—¡Maldición! —exclamó Kitiara, impresionada.
La cólera del dios proporcionó arrojo y fortaleza a los otros. Sturm y Flint se lanzaron al ataque contra los otros draconianos que, al presenciar la muerte espantosa de sus compañeros, frenaron la carrera hacia el clérigo. El hermano de Laurana siguió llamándola a voces.
—La encontraré —gritó el clérigo al tiempo que se daba media vuelta y miraba hacia donde estaba Kitiara.
Ésta giró sobre sus talones y regresó al lugar donde el sivak todavía sujetaba con fuerza a Laurana sin apartarle el cuchillo del cuello. Le había atado las manos con una tira de cuero que había cortado de la túnica que llevaba la elfa.
—¿Qué ha sido esa luz intensa y todos esos gritos?
—Tus baaz han estallado en llamas. Al parecer Paladine no es el dios débil y quejicoso que nuestra reina dice que es —contestó Kitiara. El sivak negó con la cabeza.
—Baaz —masculló con desagrado—. ¿Qué se puede esperar de ésos? —Se encogió de hombros, esbozó una mueca que quería ser una sonrisa y dio palmaditas a la bolsa de dinero que Kit le había entregado—. Menos para repartir las ganancias.
—No disponemos de mucho tiempo. El clérigo viene hacia aquí en busca de la elfa. —Kit se puso en cuclillas para estar cara a cara con Laurana—. Pásame el cuchillo y vigila el callejón. Si se acerca, avísame.
El sivak hizo lo que le ordenaba y corrió hasta el final del callejón. Laurana se abalanzó de repente e intentó ponerse de pie.
Kitiara le dio un ligero puñetazo en la mandíbula, no tan fuerte como para dejarla sin sentido pero sí lo bastante para aturdirla. Laurana cayó hacia atrás y Kit le plantó una rodilla en el pecho al tiempo que le acercaba el cuchillo a la garganta. Un hilillo de sangre se deslizó por la piel alabastrina.
—Voy a matarte —dijo desapasionadamente la guerrera. Estaba ronca de toser y la voz le sonó áspera.
Laurana miró a Kitiara con expresión desafiante, sin rastro de temor.
—Sólo quiero que sepas que no soy un asesino a sueldo —siguió Kitiara—. Quiero que sepas por qué...
Kit captó un movimiento por el rabillo del ojo. Alzó la cabeza y vio a tres hombres que salían del humo. Empuñaban espadas ensangrentadas y uno de ellos sostenía una antorcha encendida para alumbrar el camino a través de la humareda y la creciente oscuridad que anunciaba la noche. La luz de la antorcha daba de lleno en el rostro de uno de ellos y Kitiara lo reconoció al punto.
Barbotó todas las blasfemias que conocía.
Derek Crownguard y sus dos amigos avanzaban callejón abajo con paso decidido. Kit no tenía ni idea de qué hacían allí cuando deberían estar buscando el Orbe de los Dragones, pero eso poco importaba ahora. Lo importante era que no debía verla. Si lo hacía, si la reconocía como integrante del bando enemigo, se plantearía de inmediato por qué lo mandaba el enemigo en busca de un Orbe de los Dragones. Sospecharía y quizá hasta se negaría a seguir adelante con la misión, con lo que echaría a rodar el plan de la consentida de Ariakas.
Por si fuera poco, el sivak empezó a sisearle desde la otra punta del callejón.
—¡Señora! Más vale que aligeres si quieres matarla. ¡Ese clérigo viene hacia aquí!
Kitiara acercó el cuchillo a la garganta de la elfa.
—Venga, acaba conmigo —dijo Laurana, ahogada en llanto—. Quiero morir. Así me reuniré con él.
«Tanis —dijo Kit para sus adentros—. Se refiere a Tanis. ¡Cree que Tanis ha muerto! ¡Todos creen que ha muerto!»
Entonces lo vio todo muy claro: la posada desplomándose; Tanis enterrado bajo los escombros; estos pocos escapando; el grupo de amigos separado.
«Pues claro, unos y otros deben pensar que los demás han muerto. No seré yo quien saque de su error a mi rival.»
Kitiara se guardó el cuchillo en la bota y se puso de pie.
—Lo siento, hoy no tengo tiempo para matarte, pero tú y yo volveremos a encontrarnos, princesa.
Se oyeron los arañazos de las zarpas del sivak en los adoquines. Frenó con un patinazo y se quedó mirando a los caballeros de hito en hito. Al verlo, los tres hombres gritaron y echaron a correr hacia el draconiano.
Un clérigo encolerizado a un extremo del callejón y tres caballeros solámnicos al otro.
—¡Por aquí! —dijo el sivak al tiempo que señalaba hacia arriba.
Un balcón en la primera planta se proyectaba sobre la calleja. Salían volutas de humo por el techo, pero el fuego todavía no se había extendido por todo el edificio. El sivak se agazapó debajo del balcón y después dio un salto. Las fuertes patas lo impulsaron en el aire. Tenía los brazos largos y delgados y se aferró al borde del balcón, se subió a él y saltó sobre la barandilla. Agachado, le tendió la mano a Kitiara. La mujer se agarró a la muñeca del draconiano y el sivak la izó a pulso.
El sivak se encaramó a la barandilla y mantuvo el equilibro con dificultad. Con otro salto, éste más corto, llegó al tejado; clavó las garras en la cubierta del tejado, se quedó colgado un instante mientras pataleaba frenéticamente, y por fin consiguió subir una de las piernas. Tendido boca abajo, izó a Kitiara a continuación.
Kit miró abajo. Uno de los caballeros se inclinaba sobre Laurana. Los otros dos los miraban fijamente, como planteándose la posibilidad de ir tras ellos. Kit no creía que lo hicieran y tenía razón. Con centenares de soldados enemigos deambulando por la ciudad no tenía sentido perder un tiempo muy valioso persiguiendo a dos de ellos. El clérigo —que podría haberles causado algún daño incluso desde lejos— se había agachado para ocuparse de Laurana.
El sivak gritó a Kit y la mujer echó a correr tras él a lo largo del tejado. Desde su aventajada posición vio que los restantes draconianos huían calle abajo, en absoluto dispuestos a arriesgar la vida habiendo presas más fáciles de abatir en otras partes de la ciudad condenada. Entre ellos se encontraban los que Kitiara había llevado como escolta.
—¡Baaz! —El sivak negó con la cabeza.
Kit y él se desplazaron sin precipitación y fueron de tejado en tejado hasta que no encontraron más edificios en su camino. El sivak podría haber saltado al suelo en cualquier momento contando con las cortas y atrofiadas alas para descender a la calle. Sin embargo, se quedó con Kit hasta que encontró otro balcón a poca distancia del tejado. Desde allí, Kit saltó a la calle sin dificultad.
Aunque la mujer le aseguró que no correría peligro, el sivak no se separó de ella.
—Conozco estos barrios. Te puedo enseñar cómo salir de la ciudad —le dijo el draconiano, y Kit, que no tenía ni idea de dónde estaban, aceptó su ayuda.
Todavía ardían fuegos, y seguirían así hasta que los edificios se consumieran porque no había nadie que los apagara. Los dragones rojos se habían ido volando al caer la noche para descansar y regodearse con la fácil victoria. Por la ciudad deambulaban soldados draconianos, goblins y humanos leales a la Reina Oscura que buscaban diversión. No había nadie al mando. El Señor del Dragón Toede se había mantenido bien lejos de la lucha. No se acercaría a Tarsis hasta tener la seguridad de que no había peligro. Si hubiera habido oficiales en la ciudad, ningún mando habría osado refrenar a las tropas, ebrias de licor y sangre, por miedo a que se revolvieran contra él. Tampoco es que hubiera muchos oficiales que hicieran tal cosa. La mayoría estaban tan borrachos o más que sus soldados.
—Que idea tan estúpida atacar Tarsis —comentó el sivak.
Un goblin borracho se cruzó en su camino dando bandazos. El sivak le atizó un puñetazo en la mandíbula y luego apartó de una patada el cuerpo tendido en el suelo.
—No podremos conservar la ciudad en nuestro poder —prosiguió el draconiano—. No hay líneas de suministro. Nuestras tropas estarán aquí dos días, tal vez tres, y después se verán obligadas a retirarse. —Miró a Kitiara de soslayo y añadió con voz triste: