La brillante luz que salía del cofre se intensificó, latió, se intensificó de nuevo hasta que nadie pudo soportar mirarla; nadie, salvo Tarod. Incluso el Sumo Iniciado retrocedió ante aquella radiación, como si amenazase con quemarle los ojos en las cuencas, y levantó las manos para protegerse, mientras, detrás de él, sus compañeros se volvían y se cubrían la cara. Solamente Tarod permaneció inmóvil, con templando fijamente el brillo increíble que se extendía sobre el cofre.
Y solamente Tarod pudo dar pleno testimonio de la manifestación cuando ésta se produjo.
El imponente ruido cesó de pronto. Durante un momento resonó en el cráter; después se extinguió y reinó un silencio impresionante, roto solamente por una última e increíblemente pura nota que también acabó desvaneciéndose. La luz blanca seguía ardiendo, pero sus bordes adquirían el color del oro y, en su centro, se estaba formando una cara, soberbia, sabia, bella. Entonces, la esfera de radiación pareció elevarse sobre la piedra del altar; hubo un instante de absoluto silencio.
Un solo rayo blanco brotó del núcleo de aquella luz en silenciosa gloria y la gran piedra se partió por la mitad. Durante un momento, incluso Tarod quedó cegado; después se aclaró su visión y pudo ver la piedra una vez más.
El cofre y el cáliz votivo habían desaparecido. El altar estaba partido en dos mitades perfectas... y ante él se hallaba Aeoris.
El más grande de los Señores del Orden había querido tomar la forma de un alto y apuesto guerrero. Sus vestiduras eran sencillas: un jubón y unos pantalones blancos y, sobre ellos, una ligera capa también blanca que le llegaba casi hasta los pies. Una simple diadema de oro ceñía los largos y blancos cabellos que enmarcaban una cara enérgica, impasible, severa. Habría parecido humano de no haber sido por los ojos. Estos no tenían pupila ni iris, sino que las profundas cuencas estaban llenas de una luz pulsátil y dorada.
Keridil hincó una rodilla, inclinando la cabeza casi hasta el suelo en la actitud elemental de obediencia. Tarod vio que todos los que se hallaban a su alrededor seguían su ejemplo; incluso Cyllan, aturdida y pasmada como estaba por la implacable aura que irradiaba, tanto física como astralmente, la figura del Señor Blanco, cayó de rodillas, temerosa y temblando, sobre el polvo del cráter. También Tarod hubiese debido arrodillarse (éste era el dios a quien había venerado durante toda su vida, el ser sobrenatural, el juez supremo de todos, en y más allá del mundo), pero no podía hacerlo. Por mucho que lo exigiese su razón y su deber, no podía realizar aquella acción... y no sabía por qué. En vez de esto, permaneció solo e inmóvil de cara a Aeoris.
El Señor Blanco avanzó hasta que la luz que brillaba a su alrededor envolvió también la figura inclinada del Sumo Iniciado. Alargó un brazo y su mano derecha se apoyó en la frente de Keridil. Tarod vio el estremecimiento que sacudía a Keridil y oyó sus palabras en voz baja:
—Mi Señor Aeoris...
—Me has llamado, Sumo Iniciado, y aquí estoy.
Aeoris levantó la cabeza y observó la escena. La terrible e indefinible mirada que parecía ciega y, sin embargo, veía mucho más allá de las dimensiones físicas, se posó un momento en la cara de Tarod y, después, en el anillo que éste tenía en la mano. Su aura apagó el débil brillo de la piedra del Caos, pero Tarod sintió que la gema latía cálida contra su palma.
Keridil habló de nuevo, esta vez más claramente, y había verdadero miedo en su voz.
—Mi Señor Aeoris, te pido perdón si he pecado o mostrado prisa o imprudencia en mi juicio. Creo, todos creemos, que solamente tu justicia y tu misericordia pueden salvar a nuestra tierra de la negra amenaza del Caos. —Haciendo acopio de valor, se atrevió a levantar la mirada—. Hicimos todo lo que pudimos, y fracasamos.
Aeoris estaba todavía mirando la gema. Sus ojos eran fríos, remotos; tenía los labios apretados en una dura línea.
—No hiciste mal en llamarme —dijo—. Sé que el mal anda suelto una vez más en este mundo, y debe ser eliminado.—Los ojos de oro centellearon—. Y veo delante de mí la quintaesencia de este mal.
Tarod respiró hondo. Tenía seca la garganta y le costaba hablar; pero se obligó a romper el silencio.
—Mi Señor, tienes ante ti a un fiel y leal adorador del Orden que fue tu don más grande a este mundo. Acudo humildemente ante ti para poner esta piedra del Caos en tus manos, de manera que nunca pueda volver a ensuciar o amenazar nuestra tierra.
Sintió un amargo regusto en su boca. ¿Habían sonado a falsas sus palabras? Seguramente no podía ser; éste era el objetivo por el que había luchado desde el día en que comprendió la naturaleza de la piedra del Caos...
—¿Un fiel adorador que no se arrodilla ante su dios?
La voz de Aeoris era dura, cortante, irritada, casi con un matiz de malhumor.
—Me presento ante ti como soy, mi Señor, para que puedas verme mejor. No una cosa del Caos, sino un verdadero seguidor de Aeoris.
—Sí, así te veo mejor. —El dios no sonrió, no cedió en su rigidez—. Veo el gusano de la corrupción, el violador de mis leyes, una amenaza a mi gobierno. No hay lugar en el mundo, ni en la otra vida, para un ser semejante. Has pecado. ¡Y no habrá misericordia para aquellos que pecan contra mí y contra mi Orden!
Cyllan levantó vivamente la cabeza, pálido el semblante, y gritó:
—¡No! ¡Tarod no es malo! Señor Aeoris, te suplico que le otorgues...
— ¡Silencio!—La palabra produjo el impacto de un viento gélido y Cyllan retrocedió aterrorizada. La mirada del Dios Blanco se fijó en ella con desprecio—. No escucharé las súplicas de los perversos. Pecasteis contra mi ley y no habrá perdón. Estáis condenados.
—Mi Señor, ¡te suplico por misericordia que me escuches! — Tarod dio un paso al frente y los ojos vacíos del dios se volvieron a él—. No pido nada para mí; aunque podría tratar de limpiar la mancha de mi naturaleza, no puedo negar lo que soy. Pero te ruego que te muestres clemente con Cyllan. Su único delito ha sido caer bajo mi influencia.
Aeoris le interrumpió:
—Eso es ya un delito. La muchacha pecó y el pecado será castigado. Mi palabra es ley: la declaro culpable y será aniquilada.
Tarod contrajo los músculos de la mandíbula.
—¿No hay lugar para la misericordia en tu gobierno, mi Señor?
— ¿TE atreves a interrogarme? —tronó Aeoris—. Yo soy el Orden, ¡y el Orden es supremo! He dictado las leyes de este mundo, ¡y los que las vulneren conocerán mi cólera! —Bajó la voz, pero su tono fue todavía más amenazador—. Muchos se han desviado del camino. Tendrán que rendir cuentas, y los pecadores sabrán lo que es temer a su Señor y sufrir su venganza. —Empezó a avanzar lentamente hacia Tarod y las acurrucadas figuras que le rodeaban retrocedieron temerosas —. La misericordia del Orden es la justicia, y es justo castigar a los que han delinquido. ¡Eso es todo!
Tarod sintió como si una capa de hielo se estuviese formando alrededor de su corazón, endureciéndose y apretándolo. ¿Dónde estaban la clemencia, la templanza, la mano tendida de la bondad que le habían enseñado a esperar del más grande de los dioses? En vez de esto, se enfrentaba a un implacable y cruel vengador; el que no cumpliese al pie de la letra las leyes de Aeoris sería destruido por éste; y no podía haber compromiso.