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La llamada de los cuernos sonó más cerca. Tanis consiguió reunir a sus amigos y salieron corriendo detrás del kender, que conocía bien el camino entre las estanterías. Frustrado, Derek asestó una mirada furiosa a los libros amontonados en la mesa. Había varios que no se habían leído todavía.

—Al menos sabemos que hay un orbe en el Muro de Hielo y sabemos también lo que hace —apuntó Aran—. Salgamos de esta ciudad antes de que el ataque desate un infierno.

—Los caballos están en un establo cercano a la puerta principal. Aprovecharemos el caos para escapar... —añadió Brian.

—¡Necesitamos a ese kender! —exclamó Derek.

—Derek, sé razonable —empezó Aran, pero el otro caballero desempaquetaba su armadura e hizo oídos sordos.

Ya no tenía sentido ocultar quiénes eran llevando atuendos corrientes. Cabía la posibilidad de que tuvieran que luchar para abrirse paso y salir de la ciudad, así que Aran y Derek se pusieron el peto sobre la cota de malla y se protegieron la cabeza con el yelmo. Brian, que había perdido la armadura cuando su caballo se espantó y huyó, tuvo que conformarse con el coselete de cuero. Hicieron una selección en sus equipos para conservar sólo lo que consideraban imprescindible y dejar todo lo demás. Después volvieron hacia la puerta de la biblioteca entre las estanterías de libros.

—Gracias por la ayuda que nos has prestado, señora —le dijo Derek a Lillith, que hacía guardia al pie de la escalera—. ¿Cómo se va a la posada El Dragón Rojo?

—Qué insólito buscar alojamiento en este momento, señor. —La joven estaba estupefacta.

—Por favor, señora, no disponemos de mucho tiempo —le rogó Derek con apremio.

—Tenéis que volver al centro de la ciudad —respondió Lillith tras encogerse de hombros—. Esa posada está cerca de la Sala de Justicia.

—Id delante vosotros —dijo Brian—. Yo os alcanzaré en seguida.

Derek le asestó una mirada malhumorada, pero no hizo ningún comentario. Aran le sonrió a Brian y le guiñó un ojo antes de subir corriendo la escalera detrás de Derek. Brian se volvió hacia Lillith.

—Cierra la puerta a cal y canto —aconsejó a la joven—. No la descubrirán...

—Lo haré —le aseguró ella. La voz le temblaba un poco, pero guardaba la compostura e incluso se las arregló para sonreírle—. Estoy esperando que lleguen los otros Estetas. Hemos hecho abastecimiento de provisiones. Estaremos a salvo. A los draconianos no les interesan los libros...

«No —pensó Brian, angustiado—, sólo les interesa matar.»

Le dio un último y prolongado beso y después, al oír a Derek llamarlo a voz en cuello, se apartó de la joven con gran esfuerzo y corrió en pos de sus compañeros.

—¡Que los dioses de la Luz velen por ti! —gritó ella a su espalda.

Brian miró rápidamente hacia atrás y agitó la mano en un gesto de despedida. La última imagen que vio de la joven fue dirigiéndole una sonrisa y diciendo adiós con la mano. Un instante después, una sombra pasaba por encima y ocultaba la luz del sol.

Brian miró hacia arriba y vio las alas rojas y el colosal cuerpo rojo de un dragón. El miedo al dragón lo invadió, aplastó toda esperanza y aniquiló todo resquicio de valor. El brazo que sostenía la espada le tembló. Tropezó mientras corría, casi incapaz de respirar por el terror que parecía sumir en la oscuridad cuanto había a su alrededor.

Los ejércitos de los dragones no habían ido a conquistar Tarsis, habían ido a destruirla.

Brian luchó contra el miedo que se retorcía en sus entrañas hasta el punto de que casi lo había puesto físicamente enfermo.

Se preguntó si Derek y Aran lo estarían viendo, si serían testigos de su flaqueza, y la rabia y el orgullo lo espolearon y le devolvieron la confianza en sí mismo. Siguió corriendo. El monstruo rojo pasó volando en dirección a los sectores de Tarsis donde la gente, presa del pánico, se agolpaba en las calles.

Brian encontró a Aran y a Derek a resguardo de las sombras de un portal medio derrumbado.

Llegaron más dragones rojos, las alas ocultando el cielo. Los caballeros oyeron el bramido de las monstruosas bestias, las vieron volar en círculo y lanzarse en picado sobre sus víctimas indefensas, a las que arrojaban fuego que incineraba todo lo que tocaba, incluidas las personas. El humo empezó a crecer a medida que los edificios estallaban en llamas. Incluso desde esa distancia les llegaban los gritos horribles de los que perecían.

Aran tenía la tez cenicienta. Derek mantenía la compostura, pero sólo merced a un esfuerzo ímprobo. Tuvo que humedecerse los labios con la lengua dos veces antes de ser capaz de hablar.

—Vamos a la posada.

Los tres se agacharon de forma involuntaria cuando un dragón rojo los sobrevoló tan bajo que el vientre rozó las copas de los árboles. Si el reptil hubiera mirado hacia abajo, los habría visto, pero los ojos feroces de la bestia estaban clavados al frente, deseosa de tomar parte en la masacre.

—Derek, esto es una locura —susurró Aran. El sudor le perlaba el labio, debajo del yelmo—. El Orbe de los Dragones es lo que importa. ¡Olvídate del maldito kender! —Señaló las negras columnas de humo, cada vez más densas—. ¡Mira eso! ¡Ir allí sería tanto como meternos en el Abismo!

Derek le asestó una mirada fría.

—Yo voy a la posada. Si tenéis miedo, me reuniré con vosotros en el lugar donde acampamos.

Echó a correr calle abajo buscando cobijo de refugio en refugio, zambulléndose desde un umbral hasta una pequeña arboleda y de ésta a un edificio, procurando no atraer sobre sí la atención de los dragones.

Brian miró a Aran con un gesto de impotencia y Aran alzó las manos, exasperado.

—¡Supongo que tendremos que ir con él! Así es posible que al menos evitemos que ese idiota acabe muerto.

TERCERA PARTE

21

La posada El Dragón Rojo. La persecución

Nada más abandonar el Muro de Hielo, Kitiara y Skie se habían reunido con la fuerza de los dragones azules y sus guardias draconianos sivaks, que habían merodeado por los alrededores de Thorbardin para tener al reino enano bajo vigilancia por si aparecían los que estaban en la lista de recompensas. Kit tenía una buena disculpa para dirigirse a Tarsis. Ariakas había ascendido recientemente a Fewmaster Toede al puesto de Señor del Dragón del Ala Roja, aunque sólo de forma temporal. Kitiara podía decirle al emperador que había ido a supervisar la batalla que se fraguaba allí para ver cómo se desenvolvía el hobgoblin.

Los dragones azules habían oído rumores sobre un posible ataque a la ciudad y estaban ansiosos por incorporarse a la lucha. Skie era el único dragón al que no le complacía esa perspectiva y se debía a que sabía la verdad. Kitiara no iba a Tarsis a combatir ni a evaluar al hobgoblin. Iba por razones personales. Eso le había dicho.

Skie respetaba a Kitiara como pocos dragones en la historia de Krynn habían respetado a un ser humano. Admiraba el valor de la mujer. Él personalmente podía atestiguar la destreza y la inteligencia de Kitiara en lo tocante a la guerra. De sus tácticas y su estrategia daba cuenta el hecho de que hubiera conquistado gran parte de Solamnia y el dragón azul estaba convencido de que, de haber sido Kitiara la que hubiera estado al mando en la guerra en vez de Ariakas, en ese momento estarían instalándose cómodamente en la conquistada ciudad de Palanthas. En la batalla, Kitiara tenía mucho temple y sangre fría, era valiente y autoritaria. Sin embargo, en lo referente a su vida privada, sucumbía a sus pasiones caprichosas y tornadizas y permitía que el deseo la dominara.

Iba de amante en amante, los utilizaba y después los abandonaba. Ella creía que todo eso lo tenía controlado, pero Skie sabía que no era así. Kitiara estaban tan sedienta de amor como otros lo estaban del aguardiente enano. Lo deseaba con el ansia que un glotón siente por la comida. Necesitaba que los hombres la adoraran, e incluso si no los amaba ya, esperaba que ellos siguieran amándola. Ariakas era quizá la única excepción, y eso se debía a que Kitiara se había limitado a permitirle que la amara sólo para conseguir ascensos. Se entendían bien entre ellos, seguramente porque eran iguales. El emperador necesitaba a las mujeres para lo mismo que Kitiara necesitaba a los hombres. Era el único hombre al que Kitiara temía y ella era la única mujer que intimidaba a Ariakas.