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El caballo se paró de pronto, interrumpiendo el ritmo hipnótico de sus pisadas y haciendo que Cyllan volviese a la realidad. Aunque ésta se dio cuenta de que había estado a punto de quedarse dormida sobre la silla, otra sensación la acometió: una súbita advertencia del instinto le decía que tenía que mirar hacia atrás. Y esta vez no era producto de una imaginación fatigada. Sentía como una rigidez en los pulmones y en el cuello y, consciente de que tenía que obligarse a no temblar desaforadamente, giró cautelosamente la cabeza.

Eran cuatro figuras negras y amorfas que la seguían y se acercaban poco a poco en la penumbra. Por un instante una imagen terrible acudió a la mente de Cyllan (había oído cuentos de fantasmas y demonios, de muertos que salían de sus horribles tumbas para perseguir al incauto pasajero), pero entonces, débilmente, entre el zumbido del viento, oyó un sonido metálico, como de un caballo mordiendo su bocado, y comprendió que los que la seguían eran seres de carne y hueso.

Bandidos. Un miedo irracional nubló su mente, un miedo a la amenaza de un ataque físico y demasiado humano; pero los hombres montados a caballo que se acercaban más y más eran bastante reales. Una mujer a lomos de un buen caballo, pero sola en la noche, sería presa fácil, y lo único que cabía esperar era que la degollasen, en el mejor de los casos.

El caballo bailaba de costado, presintiendo que algo andaba mal. Era posible, sólo posible, que Cyllan pudiese dejar atrás a sus perseguidores, aunque la idea de que probablemente montaban caballos frescos mientras el suyo estaba casi agotado la hizo estremecerse hasta la medula. Pero no podía plantarles cara y luchar contra ellos; la huida era la única esperanza de salvación que creía tener.

Contuvo el caballo, tratando de calmarle y de dar a los bandidos la impresión de que todavía no se había dado cuenta de su presencia. Pero se estaban acercando... Ahora podía oír un débil ruido de cascos que no eran los de su propia montura. Se llevó cuidadosamente una mano al cuello y, con dedos temblorosos, soltó el broche que sujetaba su capa. Al hacerlo, sintió la fuerte presión de la piedra del Caos sobre el pecho y el imprevisto recuerdo de su presencia le hizo sentir un destello de esperanza. Si Yandros, el gran Señor del Caos, velaba por ella, sin duda la ayudaría, si podía... Levantó las riendas, se afirmó sobre la mojada silla, apretó los muslos y las rodillas con todas sus fuerzas contra los flancos del animal; después agarró el broche de manera que la aguja sobresaliese por entre sus dedos.

El caballo saltó hacia delante, lanzando un relincho de protesta, cuando la aguja del broche se clavó en su piel, por detrás del arzón. Cyllan se agachó sobre el cuello del animal, aferrándose desesperadamente a duras penas y rezando para no caer. Detrás de ella, sonaron nuevos ruidos en la noche: maldiciones y el súbito atronar de muchos más cascos cuando los bandidos espoleaban sus monturas para darle caza. Cyllan azotó la cruz del caballo con las riendas enlazadas, gritándole para que galopase más de prisa. El corcel echó las orejas atrás y desorbitó los ojos, y ella sintió que los poderosos músculos se hinchaban para realizar un mayor esfuerzo. La senda serpenteaba locamente delante de ellos, los árboles parecían volar, y Cyllan trató de no pensar en lo que podía ocurrir si algún animal nocturno se cruzaba de pronto en su camino.

El sudor empapaba el cuello y los flancos del caballo; éste, percibiendo el miedo de la amazona, corría con todas sus fuerzas, pero, aun así, Cyllan podía oír cómo los bandidos se iban acercando. Tenía la boca seca, la poca energía que le quedaba se estaba agotando rápidamente, su máximo esfuerzo no sería bastante para salvarla. Casi sollozando de terror, siguió azotando al animal, aunque sabía que faltaban solamente unos minutos, como máximo, para que la alcanzasen.

—¡ Yandros!

El nombre brotó de su garganta en un grito ronco, un último grito de desafío. Delante de ella, la cinta de blancura cadavérica del camino se torció bruscamente, pareciendo hundirse en el bosque, y una frenética esperanza surgió de pronto en Cyllan. Si podía alcanzar los árboles, todavía podría esquivarles... Por tenue que fuese, ¡era una posibilidad!

El caballo tomó a toda velocidad la curva del camino, resbalando peligrosamente, y se encabritó y patinó sobre aquel suelo traidor cuando un fuerte resplandor de antorchas brotó de pronto de la oscuridad y unas voces broncas y airadas gritaron que se detuviese.

Cyllan sintió que los cascos del animal resbalaban; se echó hacia delante, se agarró furiosamente a la crin y, con un último esfuerzo, consiguió sostenerse sobre la silla. Entonces el caballo se puso de nuevo de pie, y Cyllan vio el destello de una espada bajo la fuerte luz y oyó que alguien lanzaba un juramento. Unas manos la asieron, mientras el caballo se detenía y casi se caía, y la ayudaron a desmontar para caer de rodillas sobre el mojado suelo. En medio de su confusión, vio que otros caballos pasaban junto a ella por el camino, en dirección contraria a la suya; después, la pusieron en pie y se encontró mirando el asombrado semblante de un hombre de edad mediana.

—¡Que Aeoris nos ampare! ¡Es una mujer!

Las palabras fueron puntuadas por los chasquidos de las llamas de la antorcha, que la lluvia trataba en vano de apagar. Aparecieron más caras, grotescas bajo aquella luz, y alguien se apresuró a abrir un frasquito de metal y ofrecérselo a Cyllan. Esta lo aceptó agradecida, aunque tenía la garganta demasiado seca para hablar, y echó un largo trago del fuerte y ardiente licor.

—Bueno, tranquilízate. —La voz del hombre que hablaba expresaba preocupación—. Ahora estás segura, señora, nuestros hombres agarrarán a esos diablos asesinos y serán ahorcados antes de que amanezca.

El acento era de la provincia de Chaun. Cyllan trató de expresar su agradecimiento, pero todavía faltaba aire en sus pulmones y no podía hablar. Alguien le asió de un brazo para sostenerla, y otro preguntó ansiosamente:

—¿Estás herida, señora? ¿Quieres decirnos lo que te ha pasado?

El tono respetuoso de las preguntas hizo que Cyllan se diese cuenta de que aquellos hombres la habían tomado por una mujer de cierta calidad. Su ropa, junto con la evidente buena doma del caballo que montaba, habían creado una impresión que estaba muy lejos de la verdad, y la sorpresa estuvo a punto de producirle risa. Pero se dominó, consciente de que era mejor no desilusionarles; descubrir su verdadera identidad podía ser muy peligroso. Pero sería un engaño difícil de mantener. Necesitaría inventar una historia plausible, ahora no se hallaba en condiciones de pensar rápidamente y con astucia.

Para disimular, fingió que estaba a punto de desmayarse (como habría hecho una mujer distinguida en situación tan apurada), y los hombres se mostraron inmediatamente solícitos, le pidieron disculpas, la ayudaron a llegar hasta el borde del camino e insistieron en que se sentase. Ella les sonrió lánguidamente y murmuró:

—Gracias..., sois muy amables.

—De nada, señora. Pero, ¿dónde están tus compañeros? Seguro que no has estado cabalgando sola.

Esto era algo inconcebible para ellos, y Cyllan se dio cuenta de que también habían visto las manchas de sangre en su ropa y que su caballo llevaba una silla de hombre. Tragó saliva y dijo:

—No..., yo... Eramos seis. Mi... mi hermano y yo, y cuatro criados. —Y anticipándose a la siguiente pregunta, añadió—:

Uno de nuestros caballos de carga perdió una herradura y nos vimos obligados a acampar en el bosque para pasar la noche. Pero fuimos atacados y uno de los hombres de mi hermano fue muerto al defenderme. —Se mordió el labio, esperando que el dolor y el miedo que había tratado de infundir a su voz fuesen suficientes para convencerles—. Entonces, mi hermano me hizo subir a su caballo y le atizó, y éste salió galopando. —Miró al que la interrogaba, muy abiertos los ojos ambarinos—. No sé lo que habrá sido de ellos...