Había visto la muerte de la vieja Matriarca, cuya fragilidad había sucumbido durante aquel último y monstruoso encuentro con el Caos en la Isla Blanca, y con ella desapareció el último bastión de las viejas y rígidas costumbres. La señora Fayalana Impridor, que, sorprendida y emocionada, se había puesto el manto de Matriarca al declararse la doliente Kael Amion incapaz de desempeñar el cargo, era lo bastante joven para no haberse contagiado de la inflexibilidad de su predecesora. Y Fenar Alacar, ahora de diecinueve años y profundamente afectado por sus recientes experiencias, delegó sus funciones al Sumo Iniciado y se esforzaba en aprender prudencia.
El mundo estaba en paz; tal vez más en paz de lo que estuvo nunca en el recuerdo de cualquiera de sus habitantes. Pero no duraría; al
Caos le encantaba el conflicto, e incluso ahora se excitaba la mente de Tarod al prever el próximo enfrentamiento con los Señores del Orden. Se produciría; el equilibrio se había establecido y debía mantenerse, pero estaría constantemente amenazado, y él y sus hermanos se regocijarían cuando se reanudase una vez más el antiguo combate. Pero el pivote de aquel conflicto, el eje final sobre el que giraría su resultado, estaba en manos de los falibles mortales que durante siglos adoraron al Orden y que ahora se sentían desligados de sus severas normas y libres de elegir su propio camino. En cuanto al que elegirían, ni Tarod ni Yandros ni ninguno de los entes que les servían en el reino del Caos podían saberlo; la invencibilidad no era omnisciencia, y además, la incertidumbre daba más sabor al futuro. Pero fuera cual fuese el que eligiese Keridil, Tarod pensó, no sin sentir un poco de afecto, que había demostrado, al fin, que podía hacer frente al desafio de su nuevo papel. Habría cambios, porque tenía que haberlos. Y creía que Keridil sería un valioso instigador.
Unos dedos le tocaron ligeramente y unos colores que vibraban mucho más allá del espectro visible resplandecieron alrededor de la figura de la mujer que estaba a su lado. Tarod sonrió, y el pequeño microcosmos que era la Península de la Estrella y el mundo gobernado por ella se desvaneció entre lo almacenado en la memoria. Se levantó, tendiendo graciosamente una mano, y unos dedos blancos se cerraron sobre los de él, y los dos personajes se alejaron juntos del observatorio. Durante un momento, dos columnas pulsátiles de radiación ocuparon su sitio; después, también ellas se confundieron con la niebla arremolinada del Caos de la que habían salido. En alguna parte, una risa que era casi pero no del todo humana, resonó dulcemente; entonces las dos figuras desaparecieron, dejando tras ellas un efímero pero profundo silencio.