El Señor Blanco se había detenido a pocos pasos de Tarod y ahora extendió la mano derecha con ademán autoritario.
—Tomaré esta joya maligna —dijo friamente—. La destruiré. Cuando haya sido destruida, el poder de los que tratan de oponerse al Orden quedará anulado y nuestro gobierno volverá a ser absoluto. Tú y tu amante aceptaréis la aniquilación total como justo castigo, y entonces mis hermanos y yo podremos empezar la obra de retribución y la restauración de la justicia en toda la Tierra.
Retribución y restauración de la justicia... Los dedos de Tarod se cerraron convulsivamente sobre el anillo de plata. No había justicia en el plan de Aeoris... Atormentaría a todos los que se hubiesen apartado de su recto camino, sin que le importasen los sufrimientos y las calamidades que infligiría. Después de esta horrible revelación, Tarod recordó vivamente su propia analogía sobre los insectos pisoteados por los guerreros; pero esto era peor, pues la crueldad sería calculada y deliberada. Si era ésta la justicia del Orden, pensó amarga y furiosamente Tarod, no quería saber nada de él.
Podríamos desafiar su dominio... La idea brotó espontáneamente en su cerebro, y la piedra del Caos latió de nuevo en sus manos.
Apartó el concepto de su mente, diciéndose que era demasiado tarde. Si había llegado hasta tan lejos, no podía ahora volver atrás. Tenía que haber una manera de quebrantar la rigidez del Señor Blanco, de apelar a su misericordia.
Miró de nuevo a Aeoris, que continuaba con la mano extendida para tomar el anillo, y su esperanza se desvaneció. El dios nunca cedería, nunca perdonaría. Aplastaría los últimos vestigios del Caos en el mundo y, entonces, nada podría levantarse contra él o reducir su influencia. El reino del Orden sería absoluto, y crearía un terrible desequilibrio que empujaría al mundo, no por un brillante camino de paz y de armonía, sino por la oscura, triste e inevitable senda de la entropía y de la muerte.
Recordó, aunque había estado luchando por mantener a raya la memoria, el Sueño-encuentro con Yandros mientras dormía en la posada de Shu-Nhadek. Has visto injusticias, fanatismo, persecuciones, asesinatos, todo perpetrado en nombre del Orden, había dicho Yandros. Ahora, con la fría mirada del Señor Blanco echando chispas delante de él, Tarod no podía negar la verdad de aquellas palabras. Ponte a merced de Aeoris, había dicho Yandros, y donde eran siete, serán seis. Desequilibrio... La comprensión de este concepto sacudió de raíz su conciencia y le horrorizó. El Caos desencadenado era la insensatez suprema; pero, en el otro extremo del espectro, ¿no amenazaba ser lo mismo el Orden sin control? Como hombre, Tarod había adorado a Aeoris, amado este mundo, creído que el Orden tenía que ser supremo. Pero ahora ya no podía pensar como hombre. Había más, mucho más: una experiencia y una sabiduría inhumanas que le advertían las consecuencias de dejar que la balanza se desequilibrase irremediablemente. El día debe ser contrarrestado por la noche; el calor, por el frío, el amor por el odio.., y los Siete deben ser contrarrestados por los Siete.
Tus caminos predilectos están volviendo al árido polvo del que nacieron. Era como si Yandros estuviese a su lado y le hablase en voz alta, y aunque había oído hacía tiempo estas palabras y las había rechazado, Tarod las recordaba ahora con terrible claridad. Sin el Caos, no puede haber verdadero Orden...
La cosa había ido demasiado lejos. Tenía que haber un equilibrio, pues sin una fuerza que amortiguase la otra, el mundo se derrumbaría al fin en una destrucción total. Yandros tenía razón.
—Estoy esperando.
La voz de Aeoris interrumpió sus desordenados pensamientos y Tarod sintió una involuntaria oleada de odio y desprecio por el Señor Blanco. La refrenó y se pasó la lengua por los secos labios.
—¿Por qué vacilas, gusano de corrupción? —La voz del dios era desafiadoramente burlona—. ¿Temes, al fin, el castigo que te mereces? ¡Bien que puedes temerlo!
Tarod sintió que Cyllan se agitaba temerosa a su lado. Alargó un brazo, le asió la mano y se sintió desgarrado por un terrible dolor. Había estado dispuesto a sacrificarlo todo por ella. Pero el sacrificio que estaba a punto de hacer era más grande de lo que jamás había soñado; pues les separaría con más seguridad de lo que podía hacer la propia muerte. El la perdería para siempre... , pero los dos seguirían viviendo con el eterno conocimiento de aquella pérdida.
La miró y supo que tenía que ser. Por el mundo que amaba, por la vida misma.
—Dame la joya, demonio del Caos.
La cara de Aeoris se estaba nublando con la cólera del que se siente frustrado.
Tarod le miró. Aflojó los dedos, de manera que brilló el anillo con su clara gema, luchando contra el brillo del aura del Señor Blanco. Entonces, sonrió despacio y fríamente, y dijo con suave malevolencia:
—Creo que no lo haré.
— ¿Qué es esto? —tronó la voz de Aeoris.
Tarod rió por lo bajo.
—Te has cegado, Aeoris del Orden. Has reinado durante tanto tiempo que te has olvidado de lo que es una oposición. ¡Creo que ha llegado el momento de que aprendas la lección!
En la periferia de su visión, vio que Keridil se ponía en pie. La cara del Sumo Iniciado era la viva imagen del terror, al decirle su intuición lo que estaba a punto de ocurrir; más allá, la Matriarca y el Alto Margrave miraban sin comprender. Tarod levantó la mano izquierda que sostenía el anillo; aplicó la piedra sobre su corazón y vio que la confianza arrogante de Aeoris era sustituida por el asombro... y entonces se encendieron dentro de él las primeras llamas del poder.
Conocía la puerta y sabía lo que había detrás de ella. A lo largo de todos los años en este mundo, había atrancado aquella puerta, dejando fuera el conocimiento y los recuerdos a los que conducía cerrando las fuerzas titánicas, sin nombre, sin edad, aunque gritaban pidiendo su liberación. Pero, no más. Tarod sintió, en su mente, en su alma, que se levantaba la tranca. El no era humano, nunca lo había sido, y había llegado la hora de arrojar la máscara de humanidad que había llevado demasiado tiempo...
Un grito que podría ser la última protesta de un ser falible, mortal, brotó de su garganta al abrirse de golpe la puerta que le había separado de su herencia, y el poder estalló en su interior, como había entrado antaño en erupción el volcán donde se hallaban. Un viento aullador y gemebundo sopló sobre el cráter, el suelo rocoso se estreme ció y saltó, lanzando despatarrada a la horrorizada compañía en un revoltijo de miembros, y una luz tan negra como era blanca el aura de Aeoris emanó de la alta y lúgubre figura de Tarod. Ya no era un ser humano; la salvaje melena agitada por el viento azotaba una cara blanca en la que cada hueso parecía afilado como una navaja, y los ojos ardían en sus oscuras cuencas como llamas esmeralda, iluminados por una alegría loca, infernal. Negros zarcillos humeaban alrededor de su cuerpo, formando una terrible capa que le envolvía todo salvo una mano esquelética, y sus labios se contrajeron en una sonrisa gemela a la de Yandros, esencia del Caos encarnado.
En alguna parte, a un mundo de distancia, Ilyaya Kimi empezó a gemir, a una escala aguda y doliente, subiendo y bajando. Fenar Ala-car, presa de náuseas de ciego terror, se acurrucó a su lado. Otros se taparon los oídos y se cubrieron las caras. Cyllan, que fue arrojada a un lado por la fuerza monstruosa emanada de Tarod, sólo podía mirar, como un animal atrapado e hipnotizado, a aquel hombre, a aquel ser al que había amado, al amenazar la comprensión con destruirle la mente. Se enfrentó con Yandros, pero Yandros sólo podía manifestar una fracción de su verdadero ser. Lo que presenciaba ahora era el Caos en su totalidad triunfal, y el Caos tenía una belleza y una perfección malignas que 1e provocaban orgullo, gozo, desesperación y un furioso deseo debatiéndose en su mente.