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—¿Fue cosa del destino, Kitiara?

—¿Qué fue cosa del desuno, milord? —inquirió la mujer, desconcertada. Había olvidado el tema de la conversación.

—¡Por Takhisis! —explotó Ariakas—. ¡Voy a tener que pensar que fuiste tú quien hizo matar a Verminaard! Qué coincidencia que esos asesinos procedieran de tu ciudad natal y que uno de ellos fuera un hechicero. Tenías un hermano hechicero, si no recuerdo mal.

—Me abruma que recuerdes tantos detalles sobre mí —repuso fríamente Kitiara—. En cuanto al mago emparentado conmigo, Raistlin sólo es medio hermano y siempre ha sido endeble y enfermizo. Dudo que aún siga vivo, mucho menos que ande por ahí asesinando Señores de los Dragones.

Ariakas le asestó una mirada abrasadora.

»¿Me estás acusando del asesinato de Verminaard, milord? —instó la mujer, encolerizada.

—¿Y qué, si lo hago? —demandó el emperador.

Se acercó a ella valiéndose de su corpachón para intimidarla físicamente. Kitiara tembló y durante un instante casi se dejó llevar por el pánico. Le había dicho la verdad, pero no toda la verdad. No tendría que haber hecho esa broma sobre Verminaard. En ese momento recordó las enseñanzas de su padre. En tiempos, Gregor Uth Matar había sido Caballero de Solamnia. Fue expulsado de la orden por conducta deshonrosa y a partir de entonces se había ganado la vida poniendo su espada al servicio del mejor postor. Gregor había sido un hombre atractivo, audaz y mujeriego, siempre acosado por las deudas y metido en líos cada dos por tres. Kitiara lo había adorado. Una de sus máximas era: «Siempre al ataque, nunca a la defensiva.»

En lugar de retroceder, como Ariakas esperaba que hiciera, Kitiara se acercó más a él de forma que estaban prácticamente rozándose.

—A estas alturas tendrías que conocerme lo suficiente, milord, para saber que si hubiera querido matar a Verminaard, me habría encargado de ello personalmente. No habría pagado para que otros lo hicieran por mí.

Ariakas la sujetó por la mandíbula, prietos los dedos. Un simple movimiento y le rompería el cuello. La miró intensamente esperando que flaqueara y se pusiera a gimotear.

Kit ni siquiera parpadeó y, de pronto, Ariakas sintió un cosquilleo en la zona del bajo vientre, una sensación punzante como una hoja acerada. Bajó la vista y se sobresaltó al ver la mano de Kitiara asiendo un cuchillo, lista para hincarlo a través de la faldilla de cuero en una parte muy sensible de su anatomía.

Ariakas estalló en carcajadas y empujó a Kit para apartarla.

—Malditos sean esos gandules que tengo de guardias —dijo, entre divertido y furioso—. ¡Haré que les corten la cabeza por esto! ¡Tienen orden de registrar a todo el mundo, incluso a los comandantes que gozan de mi confianza! O quizá debería decir que especialmente a los comandantes que gozan de mi confianza.

—No culpes a los ogros, milord. Estaba escondido a propósito para que no lo encontraran.

Sostuvo el puñal de hoja delgada y lo deslizó en una vaina hábilmente trabajada para camuflarla en el dibujo que adornaba el peto de la armadura.

El emperador soltó una risita.

—¿De verdad me habrías apuñalado?

—¿Me habrías partido el cuello? —repuso Kitiara en tono burlón.

Los dos sabían que la respuesta era «sí». Ninguno de ellos habría esperado menos del otro.

—Quizá ahora podamos centrarnos en el asunto de Solamnia. —Ariakas se dirigió hacia el escritorio, donde había un mapa extendido. Se inclinó sobre él.

Kitiara suspiró para sus adentros. Había sobrevivido a otro enfrentamiento con su poderoso señor. Su audacia y su atrevimiento le habían complacido. No obstante, llegaría el día en que no ocurriría así.

—¿Has tenido un sueño extraño anoche, milord? —preguntó Kitiara.

—No intentes cambiar de tema —le espetó secamente el emperador.

—Yo sí lo tuve —continuó ella—. Soñé que Takhisis intentaba persuadirme de que viajara al alcázar de Dargaard para enfrentarme al Caballero de la Muerte que se cree que mora allí.

—Soth —ratificó Ariakas—. Lord Soth. ¿Qué le dijiste a su Oscura Majestad?

Hizo la pregunta con aparente despreocupación, pero algo en su tono alertó a Kitiara, que supo entonces que él había tenido el mismo sueño.

—Le dije que no creía en fantasmas —fue la escueta respuesta de Kit.

—Soth no es un fantasma —rezongó Ariakas—. Vive, si es que puede decirse tal cosa de un hombre que lleva muerto más de tres siglos. Nuestra soberana quiere reclutarlo para nuestra causa.

—¿Harías eso, milord? —quiso saber la mujer.

El emperador sacudió la cabeza.

—Soth sería un valioso aliado, pero no podría fiarme de él. Es demasiado poderoso. ¿Por qué iba a obedecer a un mortal un Caballero de la Muerte? No, dejemos que Soth siga rumiando sus malas acciones en ese castillo en ruinas. No quiero tener nada que ver con él.

Kitiara tuvo que admitir que su razonamiento era atinado. A menudo, la reina Takhisis se impacientaba con las flaquezas y las debilidades humanas, lo que la llevaba a ser poco práctica de vez en cuando. Kit dejó de lado el sueño.

—He leído tu última propuesta para Solamnia —estaba diciendo Ariakas, que alzó un fajo de pergaminos—. Recomiendas que el Ala Azul ataque la Torre del Sumo Sacerdote, la ocupe y, desde allí, marche hacia Palanthas. Un plan osado, Kitiara. —Tomó asiento detrás del escritorio.

»Lo desapruebo. Menoscaba la potencia de nuestras fuerzas al tener que desplegarse por tanto territorio, pero oiré lo que tengas que decir al respecto.

Kitiara se sentó a medias en el borde del escritorio y se inclinó hacia delante para explicar su idea.

—Mis espías me han informado de que la Torre del Sumo Sacerdote tiene sólo unas pocas tropas de dotación, milord. —Plantó el dedo en el mapa—. El Ala Roja está aquí. Podrías ordenar que subiera hacia el norte. El ataque a la Torre del Sumo Sacerdote podría llevarse a cabo con tropas y dragones del Ala Roja y el Ala Azul. No sería difícil aplastar a la pequeña fuerza defensora y tomar la fortaleza antes de que los caballeros solámnicos supieran quién los había atacado. Desde allí, continuaríamos el avance hacia Palanthas, conquistaríamos la ciudad y ocuparíamos los puertos.

—Tomar Palanthas no será fácil —adujo el emperador—. No podemos ponerle cerco a la ciudad sin antes bloquear los puertos de la bahía.

—¡Bah! Los palanthinos son pisaverdes pusilánimes y consentidos. No quieren luchar. Podrían romperse una uña. Una vez que los palanthinos vean a los dragones volando sobre su ciudad estarán tan aterrorizados que se mearán en los pantalones y se rendirán.

—¿Y si no lo hacen? —Ariakas señaló en el mapa—. Aún no controlamos las Llanuras de Solamnia ni Elkholm ni Heartlund. Dejas los flancos desprotegidos, rodeada por el enemigo. ¿Y qué pasa con las líneas de suministro? ¡Aun en el caso de que conquistaras la fortaleza, una vez dentro tus tropas se morirían de hambre!

—Cuando Palanthas sea nuestra, nos abasteceremos desde allí. Entretanto, tenemos dragones rojos que pueden transportar lo que necesitemos.

Ariakas resopló al oír aquello.

—¡Los rojos no servirán como mulas de carga! ¡Se negarán en redondo a semejante arreglo!

—Si su Oscura Majestad se lo ordenara...

El emperador negó con la cabeza.

Kitiara se recostó en la silla con los labios fruncidos y los ojos centelleantes.

—Entonces, milord, nosotros mismos cargaremos con los suministros y nos las apañaremos. —Apretó los puños llevada por el entusiasmo y la pasión—. ¡Te garantizo que cuando la gente de Palanthas vea ondear nuestra insignia en la Torre del Sumo Sacerdote, la ciudad caerá en nuestras manos como fruta madura!

—Es demasiado arriesgado —argumentó Ariakas.

—Sí, lo es —admitió Kitiara con ansiedad—, pero es más arriesgado darles tiempo a los caballeros para que se organicen y manden a buscar refuerzos. Ahora mismo, la confusión reina en la caballería. No tienen Gran Maestre porque ningún hombre es lo bastante fuerte para aspirar al cargo, y hay dos Primeros Juristas porque dos hombres reclaman la posición y ninguno de ellos reconocerá los derechos del otro. Andan a la greña como marineros en la cubierta de un barco en llamas que discuten quién ha de apagar el fuego y entre tanto la nave se hunde.