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Como el tal Bakaris. Era lugarteniente de Kit y su amante actual. Encantador, apuesto, buen soldado, pero, desde luego, no estaba a su altura. Si dejaba que se las arreglara solo en Solamnia, que era donde se encontraba ahora, la cagaría en la batalla si los llamaran a la lucha. A Skie sólo le quedaba esperar que esa incursión al sur no retuviera a Kitiara alejada de la guerra mucho tiempo.

Skie desconocía la identidad del hombre tras el que andaba a la caza en Tarsis. Eso no se lo había dicho Kitiara. Lo único que sabía era que se trataba de alguien a quien había conocido en su juventud. Skie estaba seguro de que sólo era cuestión de tiempo que Kit se lo contara todo. Tenía absoluta confianza en él. Que encontrara a ese amante perdido tiempo atrás, fuera quien fuese, y luego que saliera de su vida. Entonces Kit volvería a centrarse en lo suyo.

Establecieron el cuartel general fuera de la ciudad, cerca de unos manantiales que Skie había descubierto. Kitiara había enviado espías provistos con la lista de recompensas de Toede a Tarsis y otras ciudades de la región, y también había mandado grupos de búsqueda con la orden de estar ojo avizor en las principales rutas comerciales.

Aunque la nieve dificultó considerablemente su labor, una de las patrullas de búsqueda dio con algo, aunque no era lo que Kit esperaba.

—¿Por qué no han informado Rag y sus baaz? —preguntó Kitiara al comandante sivak de su contingente de draconianos.

El sivak no tenía ni idea, así que mandó una patrulla a lomos de dragones para que indagara. Regresó con malas noticias.

—Rag y sus soldados han muerto, señora —informó el sivak—. Hemos encontrado lo que queda de ellos cerca de un puente al sur de Tarsis. Las huellas en la nieve indican que eran tres hombres a caballo. Iban por la calzada que parte de Rigitt. Parece que uno de los caballos se espantó, porque las huellas se dirigen de vuelta hacia el sur. Dos caballos cruzaron juntos el puente, salieron de la calzada y cortaron a campo traviesa hacia el oeste.

»Encontramos el caballo desbocado deambulando por la llanura. Llevaba esto encima —añadió el sivak, que le mostró un brazal decorado con el martín pescador y la rosa.

—Caballeros de Solamnia —masculló Kitiara, irritada. Rebuscó entre los informes de otros espías hasta dar con uno en particular:

«El caballero, Derek Crownguard, que viaja con dos compañeros de caballería, ha pasado por Rigitt. Los tres hombres alquilaron caballos y comentaron que pensaban ir hasta Tarsis...»

—Hijo de perra —blasfemó Kitiara.

Pues claro que tenían que haber sido ellos. ¿Quién más excepto unos Caballeros de Solamnia despacharía a unos draconianos con tanta facilidad? No podía creérselo.

—¿Cuánto tiempo llevan muertos? —preguntó.

—Puede que un par de días —contestó el sivak.

—¡Hijo de perra! —barbotó de nuevo Kitiara, esta vez con más vehemencia—. De modo que ese puente no ha estado vigilado durante días. Los criminales a los que buscamos podrían haberlo cruzado y entrar en Tarsis sin que los detectáramos.

—No hemos visto más huellas, pero los encontraremos si han llegado, señora —prometió el sivak.

Y eso fue lo que pasó al día siguiente.

—Las personas que buscas están en Tarsis, señora —informó el sivak—. Entraron por una de las puertas esta mañana. Todos. —Señaló la lista de recompensas—. Encajan perfectamente con las descripciones. Se alojan en la posada El Dragón Rojo.

—Excelente. —Kitiara se levantó de la silla. Tenía el rostro arrebolado y los ojos brillantes por la excitación—. Haz que venga Skie. Volaré inmediatamente allí...

—Hay un... eh... pequeño problema. —El sivak tosió con cara de circunstancias—. Algunos de ellos han sido arrestados.

—¿Qué? —Kitiara, puesta en jarras, le asestó una mirada feroz—. ¿Arrestados? ¿Quién ha sido el necio que ha dado esa orden?

En el mismo momento de pronunciar la palabra «necio» la respuesta llegó por sí sola.

—¡Toede!

—Bueno, no ha sido el Señor del Dragón en persona —aclaró el sivak—. Mandó un emisario draconiano que lleva las «negociaciones» con el señor de Tarsis en nombre de Toede. Por lo visto uno de los guardias de la puerta reconoció al Caballero de Solamnia, ese tal... —el sivak consultó la lista— Sturm Brightblade. El guardia de la puerta informó al señor de Tarsis, que parecía inclinado a no tomar medidas. El emisario draconiano insistió para que mandara a la guardia a buscar al caballero y a sus compañeros para «interrogarlos».

—¡Retorceré el cuello a ese hobogoblin! —masculló Kit con los dientes apretados—. ¿El emisario sabe que esas personas están en la lista de recompensas?

—No creo que haya relacionado una cosa con la otra, señora. Lo único que sabe es que un Caballero de Solamnia había llegado a la ciudad. Mi deducción se basa en el hecho de que se permitiera a varios del grupo quedarse en la posada. Sólo se llevaron detenidos al semielfo, al caballero, al elfo, al enano y al kender.

Kitiara se relajó.

—Así que el semielfo y los otros están prisioneros.

El sivak volvió a toser.

—No, señora.

—En nombre de Takhisis, ¿qué más ha pasado? —demandó Kit.

—Por lo visto estalló un tumulto y, en medio de la confusión, el kender desapareció. Los otros comparecieron ante el tribunal junto con otra elfa, que resultó ser hija del rey Lorac. Los conducían a prisión a todos cuando tres hombres encapuchados atacaron a los soldados y rescataron a los prisioneros.

—Deja que adivine —susurró Kit en un tono peligrosamente tranquilo—. Los tres hombres que los rescataron eran caballeros solámnicos.

—Eso parece, señora —respondió el sivak tras una ligera vacilación—. Mi informador los oyó hablar en solámnico y el caballero, Brightblade, reconoció a los otros tres.

Kitiara se sentó pesadamente en la silla.

—¿Dónde están ahora?

—Lamento decir que el caballero y sus compañeros escaparon. Mi gente los está buscando. Sin embargo, la mujer de la lista y los otros hombres, incluido el mago y el clérigo de Paladine, siguen en la posada.

—Al menos algo ha salido bien —comentó Kit, otra vez animada—. El semielfo no abandonará a esas personas. Son sus amigos, así que volverá a buscarlos. Mantén a tus espías cerca de la posada El Dragón Rojo. No, espera. Iré yo misma...

—Hay... eh... otro problema, señora —añadió el sivak mientras retrocedía unos cuantos pasos para ponerse fuera del alcance de la espada de la mujer en caso de que la cólera la superara—. El Señor del Dragón Toede ha dado la orden de ataque. En este momento los dragones sobrevuelan Tarsis.

—¡Le dije a ese idiota que esperara mi señal! —exclamó, enfurecida, Kitiara mientras el dragón azul se remontaba hacia las nubes.

Se arrimó más al cuerpo de Skie y se pegó al cuello del reptil a fin de presentar la menor resistencia posible al viento. Levantar el vuelo era siempre lo más difícil para los dragones. Incluso sin jinetes, impulsar los pesados y voluminosos cuerpos al aire requería mucha fuerza. Algunos jinetes eran desconsiderados con sus monturas y no hacían nada para ayudarlas; de hecho, en ocasiones les dificultaban la tarea.

Kitiara sabía instintivamente cómo ayudar a Skie, tal vez porque le encantaba volar. En el aire, su dragón y ella se fundían uno con el otro. A Kit le daba la impresión de ser ella la que tenía alas. En batalla, sabía todos los movimientos de Skie antes de que los hiciera, igual que el dragón sabía hacia dónde quería ir ella por el contacto de las rodillas de la mujer en sus flancos o el roce de la mano en el cuello: siempre allí donde la lucha era más encarnizada.