Con rostro sereno, cruzó despacio la estancia, dirigiéndose a él y apoyando una mano en su manga. Sus dedos trazaron sensualmente un dibujo sobre el brazo de él.
—Desde luego, tienes razón —dijo suavemente, alegrándose de conocer ahora lo bastante a su amante para saber lo que podía revelar y lo que debía ocultar—. Es difícil condenar de súbito. Por ejemplo, si yo te estuviese defendiendo...
El se rió de esta idea, pero la tensión había cesado.
—¡Espero no necesitarlo nunca!
Sashka bajó los ojos y levantó la mano de él hasta sus labios para besarla, lamiendo ligeramente su piel.
—Sin embargo, si llegase el momento de hacerlo... — Mordisqueó sus dedos—. Si me necesitases...
Dejó sin terminar la ambigua sugerencia y se alegró al sentir, al cabo de un momento, que él le rodeaba la cintura y la atraía hacia sí.
—Si... —empezó a decir Keridil, pero se interrumpió al oír ruido en el patio.
Se volvió en redondo hacia la ventana y miró.
—¡Un ave! ¡Uno de los mensajeros ha vuelto! —Su abrazo cambió de naturaleza, y la besó rápidamente, como en un breve saludo, antes de soltarla del todo—. Discúlpame, amor mío, pero he de ver lo que trae.
Y antes de que ella pudiese hablar, salió corriendo de la habitación, cerrando de golpe la puerta a su espalda.
Sashka miró fijamente la puerta y después lanzó una maldición que, en labios de una joven noble y educada, habría hecho que su madre se desmayase del susto.
El halcón venía del sur de Chaun. Keridil reconoció el sello distintivo de la Matriarca, la Hermana Ilyaya Kimi, mientras se abría paso entre los mirones. El halconero del Castillo desprendió el mensaje de la pata del ave y se lo tendió gravemente, mientras el halcón aleteaba y se posaba en el puño de su amo, cansado pero todavía dispuesto a darle un picotazo a cualquiera que hiciese un movimiento imprudente. Keridil se alejó un poco y, mientras rompía el sello del enroscado pergamino, vio que Gant Ambaril Rannak se acercaba a través del grupo de curiosos.
—Sumo Iniciado. —El Margrave había presenciado la llegada del halcón desde su ventana, y sus cansados ojos tenían una expresión afanosa y atormentada—. ¿Hay alguna noticia...?
—Una carta de la Matriarca de la Hermandad. —Keridil no desenrolló el pergamino, a pesar de la evidente ansiedad del otro hombre—. Me parece improbable que tenga noticias de los fugitivos. Lo siento. —Trató de suavizar sus palabras con una simpática sonrisa—. En cuanto se sepa algo de la asesina de Drachea, te enviaré a buscar.
Gant asintió con la cabeza, disimulando su contrariedad y recordando, de mala gana, que las cartas que se cruzaban entre dos de las tres primeras autoridades del país no eran de incumbencia de un simple Margrave provincial.
—Desde luego... Gracias —dijo—. Pero cuando vi el pájaro, me pregunté si... —Irguió un poco los hombros—. Volveré junto a mi esposa.
Keridil le acompañó hasta la puerta principal y, cuando el Mar-grave empezó a subir la escalera de los pisos superiores, volvió a toda prisa a su estudio. Sashka se levantó de su sillón al verle entrar.
—¿Qué es? —Había cierta vivacidad en su tono.
—Un mensaje de la Hermana Ilyaya Kimi.
—¿La Matriarca?
Por un instante, los ojos de Sashka permanecieron muy abiertos; como Novicia de la Hermandad le habían enseñado a reverenciar a su superiora casi como si fuese encarnación de la sabiduría. Y por muy alta que fuese su posición como prometida del Sumo Iniciado, aquel hábito no se extinguía fácilmente. Cuando Keridil se sentó en el borde de la mesa y abrió la misiva, no trató de mirar por encima de su hombro como habría hecho en otra circunstancia, sino que observó, con los nervios en tensión, mientras él leía en silencio. A los pocos momentos, comprendió que algo grave estaba ocurriendo.
Keridil leyó varias veces la enrevesada y adornada escritura de bien meditadas frases, esperando a medias que hubiese interpretado mal las palabras. Pero no podía haber error; la pregunta que formulara con tanta agitación fue contestada.
Ilyaya Kimi tenía ahora más de ochenta años y estaba delicada de salud, pero su mente (pese a sus excentricidades y sus ataques de mal humor) era tan clara como siempre. Al recibir el mensaje del Sumo Iniciado, había comprendido inmediatamente el peligro de difundir la noticia de la fuga de Tarod, aunque estaba completamente de acuerdo con Keridil en que no podía ocultarse la verdad. Brevemente, y con una visión que le hizo estremecerse, describió el histerismo que, a su entender, se apoderaría de todas las provincias en cuanto se diese la alarma. El Caos era para todos los hombres y mujeres una pesadilla ancestral, un legado de un pasado que, aunque olvidado desde hacía largo tiempo, se negaba a morir. Y sólo había, declaraba, un curso de acción que, en su opinión, debía tomar el Sumo Iniciado.
Keridil dejó caer a un lado la mano que sostenía el pergamino y se frotó los ojos con el pulgar y el índice de la otra. Por todos los dioses que habría querido que su padre, Jehrek, estuviese todavía vivo. Jehrek había tenido la prudencia y el buen criterio que eran fruto de años de experiencia, y su hijo necesitaba ahora desesperadamente aquellas cualidades. Si no hubiese muerto... Y algo se nubló en el alma de Keridil al recordar que había sido Yandros, Señor del Caos, quien quitara la vida al viejo...
—¡Keridil!
El casi había olvidado la presencia de Sashka en la habitación, y levantó la mirada, sobresaltado, como si hablase un fantasma. Ella le estaba observando, muy abiertos los ojos negros y tendiendo una mano vacilante hacia él.
—¿Qué es, Keridil? ¿Qué te dice?
Jehrek ya no estaba aquí para ayudarle.. , pero podía hacerlo Sashka. Aunque era mala cosa hacer confidencias a personas ajenas al Círculo, a pesar de que el Consejo de Adeptos podía desaprobarlo enérgicamente, Keridil necesitaba compartir su carga con ella.
Le tomó la mano y dijo a media voz:
—La Hermana Ilyaya Kimi me pide formalmente que convoque el Cónclave de los Tres.
Sashka le miró, pasmada. Lo había comprendido, sabía lo que era aquello; pero, ahora que él había pronunciado las primeras palabras, tenía que explicar el resto.
—Me pide que informe al Alto Margrave y que empiece los preparativos. —Hizo una pausa y añadió—: Confirma lo que yo más temía, Sashka... Que nuestra única esperanza de vencer al Caos es ir al Santuario de la Isla Blanca y abrir el cofre de Aeoris.
Los vecinos que se habían reunido en la pequeña plaza frente al palacio de justicia de Vilmado estaban demasiado enfrascados en sus propios asuntos para prestar atención a la desconocida de cabellos castaños montada en un poney peludo y descuidado, al que seguía otro de mala gana. La tarde estaba declinando, el sol lanzaba rayos rojos y oblicuos que proyectaban largas sombras, y soplaba un fuerte viento del nordeste, que se filtraba a través de la ropa y recordaba a todo el mundo que el verano estaba aún muy lejos.
Cyllan se detuvo junto a una hilera irregular de puestos de mercado cubiertos y saltó del poney que iba delante, golpeándole con fuerza el belfo cuando trató de morderla. Parecía que se estaba celebrando una reunión en la plaza; un hombre con uniforme de oficial estaba plantado en la escalinata del palacio de justicia, flanqueado por otros que vestían prendas militares escogidas apresuradamente y llevaban una gran variedad de armas. El oficial hablaba a la muchedumbre, alargando de vez en cuando las manos en ademán tranquilizador cuando sus inquietos oyentes empezaban a replicar a gritos; pero Cyllan estaba demasiado lejos para oír lo que decían. Se acercó al primero de los puestos del mercado, donde una mujer alta y delgada, con los brazos en jarras, miraba ceñuda a la multitud.