué haces? —preguntó Aran a Derek, a quien había llevado a un lado para hacer un aparte—. Creía que lo del Orbe del Dragón era un secreto.

—Voy a necesitar la cooperación del kender —explicó el otro caballero en voz baja—. Quiero llevármelo con nosotros al Muro de Hielo...

—¡No lo dirás en serio! —exclamó Aran, espantado.

—Yo no bromeo nunca —fue la seca respuesta de Derek—. Es el único que nos puede traducir esa escritura mágica. Nos va a hacer falta.

—No querrá venir —intervino Brian—. No abandonará a sus amigos.

—Entonces Brightblade tendrá que persuadirlo, o, mejor aún, le ordenaré a Brightblade que nos acompañe.

—No es un caballero, Derek, como no dejas de recordarnos cada dos por tres —repuso Brian—. No tiene que obedecer tus órdenes.

—Lo hará, a menos que quiera que les cuente a sus amigos la verdad —comentó Derek con acritud—. Puede ser útil en el viaje ocupándose de los caballos y del kender.

Habían hablado en voz baja todo el tiempo, pero Sturm debió de oír que mencionaban su nombre porque desvió la vista hacia ellos y se encontró con la mirada desaprobadora de Derek clavada en su peto. Sturm enrojeció y después se volvió.

«No lo hagas, Derek —suplicó Brian para sus adentros—. Déjalo estar. Deja que sigan su camino y sigamos nosotros el nuestro.»

Tenía la incómoda sensación de que no iba a ser así.

—Ven aquí, Brightblade —llamó Derek de un modo que parecía una orden.

El semielfo y el enano intercambiaron una mirada inquieta y los dos miraron a Sturm, que no había oído a Derek porque en ese momento hablaba en voz baja y con timbre tranquilizador a la mujer del rostro velado.

—Esto no va a acabar bien, acuérdate de lo que te digo —pronosticó el enano—. ¡Y todo por culpa de ese kender botarate!

El semielfo, taciturno, suspiró hondo y asintió con la cabeza.

—¡Y eso que no saben la mitad de la mitad! —masculló Aran.

Sacó la petaca, la alzó y descubrió que estaba vacía. La sacudió, pero no salió ni una gota.

—Magnífico —rezongó—. Ahora tendré que aguantar a Derek estando sobrio.

20

Un último beso. Sangre y fuego

Los caballeros y sus recién descubiertos compañeros llegaron a la biblioteca sin incidentes. Marco había vuelto para informarles de que Tas se encontraba sano y salvo en la biblioteca, recreando a Lillith con el relato de la lucha que habían sostenido con seiscientos soldados de la guardia de Tarsis, además de un gigante errabundo que pasaba por allí.

—Brian —dijo Derek antes de entrar en la biblioteca—, ve a buscar a Brightblade y dile que quiero hablar con él.

Brian suspiró profundamente, pero hizo lo que le mandaba. Sturm Brightblade pertenecía a una familia respetable y contaba con el respaldo de lord Gunthar, que era un viejo y querido amigo de la familia. Cuando Sturm pidió ser aceptado como aspirante a caballero, lord Gunthar había apoyado al joven. Fue Derek quien se opuso a la nominación de Sturm a entrar en la caballería basándose en varias razones: No se había criado en Solamnia; lo había educado su madre y su padre había estado ausente durante los años de aprendizaje; no había recibido una educación adecuada; no había servido como escudero a un caballero; y, lo que estaba más en su contra, la insinuación de Derek de que la paternidad de Angriff estaba en tela de juicio.

Afortunadamente, Sturm no se hallaba presente y no oyó todo lo que Derek dijo sobre él y su familia. De haberlo oído, se habría producido un derramamiento de sangre en el salón del consejo. Así las cosas, lord Gunthar había respondido a los cargos con vehemencia a favor de su joven amigo, pero los cargos de Derek habían tenido suficiente peso para dar al traste con la candidatura de Sturm.

Corrió el rumor de que cuando llegó a oídos de Sturm lo que Derek había dicho, el joven había intentado desafiar a Derek en un duelo de honor.

Eso, sin embargo, había sido imposible. Un simple don nadie como Sturm Brightblade no podía retar a un Caballero de la Rosa a un combate a muerte. Sintiéndose desprestigiado, Sturm decidió marcharse de Solamnia. Lord Gunthar había hablado con él para persuadirlo de que se quedara, pero había sido en vano. Gunthar le urgió a esperar un año y entonces se podría someter su nombre a consideración otra vez; entretanto, Sturm podía dedicarse a refutar los cargos de Derek. El joven se negó. Abandonó Solamnia al poco tiempo llevándose consigo su herencia: la espada y la armadura de su padre. Parte de esta última era la que ahora llevaba puesta aunque no tuviera derecho a ello.

Dos hombres orgullosos y tercos, pensó Brian; y los dos culpables.

—Tenemos que hablar contigo, Sturm —dijo Brian—. En privado. Quizá a la dama le gustaría descansar un rato —concluyó desmañadamente.

Sturm escoltó a la mujer velada a un banco de piedra que había cerca de lo que antaño había sido una fuente de mármol. En un gesto galante, lo limpió de nieve, se quitó la capa y la extendió sobre el banco antes de ayudar a la dama a sentarse. El elfo, que se llamaba Gilthanas, no había dicho una sola palabra en todo ese tiempo. Se sentó junto a la mujer con actitud protectora. Tanis estaba inquieto y miraba a su alrededor. Asintió con la cabeza en un gesto de aquiescencia cuando Sturm le informó que iba a hablar con sus amigos.

Derek los condujo hasta un sitio donde podrían hablar a solas sin que los oyeran. Brian, que tenía la terrible sensación de saber lo que se avecinaba, buscó la ocasión de tener una corta charla con Sturm, y lo retuvo por el brazo cuando su amigo se disponía a seguir a Derek.

—Sólo quería decirte que lamento lo que te ocurrió... Me refiero a lo de tu petición de ingreso en la caballería. Derek es mi amigo y no hay otro hombre a quien aprecie y respete más —Brian esbozó una sonrisa pesarosa—, pero a veces se comporta como un cretino.

Sturm no dijo nada y mantuvo la vista clavada en el suelo. La cólera le ensombrecía el semblante.