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Keridil cerró los ojos con fuerza. Estaba dispuesto a morir y moriría de buen grado; sin embargo, el alivio que le dio su indulto fue indescriptible. No podía asimilar la realidad de su situación; una parte de él estaba todavía convencida de que todo era una pesadilla de la que despertaría en cualquier momento.

Abrió de nuevo los ojos y vio dos miradas inhumanas que le observaban. Ahora ya no tenía miedo; lo único que sentía era una extraña y objetiva impresión dolorosa que no podía definir.

Miró a Cyllan y dijo, involuntariamente:

—Ojalá pudiese...

— ¡No!—La voz de Tarod era furiosa—. No lo digas. ¡No te atrevas a decirlo!

Yandros le miró, y un débil fruncimiento arrugó sus facciones cruelmente perfectas.

—¿Tanto significaba para ti? No me respondas como hombre ni como un Señor del Caos. Respóndeme, pues, como Tarod, que es ambas cosas.

Los ojos verdes se entrecerraron doloridos y Tarod desvió la mirada. Yandros suspiró. Miró a Cyllan y extendió la mano izquierda. Al principio pensó Keridil que debía ser una ilusión, pero sus dudas duraron poco. Cyllan parpadeó, un sonido suave brotó de sus labios y su cuerpo se puso tenso. Después la inteligencia inundó los ojos ambarinos donde no había más que la mirada fría de la muerte, y murmuró una palabra, apenas audible:

— Tarod...

Tarod se volvió rápidamente de espaldas, torturado el semblante.

—Yandros, no puedes... Está muerta; ¡yo la vi morir!

—Tranquilízate. —Yandros seguía mirando a Cyllan, pero alargó una mano para tocar el brazo de Tarod—. No la he reanimado. No es solamente un cuerpo sin alma que se mueve y habla. Vive.

Tarod se detuvo, volvió la cabeza para mirar al Señor del Caos, impresionado y confuso. El poder de desafiar a la muerte, de invertir el golpe de su mano, era uno de los que sabía que solamente poseía Yandros en el reino del Caos..., pero era un poder que Yandros no había querido ejercitar durante miles de años.

Yandros tomó la mano de Cyllan y la hizo ponerse en pie, aunque ella sólo podía mirarle en hipnótica confusión. El sonrió y llevó una mano a la cara manchada de sangre y, después, a la fea herida entre sus senos. A su contacto, la sangre y la herida abierta desaparecieron.

—Tengo una deuda personal con Cyllan —dijo Yandros, amablemente regocijado—. Si pagándola puedo también aliviar la aflicción de mi hermano, tanto mejor.

Cyllan empezaba a recobrarse de la inercia de la inconsciencia; se llevó una mano a la cara, trató de hablar, pero no encontró palabras para expresar lo que sentía. Sus ojos súbitamente enloquecieron, se fijaron en Tarod, e hizo un violento movimiento para librarse de las manos de Yandros. Este las soltó y ella corrió hacia el señor de negros cabellos, deteniéndose solamente cuando estuvieron cara a cara, como si al fin careciese de valor para tocarle. El no dijo nada, pero le tendió las manos; Cyllan avanzó con paso vacilante y sus hombros empezaron a temblar mientras las lágrimas surcaban sus mejillas.

Yandros se acercó a ellos.

—Despídete, Cyllan —dijo—. Tarod y yo debemos marcharnos de este mundo, y tú tienes que quedarte. —Hizo una pausa, sonrió—. Es decir, a menos que estés dispuesta a hacer el sacrificio que te permita venir con nosotros.

Ella se volvió lentamente a mirarle, sin comprender. En cambio, Tarod se dio cuenta de lo que quería decir Yandros, pero el Señor del Caos se le adelantó cuando se disponía a hablar.

—El Caos está en deuda contigo —dijo a la pasmada joven—. Y yo puedo hacerte un regalo que, si lo aceptas, te permitirá quedarte con Tarod. —Sus ojos adquirieron de pronto un ardiente brillo carmesí—. Para siempre.

Cyllan empezó a comprender y se estremeció al resurgir una esperanza que apenas se atrevía a reconocer. Tenía la boca seca como el polvoriento suelo del cráter, pero murmuró:

—¿Quieres decir que yo... podría...?

Yandros sonrió de nuevo, esta vez con un matiz de humor irónico.

—¿Es tan terrible la perspectiva de vivir en nuestro reino, Callan? Sospecho que tú sabes más del Caos que cualquier otro mortal de tu mundo. —Alargó una mano y tocó ligeramente su brazo, resiguiendo la cicatriz que le había causado en el Castillo de la Península de la Estrella—. Y no experimentarías nuestro mundo a la manera vulnerable de un ser humano. Te convertirías en parte del Caos, serías inmortal por derecho propio. Te ofrezco esto en reconocimiento a tu valor y a tu fidelidad a mi hermano. Aquella vida puede ser tuya, si así lo deseas.

Dejar atrás su existencia, dejar atrás la humanidad y entrar en el reino inconcebible del propio Caos..., ser inmortal, desligada de la cosas terrenas, indemne al tiempo y a la perspectiva de la muerte... Cyllan no podía asimilar lo que le ofrecía Yandros; no podía comprenderlo, ni siquiera imaginarlo. Pero un hecho se destacaba como una clara joya en el miasma de sus confusas reacciones. Si aceptaba lo que le ofrecía el Caos, ella y Tarod estarían juntos por toda la eternidad, si no lo aceptaba, nunca volvería a verle.

Se volvió, desesperada, a la oscura figura que tenía al lado. Hombre, demonio, dios, fuese de lo que fuera, le amaba más que al mundo, y ahora necesitaba más que nunca su guía.

—Tarod, ¿qué debo hacer? —dijo, con voz entrecortada.

Tarod sacudió la cabeza.

—No puedo ayudarte, amor mío. No tengo derecho a tratar de influir en ti, no en esto. Pero Yandros ha dicho la verdad.

Sus ojos verdes, que nada tenían ahora de humanos, estaban fijos en su cara. Ella conocía bien aquella mirada, y le estaba diciendo lo que había esperado más que nada en el mundo. Sin él, nada valía la pena.

Dejó que sus dedos se cerraran con fuerza sobre los de él y cerró los ojos ambarinos.

—Iré. Si Tarod quiere tenerme con él, iré... de buen grado. — Pestañeó y miró de nuevo a Yandros—. ¿Cómo podré jamás darte las gracias?

Yandros hizo un ademán indiferente, con una expresión astuta en el semblante.

—No es más que un antojo. El Caos no tiene lógica, deberías saberlo. Simplemente me gusta complacer a Tarod.

Tarod rió por lo bajo.

—Si es esto lo que te gusta creer, Yandros, sea como tú dices.

Yandros inclinó la cabeza, como burlándose ligeramente de sí mismo.

—Y ahora —dijo—, hay una última cuestión...

Giró sobre los talones y se enfrentó a Keridil.

Keridil había escuchado la conversación entre los tres con muda estupefacción, incapaz de moverse o de reaccionar de cualquier modo. Comprendía, o creía comprender, lo que Yandros había ofrecido a Cyllan, y este conocimiento reavivaba en su interior una herida dolorosa. Yandros había demostrado ser más compasivo que Aeoris, y si el más grande de los Señores del Caos había podido devolver la vida a un muerto, seguramente podría volver a hacerlo... La cara de Sashka, hermosa como antes de que Tarod descargase en ella su venganza, se materializó ante los ojos de su mente y aumentó su dolor; desterró la imagen haciendo un gran esfuerzo y, cuando miró de nuevo a Yan-dros, comprendió que lo que había esperado durante un breve instante era imposible. Y tal vez, pensó, aunque no pudo reconocerlo, no habría querido que fuese posible.

Yandros y Tarod se movían ahora en dirección a él. Keridil todavía no podía aceptar del todo el hecho de que los dioses a quienes adoró durante toda su vida habían sido derrotados, y de que estos desaforados, veleidosos e imprevisibles entes habían ocupado su sitio. El Caos había vuelto... ¿Qué futuro podía haber ahora para él?

Yandros leyó sus pensamientos, y el Señor del Caos de cabellos de oro sonrió:

—El futuro, Sumo Iniciado, será como vosotros lo hagáis —dijo, y su voz argentina pareció levantar chispas en lo más profundo del ser de Keridil—. El mundo cambiará. El Orden ya no gobierna, pero nosotros seremos unos amos muy diferentes. Nos gustan los conflictos y, si tú deseas que el Orden represente aquí un papel, se levante contra el Caos, tienes derecho a luchar por ello. Vuelve a la Península de la Estrella, Keridil Toln. Es el lugar que te corresponde por derecho. Aprovecha todo lo que puedas lo que te hemos dejado. Es más de lo que te imaginas.