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El dragón había podido echarles una buena ojeada mientras Kit discutía con el dragón rojo.

—Tu hechicero y un guerrero humano muy grande, una humana de cabello pelirrojo y un hombre con ropas de cuero. Podría ser un mestizo. Parecía el cabecilla, porque impartía órdenes. Ah, sí, y una pareja de bárbaros.

—¿No había una mujer rubia? —preguntó Kit en tono cortante.

—No, señora —contestó Skie, que se preguntó qué tendría eso que ver con los demás.

—Bien. A lo mejor ha muerto. —Después frunció el entrecejo—. ¿Y qué ha pasado con Flint, Sturm y el kender? Tanis nunca los habría abandonado... Así que, tal vez, el que iba en el grifo no era él...

—¿Qué ordenas, señora? —preguntó Skie, impaciente.

El dragón esperaba que Kit reflexionara sobre toda esa estupidez y le dijera que mandara volver a los azules que volaban en pos de los grifos. Unas bestias rápidas, los grifos. Casi se habían perdido de vista para entonces. Los azules tendrían que emplearse a fondo para alcanzarlos. Esperaba que Kit le dijera que todos regresaban a Solamnia, a bosques repletos de ciervos y a combatir en gloriosas batallas y conquistar ciudades.

Lo que dijo la mujer no era lo que había esperado o deseado oír. La orden lo desconcertó por completo.

—Déjame en la calle.

Skie volvió la cabeza hacia atrás para mirarla de hito en hito.

—Sé lo que hago —le aseguró ella—. Ese clérigo de Paladine, Elistan, no se hallaba entre los que me describiste y, sin embargo, se había alojado en la posada. Tengo que descubrir qué ha sido de él.

—¡Dijiste que el clérigo no era importante! No era a él a quien perseguíamos. Las personas que buscabas se están perdiendo de vista en el horizonte.

—He cambiado de opinión. ¡Bájame a la calle! —repitió Kitiara, encolerizada—. Ve con los otros azules. Perseguid a los que van montados en los grifos y, cuando los alcancéis, traédmelos al campamento. ¡Vivos! —dijo con énfasis—. Los quiero vivos.

—Señora del Dragón —empezó en tono vehemente Skie, que obedeció aunque no le gustaba la orden—, ¡corres un gran riesgo! Esta ciudad está envuelta en llamas y repleta de draconianos sedientos de sangre. ¡Te matarán primero y después descubrirán que eres una Señora del Dragón!

—Sé cuidar de mí misma —le contestó Kit.

—¡El que buscas ha huido de Tarsis! ¿Para qué volver? ¡Y no me digas que vas tras un estúpido clérigo!

Kit le asestó una mirada furiosa mientras se incorporaba en la silla, pero no contestó. El dragón no tenía ni idea de lo que se traía entre manos, pero sabía muy bien que no tenía nada que ver con la guerra y que estaba relacionado con su obsesión actual.

—Kitiara, déjalo estar —suplicó Skie—. ¡No sólo pones en peligro el mando, sino tu vida!

—Te he dado una orden —le espetó la mujer y, por la expresión de sus ojos, Skie comprendió que él también corría un riesgo si seguía con aquella discusión.

Aterrizó en el único espacio en tierra firme que encontró: el mercado. El área estaba sembrada de cadáveres, los restos humeantes y calcinados de puestos, verduras pisoteadas, perros que aullaban aterrados y draconianos que merodeaban de aquí para allá, tintas en sangre las espadas. Kitiara desmontó de la montura.

—Recuerda —le dijo a Skie cuando el dragón casi emprendía el vuelo—. ¡Los quiero vivos!

Skie rezongó que eso ya lo había oído solamente unas seiscientas veces. Se elevó entre el humo que al principio le había olido tan bien pero que ahora le resultaba molesto porque le congestionaba los pulmones y le escocía en los ojos.

Obedecería la orden que le había dado; aunque, pensándolo bien, lo único que le faltaba a Kit era que Ariakas la pillara retozando en el lecho con un semielfo que había matado a Verminaard.

Perseguiría a ese semielfo, pero ¡así lo colgaran si lo alcanzaba!

Iolanthe vio a Kitiara abrirse paso por la ciudad arrasada. El olor a quemado impregnaba el aire también allí, pero no procedía de las vigas abrasadas ni de la carne calcinada. El olor provenía de unos rizos negros chamuscados, unos cuantos cabellos que se consumían en el fuego del conjuro de Iolanthe.

La hechicera se hallaba en su cuarto de Neraka donde observaba a Kitiara con profundo interés y se fijaba en ciertos detalles que quizá compartiría con Ariakas al presentarle su informe. El emperador ya no acudía cuando Iolanthe espiaba a Kit. Le había dicho en tono seco que estaba demasiado ocupado.

Iolanthe sabía la verdad. Él jamás lo admitiría, pero se sentía profundamente herido por la traición de Kitiara. Había sido el brujo invernal, Feal-Thas, el que había puesto la última piedra en la pira funeraria de Kitiara. Le había enviado un informe detallado a Ariakas sobre la mujer en el que afirmaba haber sondeado su alma hasta lo más recóndito y había descubierto que estaba locamente enamorada del semielfo implicado en el asesinato de Verminaard. Iolanthe estaba presente cuando el emperador leyó el informe, y Ariakas había tenido tal arrebato de ira desaforada que por un momento la hechicera temió por su propia vida.

Ariakas se había calmando finalmente, pero aunque la cólera había dejado de llamear con violencia, quedaban los rescoldos candentes. Estaba convencido de que Kitiara era responsable de la muerte de Verminaard. Ariakas mandó a sus guardias a Solamnia para que la buscaran, pero el primer oficial, Bakaris, les dijo que no se encontraba allí. Había partido en una misión secreta con Skie y se había llevado una escuadrilla de azules.

Al emperador no le cupo duda de que iba a reunirse con su amante mestizo, y empezó a pensar que la mujer estaba metida con el semielfo en algún tipo de conspiración contra él. El hecho de que se hubiera llevado a los azules confirmaba esa sospecha. Iba a afianzarse como su rival para diputarle la Corona del Poder.

Ariakas le había ordenado a Iolanthe que utilizara su magia para localizar a Kitiara y le informara de lo que descubriera.

Así que ahora la hechicera vio a Kit asumir el mando de un contingente de draconianos que deambulaban por el mercado. Se despojó del yelmo y la armadura de Señora del Dragón, los envolvió en la capa y ocultó el bulto debajo de un montón de escombros. Después le quitó la capa a un cadáver y se la echó por los hombros. Se embozó el rostro con un pañuelo para protegerse del humo y del hedor a muerte así como para ocultar su identidad, y remetió el rizado y negro cabello en el gorro que le quitó también al mismo cadáver.

Hecho esto, Kitiara echó a andar calle abajo, acompañada por los draconianos, en dirección a la posada en la que Iolanthe le había oído decirle al dragón que era donde el semielfo estaba alojado. Entretanto, el semielfo huía a lomos de un grifo. Iolanthe no entendía lo que pasaba. ¿Por qué no había ido tras él Kitiara? La hechicera empezó a pensar que se había equivocado con Kit. Quizá había decidido capturar al clérigo de Paladine, en cuyo caso regresaría como una heroína ya que medio Ansalon buscaba a ese clérigo mientras que el otro medio buscaba al escurridizo Hombre de la Joya Verde.

Iolanthe estaba intrigada. Después de presenciar lo que Kitiara había hecho hasta el momento, de ser testigo de los absurdos errores que había cometido, la hechicera habría apostado por el emperador como claro ganador, pero ahora ya no estaba tan segura. El caballo rival estaba corriendo mucho mejor de lo previsto.

22

La cólera de los dioses. Rivales

Kit recorría las calles ensangrentadas y abrasadas de Tarsis. Llevaba consigo un contingente de draconianos a los que había sorprendido, además de no ser precisamente de su agrado, la aparición de esa Señora del Dragón saliendo del humo y las llamas de la ciudad moribunda para ordenarles que la acompañaran. La llegada intempestiva de Kitiara había malogrado los planes de saqueo, violación y matanza de los draconianos. Ahora tenían que proteger a la maldita Señora del Dragón, lo que significaba que iban a perderse la diversión. Los baaz obedecieron, pero se mostraban hoscos y se los oía rezongar cada dos por tres.