Выбрать главу

—Podría ser así, pero la caballería sigue siendo una fuerza poderosa en Solamnia, y mientras los caballeros estén allí, la gente de Solamnia jamás se rendirá —repuso el emperador.

—Lo que ocurrirá si aniquilamos a los caballeros que hay en la Torre del Sumo Sacerdote —arguyó Kitiara—. Si Palanthas cae a causa de una estupidez, la gente se enfurecerá y les dará la espalda. De hecho, ya desconfía de ellos. La pérdida de la Torre del Sumo Sacerdote y la invasión de Palanthas sería el golpe de gracia. La caballería se desintegraría.

Viendo que Ariakas le daba vueltas a aquello, la mujer aprovechó para insistir en su razonamiento.

—Milord, usaremos los dragones azules para arremeter como un rayo que cae del cielo. Atacaremos a los caballeros con rapidez y con dureza antes incluso de que hayan tenido tiempo de vernos llegar. ¡Da la orden y mis dragones estarán listos para la ofensiva antes de una semana!

Hizo una pausa para darle tiempo a asimilar sus palabras y después añadió en voz queda:

»Se dice que la Torre del Sumo Sacerdote no caerá nunca mientras la defiendan hombres con fe. Los que guardan la fortaleza han perdido la fe y no podemos darles la oportunidad de recuperarla. Tenemos que atacarlos antes de que entre las filas de los caballeros surja un adalid que concilie a las facciones antagonistas.

Ariakas reflexionó sobre todo aquello. Los argumentos de la mujer eran convincentes. Le gustaba la idea de un ataque rápido y brutal a la torre defendida por una dotación reducida. Eso desmoralizaría a los caballeros y Palanthas se rendiría. El emperador necesitaba las riquezas y la flota de barcos de la ciudad. Sólo con la venta de esclavos las monedas de acero entrarían a raudales en sus cofres.

Estaba a punto de acceder cuando miró a Kitiara a los ojos y vio lo que deseaba ver en los ojos de sus comandantes: el ansia de la batalla. Pero también vio algo más, algo que le dio que pensar. Vio certeza presuntuosa. Vio ambición.

Se la aclamaría y agasajaría: Kitiara, la Dama Azul, la conquistadora de Solamnia.

La vio alargar la mano hacia la Corona del Poder. Quizá ya había dado el primer paso al quitar de en medio a uno de sus rivales...

Ariakas no temía a Kit. No le temía a nada ni a nadie. Si hubiese pensado que el arriesgado plan de la mujer era la única oportunidad que tenían de alcanzar la victoria, le habría ordenado que procediera y ya se habría encargado de ella cuando lo desafiara. Pero cuantas más vueltas le daba al plan, más clara veía la posibilidad del desastre.

El emperador desconfiaba de la dependencia de Kit de los dragones. Antes del regreso de su Oscura Majestad, Ariakas no había hecho entrar en batalla a los dragones, y aunque admitía que servían para destruir e intimidar, no creía aconsejable depender de ellos para tomar la iniciativa en la batalla, como proponía Kitiara. Los dragones eran criaturas arrogantes. Poderosos e inteligentes, se creían muy por encima de los humanos, tanto como éstos comparados con las moscas. Por ejemplo, Ariakas no podía dar una orden directa a un dragón. Ellos sólo debían obediencia a Takhisis e incluso la diosa tenía que hacerlo con diplomacia.

El plan temerario y poco ortodoxo de Kitiara iba en contra de las ideas de Ariakas respecto a la forma de conducir una guerra y a la mujer no le vendría mal que por una vez la pusieran en su sitio, que se le recordara quién era el que mandaba.

—No —dijo con firmeza—. Reforzaremos nuestro dominio en el sur y en el este y después marcharemos contra la Torre del Sumo Sacerdote. En cuanto a los caballeros solámnicos, tengo mis propios planes para destruirlos.

Kitiara estaba decepcionada.

—Milord, si pudiera explicar los detalles, estoy segura de que acabarías viendo...

Ariakas asestó un fuerte golpe en el tablero del escritorio con la palma de la mano.

—No tientes a la suerte, Dama Azul —advirtió en tono severo.

Kitiara sabía cuándo tenía que dar su brazo a torcer. Conocía al emperador y lo entendía. Sabía que no se fiaba de los dragones. Que no se fiaba de ella. Y que su desconfianza había influido en la decisión, aunque jamás lo admitiría. Sería peligroso insistirle más.

La mujer sabía también, con una certeza que rayaba lo extraordinario, que el emperador acababa de cometer un grave error. Y los hombres pagaban con la vida las equivocaciones.

Kit pensó todo eso y luego dejó de lado el asunto con una sacudida de los negros rizos y un encogimiento de hombros. De natural práctica, siempre miraba hacia el futuro, nunca hacia atrás. No perdía tiempo en lamentaciones.

—Como ordenes, milord. ¿Cuál es tu plan?

—Esa es la razón de que te haya mandado llamar. —Ariakas se levantó del escritorio y caminó hacia la puerta. Se asomó fuera y gritó—: ¡Que venga Iolanthe!

—¿Quién es Iolanthe? —preguntó Kit.

—Es mi nueva hechicera y la idea es de ella —contestó Ariakas.

Por el brillo lascivo de sus ojos, Kitiara dedujo al punto que, además de su nueva hechicera, también era su nueva amante.

De nuevo se sentó en el borde del escritorio, resignada a oír fuera cual fuese el plan descabellado que la última querida de Ariakas le había susurrado al oído en pleno frenesí sexual. Y era una hechicera, una practicante de la magia. Lo que empeoraba las cosas.

Kitiara estaba más acostumbrada que la mayoría de guerreros a tener cerca hechiceros. Su madre, Rosamun, había nacido con el don y tenía visiones extrañas y trances que al final la condujeron a la locura. La magia también corría con fuerza por las venas de su medio hermano pequeño, Raistlin. Había sido Kitiara la que, al ver que tenía el talento, comprendió que algún día podría ganarse la vida con su arte... Siempre y cuando la magia no acabara antes con él.

Como les pasaba a casi todos los guerreros, Kitiara no se fiaba de los magos. No jugaban limpio en la lucha. Que le dieran un enemigo que arremetiera contra ella con una espada, no uno que pegaba brincos mientras entonaba palabras con un sonsonete monótono y lanzaba excrementos de murciélago.

La hechicera llegó acompañada por uno de los guardias ogros, que se la comía con los ojos sin poderlo evitar. Iolanthe había acudido a la llamada con tal prontitud que Kitiara sospechó que la hechicera había estado cómodamente instalada en una estancia cercana. Por la mirada que intercambió con Ariakas, Kit dedujo que se la había invitado a escuchar a escondidas la conversación.

Iolanthe era lo que Kitiara habría esperado de una de las amantes de Ariakas. Era humana, joven (unos veintitantos, sin llegar a los treinta) y Kitiara suponía que a los hombres debía de parecerles hermosa si a uno le gustaba ese tipo de belleza núbil y voluptuosa.

En otro tiempo, a Ariakas le había gustado el tipo de belleza de Kitiara, musculosa y magra, pero de eso hacía mucho y Kit estaba contenta de que hubiese quedado en el pasado. Se había acostado con el emperador por una razón que no era otra que sacar ventaja a otros centenares de comandantes en ciernes que reclamaban el favor de Ariakas.

Kit saludó a Iolanthe con una fría inclinación de cabeza y una de sus sonrisas sesgadas, lo que hizo que la hechicera entendiera de inmediato que la guerrera sabía el porqué y el cómo de que estuviera allí.

Iolanthe respondió a la sonrisa sesgada de Kit con otra encantadora. Ariakas le había hablado mucho sobre ella y la hechicera sentía mucha curiosidad por conocerla. No tenía celos de ella. Estar celoso de alguien significaba que se tenía complejo de inferioridad y de incapacidad, y Iolanthe estaba tremendamente segura de sus poderes, tanto mágicos como físicos. No tenía motivos para sentir celos de nadie.