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Cyllan miró la desierta plaza del mercado y pensó que lo que necesitaba era su caballo, ensillado y con provisiones, y una buena ventaja sobre los que sin duda la perseguirían cuando las noticias de la Península de la Estrella llegaran hasta la posada del Arbol Alto. Hasta aquel momento, había dicho Gordach, solamente unos pocos dignatarios locales conocían la naturaleza del mensaje traído por un halcón desde la fortaleza del Círculo, pero cuando todo su contenido fuese de conocimiento público, Cyllan se hallaría en gran peligro. Keridil tenía que haber dado la descripción de la muchacha que escapó del Castillo después de matar al hijo del Margrave de Shu, y sus cabellos y sus ojos, tan característicos, serían suficientes para delatarla al instante. No podía esperar que se sostuviese la historia urdida a toda prisa que había contado a sus salvadores; en la confusión que siguió a la caza le había dado buen resultado, pero no resistiría una investigación más a fondo. Si tenía que conservar su libertad y su vida, tenía que huir.

Estaba a punto de alejarse de la ventana cuando una sombra que se movió, súbitamente, al otro lado de la plaza retuvo su atención. El fuerte resplandor de una linterna brilló entre dos casas y apareció un hombre, bostezando y envuelto en una gruesa capa, que cruzó las mojadas losas en dirección a una tabla monolítica de piedra que se alzaba solitaria en el centro de la plaza.

Cyllan había visto Piedras de la Ley en todas las pequeñas poblaciones por las que había pasado durante sus duros años como conductora de ganado. Se erigían en las plazas del mercado, en los muelles, en realidad en todos los lugares donde solía congregarse la gente, y en sus melladas superficies se fijaban los documentos de vital importancia para los vecinos. La noticia de la muerte de cualquiera de los tres líderes del país o del Margrave de la provincia tenía que ser fijada en la Piedra de la Ley, así como todos los nuevos edictos promulgados por la Corte del Alto Margrave en la Isla del Verano; de hecho, cualquier información que tuviesen que saber todos los hombres, mujeres y niños del distrito o de todo el mundo.

Se pasó la lengua por los labios, que se le habían secado de pronto al observar que el hombre se detenía delante de la Piedra de la Ley y sacaba de debajo de los pliegues de su capa un rollo de pergamino y un martillo corto y de cabeza roma. Momentos después, el sordo martilleo que produjo el hombre al clavar el pergamino en la Piedra de la Ley rompió el silencio de la noche. La coincidencia era demasiado elocuente. Aquel aviso sólo podía referirse a ella y a Tarod. Y cuando despuntase la aurora, redoblaría un tambor en la plaza del mercado para que acudiesen todos hacia la Piedra, donde serían leídos con voz fuerte los detalles del bando, para que ningún vecino se perdiese la importante noticia.

No por primera vez maldijo Cyllan su falta de instrucción. No sabía leer, y si quería saber lo que decía el bando, tendría que esperar a que amaneciese y se le diera lectura oficial. Pero no se atrevía a esperar. Si, como creía, el pergamino era un edicto de la Península de la Estrella, la milicia de la provincia habría sido puesta sobre aviso mucho antes de fijar el anuncio y, a estas horas, debía de haber empezado la caza. Lo más probable era que los hombres que la habían salvado de los bandidos hubiesen dado ya su descripción y se hubiesen dado cuenta de la identidad de la persona a quien habían salvado. La milicia podía llegar en su busca en cualquier momento; tenía que marcharse, y hacerlo en seguida.

El vigilante, todavía bostezando, había terminado su tarea y se alejaba, con su linterna oscilando como un fuego fatuo. Los ojos de Cyllan se adaptaron mejor a la oscuridad, y miró a su alrededor. Para su inmenso alivio, vio que la ropa que llevaba cuando había llegado a la posada estaba delicadamente plegada sobre una silla, limpia y seca. Sheni ya Win Mar se había excedido en el cumplimiento de su palabra; prometió que las prendas estarían secas por la mañana, pero, por lo visto, la aparente categoría de su invitada la había inducido a terminar su tarea antes de irse a dormir. Mientras tiraba la manta y empezaba a vestirse, temblando, Cyllan pensó irónicamente que las últimas horas le habían dado una visión inesperada de lo que debía ser la vida de una dama de calidad. Gente pendiente de cada una de sus palabras, ansiosa de obedecer sus órdenes y de cuidarle... Era una lástima, pensó, que no pudiese disfrutar plenamente de ese trato. Ahora, con todas las fuerzas del Círculo probablemente en pie para encontrarla, era del todo inverosímil que volviese a presentársele una oportunidad semejante.

Cautelosamente, metió una mano debajo de la almohada y sacó la piedra del Caos, tratando de no dejarse atraer por su ojo solitario y chispeante. La guardó en su corpiño (era una lástima que la falda larga y el justillo fuesen tan poco prácticos para una huida veloz y sigilosa, pero nada podía hacer al respecto), después se pasó rápidamente los dedos por los pálidos cabellos y se acercó de puntillas a la puerta.

La hostería estaba en silencio. Ninguna luz delatora se filtraba por debajo de ninguna puerta, y la empinada escalera estaba envuelta en la oscuridad. Rezando para no pisar en falso, se deslizó escalera abajo y se detuvo un instante, aterrorizada, cuando una vigueta crujió en alguna parte del viejo edificio. Después de lo que le pareció una eternidad, llegó a la planta baja y a la pesada puerta que se interponía entre ella y la libertad. La puerta tenía un enorme cerrojo y no podía esperar correrlo sin ruido. Al no haber sido untado desde hacía tiempo, protestó con un chirrido, y Cyllan apretó los dientes, angustiada, mientras escuchaba por si había movimiento en el piso alto. Pero no oyó nada; por lo visto, Sheniya Win Mar seguía durmiendo. Por fin, sabiendo que no podía esperar más, Cyllan abrió la puerta y salió a la plaza en la mañana temprana.

El frío la azotó al instante; el frío sin viento y cortante de principios de la primavera. En el Castillo de la Península de la Estrella no había necesitado llevar zapatos, y las botas de hombre que solía usar se habían perdido hacía tiempo en el mar. Al sentir el frío de las losas de la plaza del mercado que penetraba a través de las finas suelas, habría dado cualquier cosa por recobrar su antiguo calzado, y también la capa que había perdido la noche anterior en su desesperada huida de los bandoleros. Pero no importaba; podía prescindir de ello; tenía cosas más urgentes en que pensar.

Con los dientes castañeteando, se deslizó a lo largo de la pared frontera de la posada, observando cautelosamente la plaza desierta, hasta que llegó a un callejón lateral. A través de un arco pudo distinguir el perfil de unos edificios bajos detrás de la posada, que, lógicamente, tenían que ser los establos. Estaba en la mitad del camino de su meta...

Afortunadamente, parecía que Sheniya Win Mar no tenía mozo de cuadra, ni los furiosos gansos que empleaban muchos granjeros como populares y eficaces guardianes, y sólo un silencio ininterrumpido saludó a Cyllan cuando abrió la puerta del establo y se deslizó en su interior. Oscuras sombras se movieron inquietas, y vio el blanco de un ojo saltón; instintivamente, emitió un sonido grave y gutural, que su tío le había enseñado a emplear para calmar a los animales nerviosos. Los caballos se tranquilizaron, y oyó un suave y satisfecho resoplido.