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Mientras los caballeros, el kender y sus amigos charlaban, Brian se escabulló para buscar a Lillith. A su regreso se había sentido desilusionado al enterarse de que la joven había salido a ocuparse de algún quehacer. Regresó a la entrada de la biblioteca y encontró a Marco al pie de la escalera, echando miradas nerviosas hacia arriba.

—Flota algo raro en el aire —comentó—. ¿No lo notas?

Brian recordó que Aran había dicho lo mismo hacía poco y, ahora que Marco le había llamado la atención sobre ello, se sintió inquieto y se le puso carne de gallina. O, en palabras de Aran, «como si alguien hubiera caminado sobre su tumba».

—¿Y Lillith? —preguntó Brian.

—Está en nuestra capilla, rezando —respondió Marco, e indicó un cuarto que había a un lado de la entrada principal. Otra puerta, señalada con el símbolo del libro y la balanza, estaba entreabierta.

Aquello fue una sorpresa para Brian, que no supo qué hacer.

—Es que... quizá tengamos que marcharnos en seguida... Me gustaría verla...

—Puedes entrar —le dijo Marco con una sonrisa.

—No querría interrumpir...

—No pasa nada.

Brian vaciló. Después se encaminó hacia la puerta y la empujó con suavidad.

La capilla era bastante pequeña, con capacidad para unas pocas personas. Al fondo estaba el altar. Sobre el mismo descansaba un libro abierto, al lado de una balanza en perfecto equilibrio, de forma que los dos brazos se mantenían en horizontal. Lillith no estaba arrodillada, como Brian había esperado encontrarla, sino sentada con las piernas cruzadas frente al altar, relajada y muy a gusto. Hablaba en voz baja, pero no daba la impresión de que rezara, sino que hablara con su dios, ya que a veces ponía énfasis a algún comentario con un gesto.

Brian abrió la puerta un poco más con el propósito de entrar y quedarse detrás, pero los goznes chirriaron. Lillith se volvió y le sonrió.

—Lo siento —se disculpó él—. No quería molestarte.

—Gilean y yo charlábamos un poco, nada más.

—Hablas de él como si fuese un amigo.

—Lo es —contestó Lillith mientras se incorporaba. Le dedicó una sonrisa con hoyuelos.

—Pero es un dios. Al menos tú crees que lo es —argumentó Brian.

—Lo respeto y lo venero como a un dios —explicó la joven—, pero cuando acudo a él, hace que me sienta tan bien recibida como si visitara a un amigo.

Brian echó un vistazo al altar mientras trataba de discurrir una forma de cambiar el tema de conversación, cosa que hizo que se sintiera incómodo. Miró el libro, imaginando que sería alguna clase de texto sagrado.

—¡Pero si las páginas están en blanco! ¿Por qué? —preguntó sin salir de su asombro.

—Para recordarnos que nuestra vida está hecha de páginas en blanco que esperan que las llenemos —contestó Lillith—. El libro de la vida se abre cuando nacemos y se cierra con nuestra muerte. Escribimos en él constantemente, pero por mucho que escribamos, por mucho que reflejemos en él las alegrías y las penas que experimentamos o las equivocaciones que cometemos, cada vez que volvemos una página, la del día siguiente siempre está en blanco.

—A algunas personas podría parecerles una perspectiva amedrentadora —comentó el caballero en tono sombrío a la par que contemplaba la página, tan absoluta y descarnadamente vacía.

—A mí me parece rebosante de esperanza —dijo Lillith, que se acercó más a él.

Brian la tomó de las manos y las estrechó entre las suyas.

—Sé lo que escribiré en la página de mañana. Quiero reflejar en ella mi amor por ti.

—Entonces, escribámoslo en la de hoy —susurró la joven—. No esperaremos a mañana.

En el altar había un tintero pequeño de cristal tallado y, al lado, una pluma. Lillith mojó la punta en el tintero y después, medio en serio medio en broma, dibujó un corazón en la página, como lo haría un niño, y dentro escribió el nombre de Brian.

El caballero tomó la pluma e iba a escribir el nombre de ella cuando lo interrumpió la llamada de un cuerno que sonaba fuera de la biblioteca. Aunque los cuernos sonaban lejos, muy lejos, los identificó. Se le hizo un nudo en el estómago y el corazón le latió con fuerza. La mano le tembló y dejó caer la pluma con la que había empezado a escribir.

Se dirigió a la puerta.

—¿Qué es ese ruido espantoso? —jadeó Lillith.

El estruendoso sonido sonaba cada vez más alto. El disonante y destemplado toque hizo que la joven torciera el gesto.

—¿Qué es? —inquirió en tono apremiante—. ¿Qué significa?

—Los ejércitos de los dragones. —Brian procuró conservar la calma para no asustarla—. Temíamos que esto ocurriera. Atacan Tarsis.

Lillith y él se miraron. Había llegado el momento de separarse, para cumplir ambos con su deber. Se hicieron el regalo de un preciado momento, un momento en el que aferrarse uno al otro, un momento para memorizar el rostro amado, un momento al que ambos se asirían en la inminente oscuridad. Después se soltaron las manos y fueron hacia la puerta.

—Marco —llamó Lillith mientras salía corriendo de la capilla—. ¡Reúne a los Estetas! ¡Que vengan aquí!

—¡Derek! —gritó Brian—. ¡Los ejércitos de los dragones! ¡Voy a salir para echar un vistazo!

Estaba a punto de echar a correr escaleras arriba cuando oyó voces que se alzaban dentro de la biblioteca. Brian gimió para sus adentros. No era difícil imaginar lo que pasaba. Se dio media vuelta y avanzó entre las estanterías lo más deprisa posible con la esperanza de evitar una disputa.

—¿Adónde vas, kender? —oyó gritar a Derek.

—¡Con Tanis! —replicó Tas a voces; por el tono se advertía que la pregunta le había sorprendido—. ¡Vosotros sois caballeros y os las podéis arreglar bien sin mí, pero mis amigos me necesitan!

—Os ofrecemos nuestra protección, semielfo —decía Derek cuando Brian llegó donde estaba el grupo—. ¿Es que la rechazas?

—Te lo agradezco, señor, pero como te he dicho, no podemos ir con vosotros. Tenemos amigos en El Dragón Rojo y hemos de reunimos con ellos...

—Sturm, ven con el kender y con nosotros —ordenó Derek.

—No puedo, señor —contestó Sturm, que apoyó la mano en el brazo del semielfo—. Él es mi jefe y mi lealtad está con mis amigos.

A Derek le indignó que Sturm Brightblade, un solámnico, tuviera la osadía de no obedecer la orden de un caballero que era su superior por nacimiento y, por si fuera poco tal injuria, la agravaba con el insulto de declarar orgullosamente que acataba las órdenes de un elfo mestizo.

Tanis se dio cuenta e iba a decir algo, quizá con intención de aplacar la ira del caballero, pero Derek se le adelantó.

—Si ésa es tu decisión, no puedo impedírtelo —dijo con frialdad—. Pero esto será otro punto en tu contra, Sturm Brightblade. Recuerda que aún no eres un caballero. Todavía no. Ruega para que cuando se debata la cuestión de tu investidura ante el Consejo yo no me encuentre allí.

El rostro de Sturm se tornó intensamente pálido. Desvió la mirada, que rebosaba remordimiento, hacia Tanis. El semielfo trató de disimular la inmensa sorpresa, aunque sin éxito.

—¿Qué ha dicho? —demandó el enano—. ¿Que el caballero no es un caballero?

—Déjalo ya, Flint —musitó Tanis—. No tiene importancia.

—¡Vaya, pues claro que la tiene! —Flint sacudió el puño delante de Derek—. ¡Nos alegramos de que no sea uno de vosotros, caballeros estirados con acero por cerebro! ¡No os estaría mal empleado que os dejáramos al kender!

—Tanis —dijo Sturm en voz baja—, puedo explicar...

—¡No hay tiempo para explicaciones ahora! —exclamó el semielfo por la urgencia del momento—. ¡Escuchad, se están acercando! Caballeros, deseo que tengáis éxito en vuestra misión. Sturm, ocúpate de lady Alhana. Tasslehoff, tú vienes conmigo. —Tanis asió al kender con firmeza—. Si nos separamos, nos encontraremos en la posada El Dragón Rojo.