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Solamente había tres animales en el establo: una yegua negra de lomo arqueado, un poney peludo y el gran caballo de color gris de hierro. Las guarniciones estaban colgadas de ganchos a bastante altura en la pared; reconoció las suyas por las manchas de barro y de sudor en el cuero y empezó a ensillar su montura. Una rápida inspección le dijo que el animal había sido bien alimentado y abrevado. Dando un último tirón a la cincha para comprobar que estaba segura, separó el caballo de su pesebre y lo encaró hacia la puerta. Al salir, los cascos del animal resonaron fuertemente sobre los guijarros, arrancando de ellos vivas chispas azules, y Cyllan, alarmada, lo detuvo y contempló la oscura mole de la posada. Por un instante, pensó que la suerte seguía protegiéndola, pero entonces brilló una lámpara detrás de una ventana del piso alto y, segundos más tarde, se corrió la cortina y una cara pálida, de rasgos imprecisos, miró en su dirección.

Cyllan sintió que la bilis subía a su garganta al contemplar, espantada, aquella cara. Oyó (o creyó oír, nunca lo sabría de cierto) una voz que llamaba, y ésta la sacó de su pasmo inicial e hizo que se dejase llevar por el instinto. Alargó una mano, se agarró a la silla, levantó un pie, encontró el estribo y, con frenético impulso, subió a lomos del caballo. Este se encabritó de lado; ella agarró las riendas, todavía luchando por enderezarse, y clavó con fuerza los tacones en los flancos.

El ruido del corpulento caballo saliendo a toda velocidad del callejón fue suficiente para despertar a la mitad de los moradores de Wathryn, pero era demasiado tarde para tratar de detenerlo. Cyllan había sido vista y lo único que podía hacer era salir al galope para salvar la vida. Se agachó sobre el cuello de su montura, gritándole estridentemente y golpeándole con las riendas enlazadas. Cruzaron la plaza del mercado, no dando por un pelo contra la Piedra de la Ley, y volaron hacia la carretera. Delante de ellos, un desgarrón de las nubes permitió ver un resplandor verde-purpúreo en la dirección por la que saldría el sol; Cyllan dirigió su montura hacia la derecha, apartándose de la carretera y desviándose hacia el sur. Esperaba oír en cualquier momento el ruido de sus perseguidores, pero no fue así; llegó a los bosques de más allá de la ciudad y tampoco resonaron pisadas de caballo a sus espaldas. Al fin permitió Cyllan descansar a su caballo y se volvió sobre la silla para mirar atrás.

Wathryn seguía durmiendo. Si Sheniya Win Mar reconoció a su antigua huésped o se había creído víctima del robo de un caballo, aún no había dado la voz de alarma, y esto era suficiente para dar a Cyllan la ventaja que necesitaba. Delante de ella se extendían las grandes llanuras labrantías del sur y, después, la provincia de Shu, donde, si todavía vivía, la buscaría Tarod.

Si todavía vivía... Cyllan palpó el sitio donde guardaba la piedra del Caos y murmuró una oración que no iba dirigida a Aeoris. Después se acomodó mejor sobre la silla y puso su caballo al abrigo de los árboles.

CAPÍTULO 3

—¿Keridil?

La alta y noble joven había entrado en la estancia tan silenciosamente que él no advirtió su presencia hasta que salió de la sombra y se acercó a la ventana junto a la cual estaba de pie el Sumo Iniciado. Este se volvió, sorprendido, y después sonrió cuando ella se acercó para besarle.

—Pareces cansado, amor mío. —Su voz era cálida y solícita—. Deberías tomarte un rato para descansar; el mundo no dejará de girar mientras tú duermes.

El sonrió de nuevo y le rodeó los hombros con un brazo, estrechándola contra su cuerpo.

—Más tarde dormiré un poco. —Señaló con la cabeza a la ventana, donde despuntaba el día—. Todavía estamos esperando que regresen las primeras aves mensajeras. Tardan más de lo que yo quisiera; esperaba que, a estas horas, la noticia se habría difundido por todas las provincias.

Sashka suspiró débilmente.

—¿Y no hay noticias del paradero de Tarod?

—No. Desde luego, hemos tratado de localizarle por medios mágicos, y las videntes de la Hermandad están empleando todos sus recursos. Pero conozco a Tarod; si no quiere que le encuentren, se necesitaría, para descubrirle, mucho más de lo que son capaces nuestros Adeptos.

—Le encontraréis —dijo ella, con tal veneno en la voz que Keridil se quedó momentáneamente sorprendido al ver que su odio igualaba al suyo—. Le encontraréis, Keridil. Y entonces...

Las uñas de una mano se clavaron en la palma de la otra al cerrar ella los dedos. Cuando Tarod fuese capturado de nuevo gozaría con su muerte lenta. Dos veces había burlado él al Círculo; estaba resuelta a no verse privada esta vez del placer de su destrucción final. Y quizá se permitiría verle por última vez, para recordarle que la había conocido tocado y amado... Un ligero y agradable escalofrío recorrió su espina dorsal, y Keridil, al advertirlo, le preguntó, solícito:

—¿Tienes frío, amor mío?

—No...

Apoyó una mano en su cadera y se apretó más a él, excitada por sus propios pensamientos y por recuerdos de días anteriores a aquel en que Keridil había sustituido a Tarod en su corazón. Entonces, sin quererlo ella, la imagen de otra joven apareció en su mente: pequeña, vulgar, angulosa, desaliñada, con unos cabellos que parecían de plata..., y un frío arranque de cólera destruyó el naciente deseo. Se apartó bruscamente hacia la ventana, cerrando de nuevo los puños, y dijo, tratando de disimular lo que sentía:

—¿Y qué hay de aquella campesina?

— ¿Cyllan Anassan? —Keridil la observó, consciente del torbellino en la mente de ella y procurando reprimir una punzada de sospecha en cuanto a su causa—. La estarán buscando; no me cabe duda de ello..., y tiene la piedra del Caos. Es imperativo que la encontremos antes que él.

Sashka encogió los hombros como un ave de presa.

—No quise decir eso. Sé que la prenderéis, Keridil; lo sé. Pero, cuando la traigan al Castillo, ¿qué pasará?

El no respondió inmediatamente, y ella volvió la cabeza para mirarle. Keridil le devolvió la mirada todavía no despejadas del todo sus dudas, y al fin dijo:

—Ha sido puesto precio a su cabeza, no solamente por ser cómplice del Caos, sino también por el asesinato de Drachea Rannak. En conciencia, no podía decretar otra cosa. Pero si he de ser sincero, no me gusta la idea de ejecutar a una mujer.

Sashka frunció los párpados.

— ¿Ni siquiera a una mujer que mató al hijo y heredero de un Margrave a sangre fría?

—Ni siquiera a esa mujer. —Y añadió, con cierta brusquedad—: ¿No podrías tú matar, Sashka? ¿No lo harías por algo en lo que creyeses de verdad?

—Si ella cree en el Caos, ¡sólo merece la muerte!

— No he dicho que crea en el Caos —replicó Keridil—. No creo que sea así. Pero cree en Tarod.

Su expresión puso sobre aviso a Sashka justo a tiempo de controlar su reacción, y se dio cuenta de que aquellas palabras eran un des a-fío. Si discutía, si mostraba emoción o cólera, Keridil sospecharía la verdad: que su odio era en buena parte causado por los celos. Ella había desdeñado y traicionado a Tarod por el Sumo Iniciado, pero el conocimiento de que los sentimientos de Tarod se habían desviado hacia otra persona era más de lo que podía tolerar. Especialmente cuando aquella otra persona era una campesina y vaquera vulgar, sin belleza ni educación. Ahora, menos que nunca, debía permitir que Keridil percibiese la verdad...