Выбрать главу

Keridil, arrodillado sobre la piedra desigual, contemplaba petrificado la escena, demasiado horrorizado para poder moverse o hablar. Tarod seguía manteniendo su dolorosa presa sobre la gemebunda muchacha, pero la razón empezaba a luchar dentro de él para hacerse oír. Nada ganaría con prolongar el sufrimiento de Sashka; su venganza se había cumplido, y ningún castigo podría devolver la vida a Cyllan...

Su visión se nubló cuando las lágrimas anegaron sus ojos, un legado de mortalidad que le roía el alma, y habló por tercera vez. Sashka chilló, sólo una vez más; después su cuerpo se retorció y se derrumbó sobre el suelo del cráter, ennegreciéndose, perdiendo su forma, desprendiéndose la carne de los huesos, oscureciéndose éstos, desintegrándose al extinguirse el último eco de su grito con el cadáver que seguía encogiéndose. Un gusano blanco e hinchado serpenteó brevemente sobre la roca fundida; Tarod le apuntó con un dedo, y desapareció.

Al perderse las últimas huellas de Sashka en el infierno al que él la había enviado, el hombre mortal que había sido Tarod volvió penosamente a la superficie de la mente del Señor del Caos. Miró a Cyllan y se encontró de nuevo presa de un dolor que no podía mitigar; esto no se debía a la herencia del Caos, sino que era sólo fruto de la humanidad que le había enseñado lo que era amar y ser amado.

Keridil se estaba alejando. Había abandonado toda pretensión de dignidad y se arrastraba sobre las manos y las rodillas para poner la mayor distancia posible entre él mismo y el lugar donde había estado Sashka. Su horrible muerte quedó grabada indeleblemente en su cerebro, pero todavía no tenía poder para afectarle; sólo podía mirar fijamente, como hipnotizado, a su antaño amigo y viejo adversario. Su respiración era un estertor.

Alrededor de ellos, otros se estaban levantando. Tarod los sintió, percibió el enloquecido terror de sus mentes al darse cuenta de lo que él había hecho. Les odió a todos, y este odio podía obligarle a destruir de nuevo...

No. Eso no. No se merecían esta ciega represalia; dañarles sin motivo le pondría a la altura de Aeoris. Alargó una mano y sintió que el poder crecía en su interior. Ellos cayeron donde estaban, como árboles talados, sumergidos en un sueño instantáneo, sin pesadillas ni recuerdos. Ahora, sólo él y Keridil estaban despiertos y alerta.

Tarod contempló la cara afligida del Sumo Iniciado y su aborrecimiento perdió toda significación. ¿De qué serviría la venganza, si entre ellos yacía el cuerpo muerto del único ser humano que importaba, cuya vida costaba el precio que él había pagado?

Se inclinó sobre ella y la tomó en brazos. Su sangre era cálida y todavía líquida, y le levantó la cabeza, besando la cara manchada, queriendo que le respondiese. Pero ella no respondió. Ni siquiera el Caos podía resucitar a los muertos.

—¡Malditos seáis...! —murmuró Tarod, con voz entrecortada— ¡Malditos seáis todos!

CAPÍTULO 14

Se enfrentaron a través de un abismo mental. De alguna manera, Keridil había encontrado fuerzas para ponerse en pie, aunque su cuerpo temblaba febrilmente y sus músculos faciales se contraían en incontrolables espasmos. Entre ellos, Cyllan era testimonio inmóvil y mudo de la última venganza de Sashka. El cuchillo que empleó había sido el de Keridil; éste trató de impedir que lo agarrase, pero, en aquella confusión, ella le esquivó. Ahora Sashka se había ido y él no podía soportar la idea de los tormentos que habría impuesto Tarod a su alma. Estaba muerta; esto era lo único que podría saber jamás. Y mientras su mente lloraba de dolor por ella, su corazón era desgarrado por la terrible lección aprendida. Sashka le había traicionado. Su amor había significado menos para ella que la posibilidad de desfogar su odio implacable contra Cyllan y, a través de Cyllan, contra Tarod. Keridil había dudado de sus motivaciones desde hacía algún tiempo, pero apartó las dudas a un lado y se negó a enfrentarse con ellas hasta ese momento. Ahora, se sentía avergonzado y defraudado. El conocimiento no podía matar su amor por ella; el recuerdo de su dulzura, de su cuerpo esbelto, de su belleza, le perseguían y continuarían persiguiéndole durante toda la vida; la lloraría como deben llorar los verdaderos amantes. Pero ahora sabía cómo había sido realmente ella.

Y Tarod... Aunque pareciese extraño, sabía Keridil que su amigo convertido en enemigo lloraba por su amada lo mismo que él, a pesar del hecho de que había abandonado toda simulación de mortalidad. Aunque, en realidad, siempre había conocido a Cyllan como adversaria, no podía dejar de admirar la fidelidad y el valor y la firmeza que había mostrado. Ella, mucho más que Sashka, demostró que era digna del ser que la amaba, y esta certidumbre era como un vino amargo. Keridil lamentaba profundamente la muerte de Cyllan, aunque no sabía cómo podía decírselo al ser que se le enfrentaba ahora y cómo podía esperar que creyese en sus palabras.

Al fin levantó la cabeza y dijo, tropezando con las palabras:

—Lo siento, no merecía morir.

—No...

La voz era tan igual a la del Tarod que había conocido en los viejos y perdidos tiempos, que su familiaridad hizo que Keridil se estremeciese. Sintió que las lágrimas subían a sus ojos, y no eran para Sashka, sino para algo más profundo: una confianza, una hermandad, un algo que había sido traicionado irremediablemente. Poco podía salvarse de esta pesadilla, pero quería intentarlo. Si no otra cosa, le quedaba un vestigio de dignidad.

—Conque has triunfado —dijo—. Ahora sé al menos dónde estoy..., pero no te adoraré, Tarod. Soy lo que soy, y esto nada puede cambiarlo. —Levantó la mirada—. Creo que es una característica que todavía compartimos los dos.

Un dolor sorprendentemente humano se pintó en los ojos verdes de Tarod; después sacudió la cabeza. El aura negra brillaba todavía a su alrededor, su cara tenía aún pocos rasgos de humanidad; pero su parecido con el un día Iniciado del Círculo era tal que resultaba inquietante.

—No lo niego, Sumo Iniciado, no tengo ningún motivo para dudarlo.

Keridil tragó saliva.

—¿Sumo Iniciado? Me llamabas Keridil, en los viejos tiempos.

—Los viejos tiempos quedaron atrás. —Una luz nacarada brilló en los ojos de Tarod—. No podemos hacer que vuelvan.

Keridil asintió con la cabeza.

—Habrían podido ser mejores. Dioses, yo... —Hizo una pausa y sonrió, como excusándose—. Tengo que andarme con cuidado. Ya no sé a qué dioses tengo que invocar.

—¿Importa eso?

La voz de Tarod era cruel.

—Tal vez no; no, cuando tanto se ha perdido. —Vaciló—. Sentí, o al menos creí sentir, algo de lo que ocurrió cuando vosotros.. , les vencisteis. Mucho de ello se habría podido evitar. —Pestañeó, se mordió el labio—. ¿No es verdad?

Tarod no respondió. Cerró los ojos, suspiró, y el suspiro se convirtió en un viento sibilante que sopló a través del cráter. En lo alto y a lo lejos, la estrella de siete puntas seguía latiendo triunfal, pero la victoria era como polvo en su corazón. Necesitaba olvidar, pero no podía, no podía mientras sufriese el terrible conflicto entre la esencia del Caos que llevaba dentro y la humanidad que había adoptado y que le retenía con una presa más fuerte de lo que creía posible. Aquella humanidad le impulsó a impedir que Yandros destruyese del todo a las fuerzas del Orden y le llevó a exponerse a su propia destrucción en un frenético esfuerzo de sujetar las fuerzas desencadenadas sobre el mundo impotente por los dioses en lucha. Sin embargo, no podía permanecer en este limbo entre los dos estados de ser; había elegido un camino y era imposible volver atrás.