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—¿Qué sucede?

La vendedora miró por encima de la larga nariz, con expresión hostil.

—Lo bastante para estropear mi negocio y hacerme volver a casa con la bolsa vacía.

No parecía dispuesta a hacer comentarios, por lo que Cyllan le preguntó:

— ¿Hay cerca de aquí una posada que pueda tener una habitación disponible?

— ¿Una posada? —La mujer volvió a mirarla fijamente, sin disimular el hecho de que estaba valorando a la desconocida y no le gustaba lo que veía—. Prueba en Los Dos Cestos. Es donde suelen ir los vaqueros y otra gente parecida. —Señaló con la cabeza un estrecho callejón—. Está en el extremo de aquella calle.

Cyllan le dio las gracias y se llevó los malhumorados poneys. Oscuras sombras la rodearon al entrar en el callejón, así como los olores de la cuneta mezclados con los apenas más apetecibles a comida rancia. Encontró fácilmente Los Dos Cestos (la posada no era muy atractiva, pero correspondía con el aspecto que ofrecía ella) y ató los animales a una anilla de la medio arruinada pared. Después, cuando iba a cruzar el umbral, se detuvo al sentir en el estómago el nudo del miedo.

¿Y si la reconocían? Hacía dos días que había huido de Wathryn; lo más probable era que el mensaje del Círculo referente a su fuga hubiese sido ya difundido por todo el país y que, en ese momento, se estuviese informando a los que estaban delante del palacio de justicia de lo referente a la servidora del Caos que tenía puesta a precio la cabeza. Había estado bastante segura en la carretera, encontrando solamente en ella algún grupo ocasional de conductores de ganado o alguna pequeña caravana; pero aquí, en una población, estaba peligrosamente expuesta. Y si alguien sospechaba de ella...

Refrenó sus pensamientos, diciéndose severamente que se estaba portando como una tonta. Era imposible que pudiese evitar todas las ciudades y todos los pueblos en su viaje hacia el sur; necesitaba mezclarse con la gente si quería oír algún rumor sobre Tarod o alguna pista sobre su paradero. Además, se recordó que Keridil Toln buscaba a una muchacha de cabellos largos y de un rubio pálido, cabalgando un buen caballo gris. Una vaquera de cabello castaño que conducía dos poneys ariscos no merecería más que una breve mirada.

Esta idea le dio valor; pero, a pesar de ella, sintió que le flaqueaban las piernas cuando abrió la puerta desvencijada de Los Dos Cestos y penetró en la posada.

El local destinado a taberna estaba vacío, salvo por el muchacho desgalichado encargado de servir las bebidas y que la miró al entrar. El chico vio una muchacha vulgar con pantalones de hombre, chaqueta de cuero y botas de montar, y con los cabellos de color castaño rojizo recogidos en un moño sobre la nuca. Ella le sonrió con indecisión y él correspondió a su sonrisa.

—Buenas tardes.

Cyllan recorrió la habitación con la mirada, y captó el fuego lento y las mesas vacías. Flotaba en el aire un olor a comida, por fortuna más agradable que el que se percibía en el exterior. Se acercó al mostrador y dijo:

—Tomaré una jarra de cerveza de hierbas, un plato de carne y pan, si es que tienes.

El mozo asintió con la cabeza.

—Tenemos todo el que quieras. Esto se llenará cuando termine la reunión en la plaza. —Seguía mirándola y ella empezó a sentir que se le ponía la piel de gallina, pero se dio cuenta de que su escrutinio era más de esperanza que de sospecha. El chico sonrió de nuevo—. También tenemos raíces picantes; recién cosechadas. Puedo servirte un plato para acompañar la carne.

—Sí, gracias.

El salió apresuradamente de detrás del mostrador para conducirle a una mesa cerca del fuego; pero entonces, al recordar las constantes exhortaciones de su amo, su semblante se nubló.

—¿Tienes dinero? —preguntó—. El posadero dice que no puedo servir a nadie sin cobrar por anticipado. Es un cuarto de gravin.

Cyllan hurgó en su bolsa y sacó una moneda. El muchacho la tomó, la mordió y asintió satisfecho con la cabeza.

—Iré a buscar la comida.

Mientras el mozo se alejaba a grandes zancadas, Cyllan apoyó la cabeza en la tosca pared y cerró los ojos, dejando que el débil calor del fuego penetrase en su cuerpo. Hasta el momento, todo iba bien; podía descansar un rato y mitigar su hambre. Y, por ahora, el nuevo disfraz le serviría.

La pandilla de boyeros con la que había trocado el caballo del Margrave por ropa vieja, dos poneys cascados y diez gravines en metálico, no le habían hecho preguntas, contentándose con escupir y dar la mano para cerrar el trato. Cyllan sabía que había vendido el caballo por menos de la mitad de su valor; los poneys casi no valían nada y el caballo podía venderse por cuarenta o cincuenta gravines, pero el hecho de que hubieran realizado un trato tan abusivo por su parte aseguraría el silencio de los boyeros. Su tío celebró en su tiempo los suficientes negocios sucios como para que Cyllan conociese demasiado la manera de actuar de los conductores de ganado; en esto no corría ningún peligro. Había comprado la chaqueta de cuero y las botas a un vendedor ambulante y, a la mañana siguiente, completó su disfraz en el bosque arrancando la corteza cobriza de las ramas de un arbusto, machacándola en el agua de una pequeña charca, jadeando al sentir su frialdad, y tiñéndose los cabellos de color castaño con la mezcla. La coloración no era permanente; tendría que protegerse los cabellos de la lluvia, y los efectos de la corteza desaparecerían al cabo de aproximadamente una semana; pero disponía de tiempo suficiente.

Hasta aquel momento todo había marchado bien (salvo cuando había estado al borde del desastre en Wathryn), pero sabía que cuanto más se adentrase en el poblado sur, el viaje sería cada vez más peligroso. Por lo que podía calcular, se hallaba en las tierras fronterizas entre las provincias de Chaun y Perspectiva, y los campos eran aquí más despejados; tierras llanas y labrantías, cruzadas por importantes caminos ganaderos, pero sin los densos bosques del norte que pudiesen darle abrigo. La noche anterior había acampado en terreno descubierto, junto a un afluente de uno de los grandes ríos occidentales, y no se había atrevido a encender fuego hasta que la noche se había hecho demasiado fría para aguantarla sin él; durante el día había dado un amplio rodeo para esquivar dos caseríos, y si por la tarde se arriesgó a entrar en Vilmado había sido, simplemente, para evitar lo que sería otro rodeo más amplio y difícil. Y cuanto más cabalgase hacia el sur, más poblaciones encontraría y mayor sería el riesgo de ser capturada. Tenía que hallar a Tarod, pero no había oído ningún rumor acerca de él y aún no tenía la menor idea de en qué parte del mundo podía estar.

Durante la noche, al calor del fuego pero incapaz de dormir por miedo a que la pillasen desprevenida unos bandoleros o incluso un agricultor local, trató de utilizar su propia y sencilla forma de geomancia para establecer contacto con Tarod. Pero, sin su preciosa bolsa de piedras, el intento fue un fracaso, y Cyllan dudaba incluso de que con las piedras el resultado hubiese podido ser mejor. No tenía condiciones para esta labor, y ahora empezaba a desvanecerse su esperanza de que Tarod emplease sus propios poderes para encontrarla. Si lo había intentado, si era capaz de intentarlo, entonces había sido ella quien no había tenido las facultades psíquicas necesarias para oírle.

Al fin había sacado la piedra del Caos de su escondrijo y contemplado su resplandor centelleante, dándole vueltas en las manos y sintiéndola latir como si tuviese vida propia. Al observar sus profundidades de múltiples facetas, se había imaginado que se convertía en un ojo que la miraba fijamente y que, detrás de él, podía atisbar un reflejo de la sonrisa de Yandros... o de Tarod. Pero la ilusión duró sólo un momento y, después, la piedra se apagó de nuevo. Más tarde, al amanecer, se despertó de un sueño inquieto, creyendo que oía el estridente y elemental gemido lejano que anunciaba un Warp, pero también esto había sido una ilusión. Sin embargo, se dijo, si Yandros estaba tratando de ayudarla en su búsqueda, seguramente haría que...