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Keridil no pudo responderle. Contempló un instante aquella cara cruelmente hermosa, aquellos ojos cambiantes, y tuvo que desviar la mirada. Tarod se adelantó.

—Donde hay conflicto puede haber verdadero desarrollo y vida —dijo—. Entiende esto y lo comprenderás todo. Creo... —Miró a Yandros y se estableció una comunicación privada entre ellos—. Creo que tú, más que todos los otros mortales, eres capaz de cumplir las tareas que te esperan, Keridil. —Para sorpresa y confusión del Sumo Iniciado, alargó la mano izquierda y tomó la derecha de Keridil con una fuerza que produjo en su brazo una descarga que le llegó hasta el hombro—. Te deseo suerte, viejo amigo.

La mano aflojó su apretón y los largos y flacos dedos se encorvaron al retirarlos Tarod. Este sonrió y, por un instante, esta sonrisa reprodujo la del rapaz de doce años que había venido, como desconocido forastero, al Castillo y se había hecho amigo del hijo del Sumo Iniciado. Reprodujo también la del rebelde Iniciado de cabellos negros que había crecido y se había desarrollado dentro del Círculo; el Adepto que, dejando atrás al Círculo, había ejercido un poder que había destruido las barreras del Tiempo, el demonio que había desafiado al ser supremo y le había vencido. Era la sonrisa de un Señor del Caos. Keridil observó, incapaz de hablar, cómo atraía Tarod a Cyllan a su lado y se enfrentaban los tres a él. Creyó ver (después no pudo nunca estar seguro, aunque la imagen acompañaría sus sueños durante el resto de su vida) un paisaje tan extraño, tan indescriptible, que su mente no pudo realmente registrarlo, superponiéndose sobre la dura roca muerta del cráter; un lugar donde el color y la forma y el sonido chocaban y se mezclaban en loca algarabía. El Caos... Keridil lo contempló sólo un instante; después, con un ruido parecido al de una puerta grande cerrándose suavemente, desaparecieron las tres figuras que tenía delante.

Se quedó plantado, inmóvil, durante mucho tiempo. Detrás de él estaba el altar partido por la mitad donde había reposado el cofre de Aeoris, pero el propio cofre se desvaneció. A su alrededor yacían sus compañeros: Penar Alacar, Ilyaya Kimi, el anciano erudito Isyn, dos Hermanas, sus propios Adeptos; todos seguían durmiendo, y el silencio que descendió sobre el cráter muerto del volcán era casi insoportable. Keridil miró a su alrededor como buscando inspiración o consuelo en las imponentes paredes de roca, pero allí no había nada. Lo único que vio fue el primer y delator destello de luz en el cielo, que le dijo que empezaba a despuntar la aurora en el horizonte del este. En su estado de ánimo actual, le dio poco consuelo.

Alguien rebulló y respiró con menos fuerza que el céfiro y, al volverse, vio que el Alto Margrave se estaba moviendo lentamente, como en trance, estremeciéndose al elevarse su conciencia a través de las capas profundas del sueño en dirección a la mañana. También los otros daban señales de despertar, aunque la anciana Matriarca seguía yaciendo inmóvil, pálida, como una arrugada y frágil muñeca.

La mirada de Fenar Alacar se encontró con la de Keridil, pero éste no pudo responder a la muda y asombrada súplica que ardía en los ojos pasmados del Alto Margrave, y se volvió de espaldas. Tal vez con el tiempo podría empezar a contestar los millones de preguntas no formuladas; pero todavía no. Todavía no.

Se habían ido tantas cosas... , tantas cosas que él había dado por ciertas durante toda su vida y que ahora habían sido barridas. Y sin embargo, Keridil experimentaba que una sensación injustificada de liberación empezaba a invadirle, como si levantaran de sus hombros una carga de la que nunca se había dado plenamente cuenta. De m> mento, todavía no encontraba solaz en ello... , pero había en ello una promesa, una promesa que era como la de la aurora que ascendía lentamente y sin ruido en el cielo. Fuese lo que fuere lo que guardaba el futuro, se le había dado una oportunidad de vivir y de gobernar como le dictase su conciencia, libre de toda fidelidad ciega al Orden o al Caos. Y esperaba (creía, se dijo severamente) que podría mostrar se digno de aquella responsabilidad.

Lentamente, Keridil se hincó de rodillas sobre el duro suelo de roca. Inclinó la cabeza al doblarse sobre sus propias manos cruzadas, y empezó a orar.

Pero ya no sabía a qué dioses tenía que rezar.

EPILOGO

Si volvía la mente en aquella dimensión, podía ver el Castillo. Aquel edificio tan antiguo, construido por manos que no eran del todo humanas, habitado por sucesivas generaciones, usurpado por otros cuyas vulnerabilidad y mortalidad eran difíciles de advertir. Ahora el círculo se había cerrado, o casi cerrado.

Los centinelas en lo alto de las cuatro vertiginosas torres estaban en sus puestos, teñidas las caras por las últimas luces ensangrentadas del sol al deslizarse hacia el horizonte occidental. Esperaban, como lo hacían cada atardecer, la tormenta sobrenatural que vendría rugiendo del norte en el momento del ocaso, proyectando sus caóticos relámpagos a través de los cielos, mientras las grandes y pulsátiles franjas de color avanzaban inexorablemente detrás de ella. Esperaban el Warp que anunciaba la noche, que pregonaba el poder del Caos en su mundo, y cuando llegase, se celebrarían los ritos y se harían las súplicas y el equilibrio se mantendría una vez más.

El sentía un extraño afecto por el lúgubre y negro Castillo. Contenía recuerdos que le gustaba contemplar; en los confines de sus paredes aprendió mucho, sufrió mucho y, finalmente, recobró la memoria de su propia y verdadera naturaleza. También había encontrado el alma humana por la que estuvo dispuesto a sacrificarlo todo.

Ella se movió a su lado y él sintió su sonrisa. Aquí, en un reino más allá de la comprensión humana pero que era ahora el suyo, eligió adoptar la forma de una mujer de cabellos pálidos, cara solemne y ojos ambarinos, en la que solamente la resplandeciente ropa del Caos que envolvía su cuerpo delgado desmentía la ilusión de humanidad. Eligió aquella imagen porque sabía que a él le gustaba; él se volvió hacia ella y adoptó una forma que completaba la suya: cabellos negros en contraste con los de oro blanco, ojos verdes que la miraban afectuosamente al atraerla hacia sí y estrecharla con fuerza. En algún lugar lejano, una voz entonó una horrible armonía; él frunció el entrecejo, y el sonido se transformó en una nota pura y trémula que le recordó, agradablemente, las criaturas marinas de pelaje abigarrado que había conocido antaño y que habían servido bien al Caos.

El sol rojo de sangre se estaba hundiendo en el mar mucho más allá de la mole del Castillo, y él sintió en sus venas los primeros anuncios del Warp que se acercaba. La tormenta era su sangre, su nervio; hizo un ligero esfuerzo de voluntad y sintió que la fuerza crecía, aullando y arrastrándose sobre el mar en dirección a la tierra. Y al acercarse furioso al Castillo, vio, como había visto antes, una figura solitaria en una ventana alta que se abría al norte que se estaba oscureciendo. Un hombre que, antaño, fue su amigo.

Se hacía llamar Sumo Iniciado, porque este título era antiguo y noble, y lo merecía, creía Tarod, más que cualquiera de sus semejantes. Ya no llevaba la insignia de su rango, porque el viejo sello del Orden había perdido su significación y no se resignaba a llevar el emblema del Caos. Tal vez esto cambiaría un día; pero importaba poco. El equilibrio se había restablecido y Keridil era libre de tomar el partido que quisiera.

Los recuerdos que trajeron a Tarod al Castillo hicieron que sus pensamientos se detuviesen en la figura de la ventana. Recordó lo que era ser mortal y sintió piedad por el hombre de rostro macilento y ojos atormentados bajo los rojizos cabellos. Keridil había aprendido lo que era traicionar y ser traicionado, y la lección le cambió y le endureció. Había mirado las caras de los dioses del Orden y de los dioses del Caos, y sabía que unos y otros se necesitaban. Había perdido a la mujer que amaba y, al perderla, vio cuál era su verdadera naturaleza, de manera que, sin dejar por esto de llorarla, comprendía dolorosamente cómo ella le había engañado y casi corrompido.