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La mirada de Kitiara se apartó de Flint y de Sturm y se detuvo en la única mujer que había en el grupo; tenía el cabello rubio y era elfa, sin lugar a dudas.

—Laurana —pronunció el nombre casi como un gruñido.

La mujer, como el resto del grupo, estaba cubierta de hollín y de mugre, con la ropa sucia, desaliñada y empapada por la lluvia, la cara llena de churretes de haber llorado. No obstante, del mismo modo que si Kitiara alzara los ojos al cielo vería el brillo intenso del sol a través del feo y grasiento humo, también pudo ver, a través de la mugre y la tizne, del miedo y de la aflicción, el radiante esplendor de la belleza de la mujer.

Kit la miró mientras se planteaba la conveniencia de dejar con vida a una rival tan peligrosamente hermosa. Ahora tenía una oportunidad inmejorable para acabar con ella. Tanis jamás sabría que ella había sido responsable de la muerte de su amada. Creería que su novia de la infancia había perecido en el asalto a Tarsis, una víctima más de tantas.

Claro que sus otros amigos tendrían que morir también. No podía dejarlos vivos para que contaran lo ocurrido. Eso le hizo sentir remordimientos. Ver a Flint y a Sturm traía a su mente recuerdos de algunos de los momentos más felices de su vida. Pero era imposible evitar sus muertes. Cabía la posibilidad de que la reconocieran y le contaran a Tanis que había matado a su amante, y Kit no quería correr ese riesgo.

¿Cuál sería el plan de ataque? El caballero era el único que iba armado. Lo normal habría sido que Flint tuviera empuñada su hacha, pero debía de haberla dejado caer para ayudar a sacar al kender de debajo de la viga, porque no la llevaba encima. Había otro elfo. Su parecido con Laurana señalaba que existía algún parentesco entre ellos, quizá el de hermanos. Sin embargo, estaba cubierto de sangre y, aunque aguantaba de pie, se notaba que se sentía débil y enfermo. Por ese lado, nada por lo que preocuparse. Lo cual dejaba al jactancioso clérigo de Paladine, un hombre de mediana edad, enjuto, descarnado, que seguía de rodillas en el suelo manchado de sangre mientras elevaba plegarias a su dios para sanar al kender.

—Quiero que mueran —replicó Kitiara al tiempo que desenvainaba la espada—. Pero antes he de interrogar a la elfa. Mientras yo me ocupo de eso, vosotros acabad con los demás.

—Con todo mi respeto, señora —replicó el sivak—. Toede ha ofrecido recompensa por esas personas y sólo pagará si se los lleva ante él con vida.

—Os pagaré el doble de lo que Toede ha ofrecido. —Al ver la expresión escéptica del sivak, Kitiara sacó una bolsa de dinero y se la echó al draconiano—. Toma esto, ahí hay mucho más de lo que valen esos desdichados.

El sivak echó una ojeada dentro, vio el brillo de las monedas de acero, sopesó la bolsa, hizo mentalmente unos rápidos cálculos y después se ató la bolsa al correaje de las armas. El sivak hizo un gesto con la mano y los baaz, moviéndose en silencio a pesar de los pies rematados con garras, abandonaron sus puestos alrededor de la calle para reunirse con él.

—Dame un poco de tiempo para apoderarme de la elfa y entonces atacáis —ordenó Kit.

—Matad primero al caballero —instruyó el sivak a sus tropas—. Es el más peligroso.

Kitiara no disponía de mucho tiempo. Los dragones rojos aún sobrevolaban la ciudad, sin prisa, haciendo altos en su camino hacia las praderas para destruir cualquier cosa que siguiera en pie. Kit oía gritos, chillidos y explosiones. En cualquier momento, alguno de esos rojos estúpidos podía echarle encima un edificio. O en cualquier momento podía aparecer un escuadrón de goblins enardecidos por la batalla y echarlo todo a rodar. Kitiara se deslizó de sombra en sombra hasta ocupar una posición justo enfrente de donde se encontraba Laurana, al otro lado de la calle.

Kit esperó. Ya llegaría su oportunidad. Siempre llegaba.

Tasslehoff se había sentado. Tenía la cabeza ensangrentada, pero estaba vivo y bien vivo. El clérigo alzó las manos al cielo. Una pena que su triunfo no fuera a durar mucho, pensó Kit. Flint se llevó las manos a los ojos y se frotó la nariz. El enano no dejaría que el kender viera que estaba conmovido; dentro de un minuto le estaría gritando por cualquier cosa. Sturm se arrodilló al lado de Tas y lo rodeó con el brazo. Laurana observaba la escena mientras lloraba en silencio, separada del grupo, abrumada por la pena.

Kitiara salió disparada. Corrió velozmente, casi de puntillas para no hacer ruido. El sivak la vio lanzarse sobre su presa. Le dio unos segundos de ventaja y después borboteó un grito. Los baaz, espada en mano, se lanzaron al ataque. El sivak corrió con ellos sin quitar ojo a la Señora del Dragón.

Kitiara aferró a Laurana por detrás. Le tapó la boca con una mano y arrimó el cuchillo al costado de la elfa con la otra. Luego empezó a tirar de ella hacia atrás.

La mujer elfa era preciosa y delicada. A Kit no le habría sorprendido que se desmayara del susto. Lo que no esperaba era que la delicada doncella elfa le clavara los delicados dientes en la mano y le atizara una patada en la espinilla.

Kit lanzó un gemido de dolor, pero no la soltó. Intentó llevarse a Laurana a la fuerza, pero era como intentar llevarse a un puma medio muerto de hambre. La elfa se retorcía y se contorsionaba. Le clavaba las uñas a Kit, daba patadas sin parar y estuvo a punto de hacerla trastabillar. Kitiara empezaba a perder la paciencia y se estaba planteando acuchillar a esa perra y acabar con ella de una vez cuando el sivak apareció.

—¿Necesitas ayuda, señora? —preguntó. Antes de que Kitiara tuviera tiempo de contestar, el draconiano había aferrado los pies de Laurana y la alzaba del suelo. Entre los dos la llevaron hasta un callejón cercano, aunque la elfa no dejó de resistirse y dar patadas.

Allí Kit la soltó. El cielo del atardecer se había puesto rojo con la luz espeluznante de las llamas y, a esa luz, Kit vio que le salía sangre de las marcas de los mordiscos. Se estrujó la mano y fulminó con la mirada a Laurana, que le lanzó otra no menos fulminante. El sivak tenía a la elfa inmovilizada contra el suelo y con un cuchillo pegado a la garganta.

—Que no haga ruido —ordenó Kit—. Voy a ver qué pasa con los demás.

Observó a los baaz abalanzarse sobre sus víctimas. Sturm les hacía frente de pie, espada en mano, igual que Flint, que tenía el hacha enarbolada, situado junto al kender en actitud protectora. El elfo y el clérigo miraban en derredor y llamaban a Laurana.

—¡Elistan, ponte detrás de mí! —le gritó Sturm.

El pequeño grupo se enfrentaba a veinte baaz sedientos de sangre. Con todo, Kit conocía a sus viejos amigos. No cederían sin presentar batalla. Se chupó las heridas de la mano al tiempo que maldecía a Laurana, sin perder detalle de lo que ocurría en la calle. No tenía dudas sobre el desenlace, pero la lucha podía resultar interesante.

Sturm seguía gritando al clérigo que se pusiera a cubierto detrás de él, pero el hombre no le hizo caso. Se mantuvo firme y se volvió para hacer frente a los baaz, que gritaban y babeaban de gusto por la matanza fácil que se avecinaba. El clérigo alzó las manos al cielo y elevó la voz en una exhortación ensordecedora.

—¡Paladine, te lo ruego! ¡Haz que tu cólera se abata sobre los enemigos de tu luz sacratísima!

Kitiara rió entre dientes, se chupó la sangre de la herida otra vez y esperó que el baaz ensartara al clérigo de parte a parte.

Una cascada de fuego al rojo vivo, cegadora y terrible, cayó del cielo con el estruendo de un rayo. La cólera divina engulló vorazmente casi a la mitad de los baaz lanzados al ataque. Medio cegada, Kit oyó gritos y sonidos espantosos de estallidos y chisporroteos. Cuando recuperó la vista, contempló con horrorizada estupefacción cómo la carne escamosa se derretía y se desprendía de los huesos, huesos que se calcinaban y se consumían. La llamarada sagrada se extinguió. De los draconianos sólo quedaban manchas oleosas en el pavimento.