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Una escuadrilla de dragones azules remontó el vuelo tras ellos, saltando al aire detrás de Skie, su cabecilla. Aquél era siempre un momento de orgullo para él; y para ella, como el dragón sabía muy bien.

—A los rojos no les va a hacer gracia vernos —gritó Skie para hacerse oír sobre las ráfagas de aire frío.

Kitiara manifestó sin disimulo lo que los dragones rojos podían hacer consigo mismos y añadió unas cuantas palabras escogidas para expresar lo que podían hacer de paso con Toede.

—Buscamos una posada que se llama El Dragón Rojo —le dijo a Skie.

—¡Creo que llegamos un poco tarde! —respondió él.

Tenían a Tarsis a la vista... O más bien lo que quedaba de ella.

Nubes de humo y llamas ondeaban en el aire. A Skie le escocieron los ollares y sacudió la crin. Disfrutaba con la pestilencia de la destrucción, pero la densa nube de humo haría más que difícil distinguir algo en el suelo.

Sin embargo, Kitiara lo había previsto y había enviado exploradores a la ciudad. Skie y ella esperaron a cierta distancia el regreso de los exploradores. El dragón voló en lentos círculos justo fuera del alcance de la humareda. No hacía mucho que esperaban cuando un jinete de wyvern salió de la capa de humo que envolvía como una mortaja la ciudad condenada. Al divisar a la Señora del Dragón, viró rápidamente hacia allí.

—Ve despacio —ordenó al dragón.

Skie curvó la boca en una mueca burlona, pero hizo lo que le mandaba. Como casi todos los dragones, detestaba a los wyverns. Los consideraba sucias bestezuelas, un pobre remedo de dragón con las grotescas patas de ave, el escamoso cuerpo atrofiado y la cola rematada con púas. Dirigió una mirada fiera al wyvern cuando se aproximaba, una advertencia de que no se acercara demasiado. Puesto que el dragón azul podía partir en dos al wyvern de una dentellada, el animal hizo caso del aviso, por lo que su jinete sivak tuvo que desgañitarse para hacerse oír.

—¡Han alcanzado la posada, señora! Se ha derrumbado en parte. Las tropas del Ala Roja la tienen rodeada. —El draconiano sivak gesticuló—. Esa escuadrilla de rojos que ves allí va a...

Kitiara no pensaba quedarse a oír lo que los rojos planeaban hacer. Skie entendió lo que quería, y había cambiado de rumbo y planeaba en pos de los rojos antes de que ella le diera la orden.

—¡Vuelve a tu puesto! —le grito Kit al sivak, y el wyvern se alejó a toda prisa, francamente aliviado.

Los dragones azules eran más pequeños y tenían mayor maniobrabilidad en vuelo que los corpulentos rojos. Skie y sus azules alcanzaron a los rojos con facilidad y, como había adivinado Skie, les desagradó sobremanera verlos. Los rojos asestaron miradas furibundas a los azules, que les respondieron con otras igualmente torvas.

Kitiara y el cabecilla del Ala Roja sostuvieron una breve conferencia en el aire; el rojo gritaba a Kit que tenía órdenes de Toede de matar a los delincuentes si los encontraba, nada de capturarlos. Kit le replicó a voces que sería él el que acabaría muerto, nada de capturado, a no ser que le entregara a los asesinos sanos y salvos. El comandante del Ala Roja conocía a Kitiara. También conocía a Toede. Saludó a Kit con respeto y se alejó volando.

—Localizad la posada —ordenó Kit a Skie y al resto de los azules—. Recordad que buscamos a tres personas: un semielfo, un hechicero humano y un guerrero grandullón con aspecto de tonto.

Los dragones entraron en la nube de humo; parpadearon y se mantuvieron alerta para que ninguna pavesa ardiente tocara las vulnerables membranas de las alas. Los azules tenían que ir con cuidado, porque los rojos, ebrios de gozo por la matanza y la destrucción, volaban sin cuidado y hacían picados sobre la gente indefensa que intentaba escapar para lanzarles chorros de fuego y después observar cómo gritaban y corrían con el pelo y las ropas en llamas hasta que se desplomaban en la calle.

Sin prestar atención de hacia dónde iban, los rojos tropezaban con edificios, los hacían añicos y los derribaban con las colas. También chocaban entre sí en medio del humo y la confusión, y Skie y los otros azules se veían forzados a ejecutar maniobras extrañas para evitar colisiones con ellos. Unos cuantos rayos expelidos por los azules consiguieron alejar a los rojos que volaban demasiado cerca.

Para Kitiara no era nada nuevo el hedor a carne quemada, los gritos de los moribundos, el estruendo de torres que se derrumbaban. Apenas prestaba atención a lo que la rodeaba; estaba concentrada en escudriñar a través de los huecos de aire limpio que de vez en cuando aparecían en la nube de humo abiertos al batir Skie las alas.

Sobrevolaban la zona en la que se hallaba la posada y en seguida la localizó, porque era —o había sido— uno de los edificios más grandes del sector. Fuerzas draconianas atacaban la posada y combatían con los que se encontraban dentro.

Kit dio un respingo. Sabía perfectamente bien quién estaba allí luchando para salvar la vida y la vida de sus amigos. Se imaginó a sí misma entrando en la posada con pasos decididos, en medio del humo, encaramándose a los montones de escombros, hallando a Tanis, tendiéndole la mano a la par que le decía: «Ven conmigo.» Se quedaría estupefacto, naturalmente. Imaginaba la expresión de su cara.

—¡Grifos! —bramó Skie.

Kitiara parpadeó para salir de su ensueño y escudriñó a través de las rendijas del yelmo mientras maldecía el humo que no la dejaba ver. Entonces aparecieron. Era una escuadrilla de grifos que volaba por debajo de la capa de humo y que acudía al rescate de los que estaban atrapados en la posada.

Kitiara profirió una maldición de rabia. Los grifos eran criaturas feroces que no le temían a nada y cayeron sobre los draconianos que rodeaban la posada; los atraparon con las garras afiladas y les arrancaron la cabeza con el pico, como haría un águila con una rata.

—¡Hay elfos metidos en esto! —rugió Skie.

Los grifos, aunque apasionadamente independientes, respetaban a los elfos, y los que estaban vinculados con ellos los ayudaban si la necesidad era grande. Por sí mismos, los grifos jamás habrían volado hacia una batalla campal arriesgando la vida para salvar a unos humanos. Esos grifos estaban allí por orden de algún señor elfo. Los que se habían quedado atrapados entre las ruinas de la posada ahora subían a lomos de los grifos, que no perdieron el tiempo. Una vez recogidos los pasajeros, emprendieron vuelo hacia el norte.

—¿Quiénes han huido? ¿Has podido verlos? —gritó Kit.

Skie iba a responder cuando apareció un dragón rojo a través del humo. Al ver a los grifos que huían, el rojo voló tras ellos con el propósito de calcinarlos.

—¡Córtale el paso! —ordenó Kitiara.

A Skie no le gustaba que la mujer se involucrara en esa lucha, pero le divertía la idea de desbaratar los planes a cualquier dragón rojo que, por el simple hecho de ser más grandes, se creían mejores que nadie. Skie ejecutó un viraje justo delante del hocico del rojo obligándolo a hacer una maniobra tan brusca que casi se dio la voltereta para no chocar con él.

—¿Estás loco? —lo increpó el rojo, enfurecido—. ¡Se escapan!

Kitiara ordenó al rojo que se fuera a otra parte de la ciudad a matar gente y mandó a los dragones azules tras los grifos, en su persecución, no sin antes repetirles varias veces que tenían que traerle sana y salva a la gente que transportaban los grifos.

—¿No vamos nosotros? —se extrañó Skie.

—Tengo que asegurarme de quiénes eran. No quiero marcharme hasta que confirme que eran ellos los que han huido. No llegué a verlos. ¿Y tú? —le preguntó a gritos a Skie.