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Pero Kitiara sí tenía algo que Iolanthe deseaba. Era una Señora del Dragón, mandaba sobre hombres y dragones, gozaba de riqueza y prestigio. Ariakas la veía como una igual, en tanto que Iolanthe sólo era su hechicera y su querida...; otra más en una larga lista de amantes. Los ogros que montaban guardia fuera trataban a Kitiara con marcado respeto. A ella la miraban con lujuria.

Iolanthe deseaba lo que tenía Kitiara —poder— y estaba dispuesta a conseguirlo, aunque aún no había decidido cómo. Era natural de Khur, una tierra de feroces guerreros nómadas que se enfrentaban en disputas sangrientas desde hacía siglos. Iolanthe podía hacerse amiga de Kitiara o podía convertirse en su más mortal enemiga. Que fuera una cosa o la otra dependía mucho de la guerrera.

—Explícale tu idea a la Dama Azul —dijo Ariakas al entrar Iolanthe.

La hechicera hizo una grácil inclinación en señal de aquiescencia. Tenía los ojos de color violeta y los llevaba pintados con kohl negro para resaltar la inusual tonalidad del iris. Esos ojos se encontraron con los de Kitiara en una mirada de recíproca evaluación.

La guerrera no tenía en mucho a la mayoría de los hombres que conocía, y sentía un profundo desagrado por todas las mujeres que, a su modo de ver, eran criaturas pusilánimes dadas a tener niños y ataques de nervios. Kit se daba cuenta de la razón por la que Ariakas había metido en su cama a esa mujer. Iolanthe era una de las féminas más llamativas y exóticas que había visto en su vida.

—Creo que tienes ascendencia solámnica, Kitiara —empezó la hechicera.

—El tratamiento que me corresponde es el de Señora del Dragón —declaró Kitiara.

Las oscuras pestañas de Iolanthe aletearon.

—Te pido perdón, Señora del Dragón. Discúlpame.

Kitiara asintió con un brusco cabeceo.

—Habla. No dispongo de mucho tiempo.

Iolanthe echó una mirada furtiva al emperador. Como esperaba, el hombre estaba disfrutando con la escena. Por lo general consideraba conveniente que sus subordinados anduvieran a la greña como una forma de promover la supervivencia del más apto. Iolanthe acariciaba la idea de que quizá podría utilizarlos a los dos y que se enfrentaran entre sí mientras ella ascendía al poder. Era un juego peligroso, pero la hechicera llevaba sangre de reyes guerreros en las venas, y no había ido a Neraka sólo para sentir las manos callosas de Ariakas toqueteándola.

—Tu padre era un caballero —continuó Iolanthe, que se abstuvo de añadir que fue un caballero caído en desgracia—, y en consecuencia estás familiarizada con la política de la caballería solámnica...

—Sé que me entra una jaqueca espantosa cada vez que se habla de política —la interrumpió de nuevo, desdeñosa.

—He oído que eres una mujer de acción. —Iolanthe le dedicó a Kit una bonita sonrisa—. ¿Conoces a un caballero llamado Derek Crownguard?

—Me han hablado de él, pero no lo conozco personalmente. Es un Caballero de la Rosa, vástago de una familia acaudalada, que compite con Gunthar Uth Wistan por el liderazgo de la caballería.

Puede que la política le causara dolor de cabeza a Kitiara, pero se ocupaba de estar informada de lo que ocurría en el país que estaba a punto de conquistar.

»Crownguard es ambicioso. Un buscador de la gloria. Seguidor estricto del Código y la Medida. Ni siquiera cagará sin antes consultar la Medida para estar seguro de que hace lo correcto.

—Expresado de un modo tosco, pero certero —comentó la hechicera.

—El tal Crownguard es la clave de la destrucción de la caballería —intervino Ariakas.

—¿Quieres que ordene matarlo? —preguntó Kitiara.

Le habló al emperador, pero fue Iolanthe la que contestó sacudiendo la cabeza en un gesto negativo. Llevaba el negro cabello largo hasta los hombros, con flequillo recto, y adornado con una fina banda de oro. La espesa melena se meció al mover la cabeza y liberó una leve fragancia a perfume. Vestía ropas de seda negra con orlas doradas, cosidas en capas para que el tenue tejido transparente se le ajustara aquí y ondeara allá, de manera que proporcionaba un fugaz y tentador atisbo de la carne morena que había debajo. Lucía brazaletes y anillos de oro, así como ajorcas en los tobillos. Iba descalza.

En contraste, Kitiara vestía la armadura de dragón y botas altas, además de oler a sudor y a cuero.

—Morir asesinado convertiría en héroe a Derek Crownguard —dijo la hechicera—. En este momento es lo que los caballeros necesitan, precisamente, y sólo un necio les proporcionaría uno.

—Limítate a explicarle el plan, Iolanthe —ordenó Ariakas, que empezaba a impacientarse—. O, mejor aún, lo haré yo. ¿Has oído hablar de los Orbes de los Dragones? —preguntó a Kitiara.

—¿Ese artefacto mágico que tiene esclavizado al rey elfo Lorac?

—Se ha descubierto otro orbe igual en el límite del glaciar. Parece ser que el Señor del Dragón del Ala Blanca, Feal-Thas, se lo encontró mientras hacía una limpieza en su armario —terminó Ariakas con sequedad.

—Quieres que vaya y se lo quite —dijo la guerrera.

Ariakas tamborileó unos dedos contra los de la otra mano.

—No. Tiene que ser Derek Crownguard el que recupere ese orbe.

Kitiara enarcó las cejas. Fuera lo que fuese lo que había esperado, no era eso, desde luego.

—¿Por qué, milord?

—Porque el orbe se apoderará de Crownguard, igual que se apoderó del rey elfo, y lo tendremos controlado. El caballero regresará a Solamnia...; el veneno en el pozo solámnico. Bajo nuestra dirección, conducirá a los caballeros derechos al desastre. Este plan tiene la ventaja adicional de sacar a Derek de Solamnia en un período crítico. Estás familiarizada con los solámnicos, así pues, ¿qué te parece?

Lo que le parecía a Kitiara era que un ataque audaz a la Torre del Sumo Sacerdote en ese momento podría significar ganar la guerra, pero Ariakas no quería saber nada de eso. De repente comprendió el porqué. El emperador odiaba a sus enemigos, los Caballeros de Solamnia, pero por mucho que los odiara, también creía en ellos. Creía en su mitología. Creía en la leyenda del caballero Huma y de cómo arrojó a la Reina Oscura y a sus dragones de vuelta al Abismo. Creía en el mito del valor y la entereza de los caballeros y creía en su pasada gloria. Había maquinado aquel complicado plan porque, en el fondo, creía que no podía derrotarlos militarmente.

A Kitiara no la cegaban las apariencias. No era crédula. Había visto a los caballeros reflejados en la persona de su derrochador padre y sabía que las resplandecientes armaduras plateadas tenían herrumbre y mellas y chirriaban al caminar con ellas puestas.

Eso lo tenía meridianamente claro, pero no podía hacer nada al respecto. Lo que también estaba clarísimo era que si ese plan de Ariakas fallaba, si los ejércitos de los dragones perdían la batalla por Solamnia, sería a ella —como comandante del Ala Azul— a la que culparían. Daba igual que hubiera ofrecido al emperador una estrategia victoriosa que él había rechazado. Llegado el momento, Ariakas lo olvidaría convenientemente.

Él y su hechicera esperaban que les dijera lo listos que eran.

Cumpliría con su deber. Después de todo, era un soldado y él era su comandante.

—Me parece una idea interesante —dijo por fin—. Todos los solámnicos sienten una profunda desconfianza hacia cualquier cosa mágica, pero... —dirigió una sonrisa a Iolanthe—. No me cabe duda de que una hermosa mujer podría ayudar a sir Derek a superar esos recelos. Y ahora, si no ordenas nada más, milord, he de volver a mi puesto de mando.

A Kitiara se le había ocurrido que quizá podría haber alguna forma de sortear la negativa de Ariakas a atacar la Torre del Sumo Sacerdote. Al principio se enfurecería por haberle desobedecido, pero la victoria mitigaría su ira. Mejor eso que soportar su cólera tras una derrota...

—Excelente —respondió el emperador con suavidad—. Me alegra que te guste el plan, Kitiara, porque he decidido enviarte a ti a tender el lazo a Crownguard.