Los planes de Kitiara sobre lo que se proponía hacer eran poco concretos, sin cuajar, cosa inusitada en una mujer que jamás entraba en batalla sin un plan de ataque bien concebido. Su primer impulso había sido volar en persecución de Tanis y de sus medio hermanos, pero se le había ocurrido que Skie podía ocuparse de la persecución él solo. Ella necesitaba comprobar qué había sido de su rival. ¿Habría muerto Laurana? ¿Se habrían peleado Tanis y ella y se habían separado, o había sido una elección deliberada el tomar caminos diferentes?
Por encima de todo, Kitiara quería ver a Laurana, hablar con ella. Una de las máximas de su padre era: «¡Conoce a tu enemigo!»
Los dragones rojos aún volaban en círculos aunque ahora se les había acabado la diversión al entrar sus tropas en la ciudad. De vez en cuando hacían un picado para lanzar un chorro de fuego a un edificio o dar caza a los que habían huido de la ciudad e intentaban escapar por la llanura. Se levantó viento y avivó los incendios que todavía ardían, y alzó pavesas y chispas que esparció dando lugar a nuevos incendios.
Draconianos y goblins recorrían las calles en grupo. Para entonces, algunos estaban borrachos y se dedicaban a saquear o a saciar otros apetitos más execrables. Habían dejado de luchar contra los pocos hombres y mujeres valientes que todavía combatían. De no ser por su tropa de draconianos, Kitiara, siendo humana y yendo sola podría haber corrido peligro. Al ver a un hombre de aspecto autoritario (porque eso era lo que parecía) que caminaba con seguridad calle abajo acompañado por un contingente baaz, hasta los draconianos más ebrios la identificaban como un oficial y, puesto que a los oficiales había que evitarlos a toda costa, la dejaban en paz.
Las calles estaban llenas de cadáveres y de moribundos. Algunas víctimas, alcanzadas por el aliento abrasador de los dragones, habían quedado reducidas a bultos de carne carbonizada irreconocibles como restos humanos. A otros los habían despedazado con espadas o los habían atravesado con flechas o ensartado con lanzas. Cuerpos de hombres, mujeres y niños yacían en charcos de sangre que se mezclaba con la nieve derretida. Los desaguaderos de Tarsis corrían rojos.
Algunas personas seguían vivas, aunque, a juzgar por los gritos de dolor, eso no significaba que fueran afortunadas. Quedaban algunos que aún combatían, otros habían conseguido huir a las colinas y otros habían encontrado escondrijos seguros en los que se agazapaban aterrados, con miedo hasta de respirar por si los descubrían.
No era la primera vez que Kitiara veía cadáveres, y pasó por encima de ellos o dando un rodeo sin experimentar lástima ni compasión y sin apenas prestarles atención. Los baaz que la acompañaban pertenecían a las fuerzas que habían entrado en la ciudad antes del ataque y sabían dónde estaba El Dragón Rojo. Condujeron a Kit, que se había extraviado con el humo y los cascotes, hasta la posada con la esperanza de librarse de ella cuanto antes y así poder volver a su diversión.
Al llegar al edificio —o lo que quedaba de él— Kitiara ordenó a sus tropas que se detuvieran. En comparación con las otras calles, en la de la posada reinaba un silencio extraño. No había grupos merodeando ni saqueando. Los incendios se habían apagado. La posada estaba en ruinas; en los pisos altos todavía humeaban los rescoldos. No se veía ni un alma. Ni rastro de los espías que se habían alojado allí.
Kitiara se bajó el pañuelo que le tapaba boca y nariz con intención de dar un grito y ver si respondía alguien. Sin embargo, antes de que tuviera tiempo de poner en práctica su idea, le entró humo en los pulmones y lo único que consiguió hacer durante varios segundos fue toser y maldecir a Toede.
Para entonces, ya la habían visto y reconocido. Una sombra se apartó de un edificio y caminó hacia ella. Era un draconiano sivak y al principio Kit pensó que era uno de los suyos, pero después reparó en que el sivak lucía la insignia del Ejército Rojo.
—¿Dónde está Malak? —le preguntó Kitiara.
—Muerto —fue la lacónica respuesta del desconocido sivak—. Un rojo lo calcinó por equivocación. El muy zopenco —añadió entre dientes. Luego se puso firme y saludó—. Malak me transmitió tus órdenes respecto a los asesinos, señora, y como estaba muerto y sólo quedaban baaz —el sivak hizo un gesto desdeñoso—, asumí el mando.
—Bien, entonces ¿qué ocurre aquí? —preguntó Kitiara mientras volvía a echar una ojeada a esa zona de la ciudad tan extrañamente tranquila, un remanso de paz en medio de la vorágine.
—Desplegué las tropas a ambos extremos de la calle, señora —contestó el sivak—. Imaginé que querrías que la zona alrededor de la posada estuviera acordonada hasta que se capturara a los criminales, sobre todo habiendo como hay una recompensa por ellos —añadió como si acabara de ocurrírsele.
—Buena idea —dijo Kitiara al tiempo que observaba al sivak con más interés—. ¿Habéis capturado a alguno de los que figuran en la lista?
—Algunos huyeron en grifos...
—¡Eso ya lo sé! —lo interrumpió Kit, impaciente—. ¿Qué se sabe de los otros? ¿Aún viven?
—Sí, Señora del Dragón. Acompáñame.
El sivak la condujo calle abajo, entre los escombros. No quedaba un solo edificio que no hubiera sufridos daños. Kit tuvo que trepar por montones de cascotes, vigas partidas y cristales hechos añicos. De camino a la posada vio a los draconianos baaz que montaban guardia e impedían que otras tropas se aventuraran en la zona.
—Hemos localizado al resto del grupo —explicó el sivak mientras avanzaban todo lo deprisa que les permitían los escombros—. Están todos juntos. Aposté guardias alrededor del área para protegerlos, a la espera de tus órdenes. De otro modo, a estas alturas estarían muertos.
—Esperadme aquí —ordenó Kit a los baaz que los habían seguido. Los draconianos de la escolta se pusieron en cuclillas, contentos de disponer de un rato para descansar.
El sivak y Kitiara recorrieron una manzana más de casas y llegaron a un cruce en el que el sivak se paró. Señaló hacia el fondo de una calle que desembocaba en la que ellos estaban. Kit escudriñó a través de los remolinos de humo. Un edificio se había derrumbado y un grupo pequeño de gente hacía corrillo alrededor de algo tendido en el suelo. El grupo parecía nervioso y no dejaba de echar ojeadas hacia atrás como si temiera un ataque. El sivak le explicó lo que pasaba.
—Uno de ellos, el kender, estaba atrapado debajo de una viga enorme. Los otros consiguieron sacarlo y ahora, por lo que sé, el tipo de la barba está orando por él para sanarlo. —El draconiano resopló con sorna—. Como si algún dios estuviera dispuesto a tomarse el trabajo de curar a uno de esos gusarapos vocingleros.
La calle estaba oscura por el humo y las sombras. Kitiara tenía que acercarse más para poder ver. Reconoció a dos de sus compañeros de antaño: Flint Fireforge y Sturm Brightblade. Desde donde se encontraba no alcazaba a ver al kender, pero supuso que sería Tasslehoff. Contempló largamente a sus viejos amigos. Hacía años que no pensaba en ellos, pero volver a verlos despertó en Kit un asomo de interés; Flint, porque era el amigo más íntimo de Tanis, y Sturm porque... Bueno, ése era un secreto que había enterrado lo más hondo posible, un secreto que jamás había compartido con nadie, un secreto en el que ni siquiera quería pensar por si acaso se le escapaba sin querer.
Flint tenía más canas, pero, por lo demás, seguía siendo el de siempre. Los enanos eran longevos y envejecían despacio. Sin embargo, la impresionó el cambio experimentado por Sturm. Cuando viajaron juntos hacia el norte cinco años atrás era un hombre joven y apuesto, bien que serio y solemne. Sin embargo, parecía haber envejecido un cuarto de siglo en esos cinco años, aunque bien era cierto que parte del aspecto demacrado y ojeroso de su semblante podía deberse a estar atrapado en una ciudad atacada por el enemigo y la incertidumbre de no saber la suerte corrida por sus compañeros.