Cyllan se estremeció de nuevo y llevó una mano al cuello de su vestido gris, introduciéndola debajo del corpiño hasta que extrajo algo que guardaba entre los senos. No lo había perdido en su furiosa fuga del Castillo, y sintió una extraña mezcla de alivio y repugnancia al contemplar la pequeña joya clara y de múltiples facetas que reposaba ahora en la palma de su mano proyectando fríos reflejos de la triste luz del día. La piedra del Caos. Una fuente de poder y de terror... y el recipiente que contenía el alma del hombre a quien ella amaba.
Su mano se cerró reflexivamente sobre la piedra, ocultándola a la vista. Debatiéndose entre el odio a la naturaleza de la joya y el doloro so conocimiento de que sin ella era un ser incompleto, Tarod había advertido a Cyllan de su influencia; una influencia, había dicho, que corrompía y manchaba todo aquello que tocaba o a todo aquel que la poseía. ¡Cuánta razón había tenido!, pensó ahora amargamente. La piedra la ayudó ya una vez a matar, provocando en ella una demoníaca sed de sangre que hizo que se regocijase en el acto del homicidio. El estigma de aquella acción todavía permanecía en las manchas rojas secas de sus manos y su ropa, y Cyllan sabía lo fácil que era caer bajo aquella negra influencia. Solamente Tarod podía ejercer algún control sobre la piedra... y bien que la necesitaba, pues sin ella sólo le restaba una fracción de su poder. Dado que el Círculo, del que había sido antaño alto Adepto, juró destruirle, su vida estaría en peligro hasta que la joya volviese a estar en su poder.
Esto, si todavía estaba vivo...
Cyllan no era propensa al llanto. Su dura vida le había enseñado la futilidad de mostrar cualquiera de los tradicionales signos de debilidad femenina, pero bruscamente se halló al borde de las lágrimas. Si Tarod vivía... Lo último que recordaba, antes de que el caballo saliese disparado, era que le había visto en la escalinata de la puerta principal del Castillo, desarmado y rodeado de tres o cuatro Iniciados dispuestos a atravesarlo con sus espadas antes de que pudiese defenderse. El Warp había estallado sobre sus cabezas y ella no había vuelto a ver a Tarod, pero seguramente, seguramente, incluso su poder reducido sería suficiente para salvarla, ¿no? Podía haber escapado del Castillo y, en tal caso, la estaría buscando. Aunque era imposible imaginar por dónde empezaría, teniendo todo el mundo para elegir.
Cyllan se obligó a mirar de nuevo la piedra e hizo una mueca al verla brillar como un ojo maligno, desorbitado, entre el enrejado de sus dedos. Después, cuidadosamente, volvió a introducirla debajo del corpiño, sintiendo su contacto frío y duro contra la piel. Por ambiguos que fuesen sus sentimientos al respecto, la piedra era un talismán, su único enlace con Tarod, y si esto era posible, le atraería hacia ella. Yandros podía no ser capaz de prestarle una ayuda directa, pero el Señor del Caos quería que la gema fuese devuelta a Tarod, y si era ésta la única esperanza que tenía ella de encontrarle, haría todo lo posible para contribuir a que Yandros alcanzase su objetivo. Cerró la mente a todo pensamiento de lo que podía ocurrir después; lo único que importaba era que Tarod y ella se reuniesen de nuevo.
Pero el claro de un bosque que sólo los dioses sabían en qué parte del mundo se hallaba, difícilmente sería el lugar más propicio para empezar una búsqueda. En el breve tiempo transcurrido desde que había recobrado el conocimiento, la luz había menguado perceptiblemente, diciéndole que el tiempo estaba empeorando. No tenía comida ni agua ni albergue, ni la menor idea de lo lejos que podía estar del pueblo más próximo o siquiera de un camino utilizado por los conductores de ganado. No podía calcular la hora; posiblemente se acercaba el crepúsculo, y el bosque no era un lugar seguro para pasar la noche; sería mejor que dejase a un lado sus especulaciones y prestase atención a los problemas más prácticos e inmediatos de la supervivencia.
Se puso trabajosamente en pie y el caballo levantó receloso la cabeza. Sacudiéndose el arrugado y sucio vestido (advirtió un gran desgarrón en un lado de su falda), se llevó dos dedos a la boca y lanzó un silbido grave y peculiar. El caballo echó atrás las orejas; Cyllan silbó de nuevo y el animal, obedeciendo de mala gana la orden, se acercó lo bastante para que ella le asiese la brida. Mientras enderezaba la silla y comprobaba que no se habían roto las correas, dio gracias, tal vez por primera vez en su vida, por los cuatro años que había pasado viajando por los caminos a lomos de un poney como aprendiza en el grupo de boyeros de su tío. Aquel silbido era un truco que aprendió pronto y con el que se podía dominar al animal más recalcitrante; el caballo no le crearía dificultades y ella estaba acostumbrada a pasar largas horas sobre la silla. Con la ayuda de Aeoris , mentalmente se corrigió, sonriendo maliciosamente para disimular la inquietud que le producía... , con la ayuda de la suerte, podría encontrar rápidamente el lugar habitado más próximo.
El arnés estaba seguro. Subiendo sobre una raíz de árbol para ganar altura, Cyllan saltó sobre la silla. Mirando entre las ramas entrelazadas de los árboles, trató de discernir la posición del sol poniente, pero el trocito de cielo que podía ver estaba nublado. Permaneció un momento inmóvil, reflexionando, y después hizo que el caballo volviese la cabeza en la que le dijo su intuición que era aproximadamente la dirección al sur. La mayoría de las zonas boscosas que cruzaban las partes occidental y central de la Tierra se extendían de este a oeste; por lo tanto, si cabalgaba hacia el sur, no tardaría en alcanzar el lindero del bosque y, desde allí, podría encontrar sin grandes dificultades alguno de los caminos empleados por los ganaderos.
No sabía, ni quería imaginar, lo que podía esperarle en el curso de su viaje. Si Tarod había escapado, pronto se sabría la noticia y empezarían a darle caza; posiblemente también a ella, aunque era más probable que el Círculo la creyese muerta. De alguna manera, tenía que encontrarle antes de que...
Tocó con los tacones de sus botas los flancos del caballo y lo condujo entre los espesos y expectantes árboles.
El canto que se oía débilmente, procedente del salón principal del Castillo de la Península de la Estrella, sería delicioso de escuchar si las circunstancias hubiesen sido menos espantosas. Las voces conjuntas de las mujeres que cantaban eran bellas, y el tono subía y bajaba en la ligera brisa de la tarde; pero Keridil Toln no podía olvidar un solo instante que las Hermanas de Aeoris estaban cantando un réquiem por el hijo del hombre que estaba sentado delante de él en su estudio.
Gant Ambaril Rannak, Margrave de la provincia de Shu, escuchaba el coro con la cabeza gacha, inmovilizada una mano sobre el pie de su copa de vino. De cuando en cuando, miraba hacia la ventana abierta, como esperando ver algo o a alguien, y Keridil percibía un momentáneo destello de rabia contenida en sus ojos.