¡No podía hacerlo! El poder era demasiado grande y no podía absorberlo, no lograba superar al dolor y a la destrucción que se arrojaban sobre él como una ola gigantesca. El Solo no tenía fuerza suficiente; aquélla le destruiría. Sólo tenía una esperanza.
Gritó sobre todo el mundo, a través de las dimensiones, buscándole:
— ¡esto no puede ser! Ayúdame!
En su mente, la estrella de siete puntas brilló en la oscuridad, y sintió la presencia de sus hermanos. Sus mentes se fundieron con la de él; lentamente, empezó a calmarse la locura, la furia de los elementos. Su sangre circuló más despacio, las montañas dejaron de temblar; el llanto y las voces suplicantes callaron al fin, se extinguieron, se extinguieron...
Sobre la taza del viejo cráter, el Warp aulló una vez y dejó de existir, y la conciencia de Tarod volvió a su forma física, mortal. Le dio vueltas la cabeza y luchó por respirar; casi sin darse cuenta de lo que hacía, aturdido por la terrible contradicción entre su verdadero yo y los recuerdos mortales que le asaltaban, se puso en pie tambaleándose y pudo al fin abrir los ojos.
El cráter era un erial destrozado. Enormes trozos de roca habían sido arrancados de las paredes y desparramados por el suelo; se abrieron grandes grietas en el cono de la montaña; la cara norte del volcán se había hendido, vuelta al cielo indiferente como la boca abierta de un cadáver. Aeoris y sus hermanos se fueron. Yandros y los suyos no se veían por ninguna parte. Los únicos testigos de su regreso eran un pequeño grupo de figuras humanas falibles y lamentables que habían sobrevivido de alguna manera a aquella locura y estaban ahora acurrucadas al amparo de la piedra rota del altar. Uno a uno, levantaron la cabeza y le miraron fijamente, como las reses que sienten, sin comprenderlo del todo, que ha llegado la hora de la matanza.
Sin embargo había una, solamente una, que no parecía presa de aquel miedo insensato. Los ojos esmeralda de Tarod recorrieron el grupo y la vieron. Ella se puso en pie, vacilante pero resuelta, y su mirada ambarina se cruzó con la de él, buscando la humanidad que sabía que se escondía detrás de la imagen del Caos. El no habría sabido decir lo que veía ella, pero había en su semblante un dolor y un amor que le volvió a la humanidad que había abandonado.
Ella dijo, con voz temblorosa:
—Tarod
El no pudo pronunciar su nombre; los recuerdos le dolían como una cuchillada. En vez de aquello, dio un paso en su dirección, sabiendo que no se atrevería a tocarla, que el abismo abierto entre los dos era inconmensurable. Al fin dijo, con aquella voz que ella conocía tan bien:
—Hemos triunfado. El Orden ha sido derrotado...
Se preguntó por qué este triunfo no significaba nada para él.
—¡Tarod!
La comprensión quebrantó su aplomo, pero, a pesar de lo que sabía, no pudo evitar avanzar tambaleándose en su dirección, tendidas las manos como en ademán de súplica.
Detrás de ella, alguien se movió. Tarod no reaccionó inmediatamente; estaba demasiado absorto en Cyllan y en su mudo dolor. Solamente cuando unos cabellos castaños rojizos brillaron bajo la fría luz que venía de lo alto y una figura se interpuso entre él y Cyllan, se dio cuenta de lo que iba a ocurrir, pero entonces era ya demasiado tarde para intervenir.
Sashka estaba gritando obscenidades inarticuladas que brotaban de su garganta y de sus labios como si estuviese poseída por la corrupción final. Cyllan, sobresaltada, giró en redondo y trató de defenderse, pero el cuchillo que empuñaba la otra joven descendía ya sobre ella. Tarod no tenía idea de dónde habría encontrado Sashka el arma, pero esto era irrelevante; la tenía, y los celos y la furia que hicieron presa en ella se multiplicaron con el terror y un afán insensato de venganza. Cyllan chilló al ver bajar la hoja resplandeciente contra su cuerpo indefenso, un juramento de vaquera que remitió a Tarod, confuso, a otros y perdidos días... , y entonces el cuchillo rajó el brazo levantado, haciendo brotar la primera sangre del sacrificio, antes de que la hoja se clavase en la carne y en el corazón.
No volvió a gritar, sino que se llevó el brazo herido al pecho y cerró los dedos sobre la empuñadura de la daga que sobresalía horriblemente de entre las costillas. Su tosca camisa se tiñó de brillante carmesí, la joven cayó de rodillas, tosiendo, y se velaron sus ojos. Durante un instante, su mirada ambarina se fijó en la de Tarod en lo que parecía una última y desesperada súplica. Después vomitó sangre que se derramó sobre su barbilla, cayó de lado sobre el duro suelo de piedra y sus ojos miraron a la nada.
Se hizo un silencio total. Tarod permaneció rígido, contemplando el cadáver de Cyllan, desprovista su cara de toda expresión. Sashka se echó atrás, torciendo la boca en una mueca espasmódica de estremecido placer. Los otros miraban fijamente, como ovejas hipnotizadas... , hasta que Keridil rompió el hechizo.
Se puso en pie, moviéndose como un viejo lisiado, y avanzó dos pasos, tambaleándose. Al principio pareció que se volvería hacia Sashka, y Tarod sintió que todo su cuerpo empezaba a temblar con una emoción que no podía reprimir. Pero entonces Keridil se detuvo, miró hacia abajo y avanzó de nuevo. Cayó de rodillas al lado de Cyllan y le cubrió la cara con ambas manos. La pequeña parte del ser de Tarod que conservaba su humanidad advirtió que el Sumo Iniciado estaba llorando.
Los ojos verdes, insondables y llenos de una luz salvaje, levantaron la mirada desde el cuerpo acurrucado de Cyllan y la fijaron en la joven plantada a menos de siete pasos de distancia y que temblaba con una horrible mezcla de miedo y triunfo desafiador. Sashka recibió la mirada de Tarod; su actitud retadora se mantuvo solamente un instante, sustituida en seguida por una expresión de horror.
—No...
Sus labios formaron la palabra, que podía ser de súplica o de exhortación; Tarod no lo sabía ni le importaba. Dio un paso hacia ella, y ella abrió mucho los ojos.
—Keridil... —Se tambaleó hacia atrás, agitando una mano, buscando a tientas al Sumo Iniciado—. Ayúdame, Keridil...
Sus dedos encontraron el hombro de él, y Tarod vio que Keridil retrocedía bruscamente al sentir su contacto.
—¡Keridil! —chilló Sashka, y una espumilla salpicó sus labios— Detenle... , ¡tienes que detenerle! Ayúdame, ¡maldito seas!, ¡haz algo!
Keridil la miró fijamente con ojos totalmente desprovistos de expresión. Ella jadeaba ahora, incoherente, aterrorizada; pero él no hizo el menor movimiento para ayudarla. En vez de eso sacudió la cabeza, incapaz de comunicar lo que sentía. Después, con un estremecimiento que sacudió todo su cuerpo, se apartó de ella y se volvió.
—Keridil...
Esta vez, la voz de Sashka fue poco más que un murmullo; estaba demasiado petrificada para moverse. Tarod empezó a levantar la mano izquierda, lenta, firmemente, formando un símbolo con los dedos, y con este ademán resurgió el poder que había aplastado a dioses, acrecentado por una aversión que trascendía toda limitación humana. Acabó de levantar la mano. Estiró el brazo, pronunció una sola palabra en una lengua jamás usada por el hombre.
Sashka empezó a gemir. Gimió mientras su espléndida cabellera rojiza se encogía como consumida por llamas invisibles y caía en mechones de su cráneo. Levantó las manos y se agarró la cabeza. Tarod esbozó una sonrisa salvaje de placer, y la piel y la carne de las manos de ella perdieron su forma y empezaron a fundirse hasta las muñecas dejando en su lugar unos huesos desnudos y blancos. Se tocó la cara y gritó, y el grito no fue ya de desafío, sino de puro pánico animal. Tarod murmuró otra palabra y la cara de Sashka empezó a desintegrarse, desprendiéndose las capas de piel y dejando al descubierto la carne viva y carmesí, y tendones y músculos y venas quedaron expuestos a la espantada mirada de los reunidos. Alguien sintió náuseas y vomitó; Tarod sonrió. Al caer la joven de rodillas, se apoderó de su mente, la estrujó, extrajo de sus convulsas fibras todo el conocimiento de lo que les ocurría a la belleza y al poder que había esgrimido como arma durante tanto tiempo. Sintió el odio que le profesaba ella, su deseo de él, retorciéndose bajo su control; los convirtió en miedo rastrero y dejó que su conciencia la agitase hasta que supo que la angustia y el terror habían devorado los últimos vestigios de su cordura y nada podía sacar ya de su concha vacía.