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El halcón era apenas más que una mota contra el cielo turbulento, una forma diminuta que volaba velozmente hacia el este, a favor del viento. Era muy improbable que cualquier observador casual lo hubiese advertido, pero el hombre que estaba sentado al abrigo de una protuberancia rocosa en la vertiente de las colinas entre Han y la provincia Vacía había visto aparecer el ave en el horizonte y observaba ahora su rápido progreso aguzando los ojos verdes.

Tarod no sabía por qué despertó el halcón su interés y le producía cierta inquietud; pero había algo deliberado en su vuelo, como si viajase para alguna misión por encima y más allá de su instintivo impulso. Y el hecho de que viniese del noroeste, que era la dirección de la Península de la Estrella, podía ser muy significativo.

El ave casi se perdió de vista y Tarod cambió de posición, estirando una pierna para librarla de un calambre incipiente, y apoyando la espalda en la roca. La mañana era fría, pero él no estaba todavía en condiciones de reemprender viaje; había caminado durante casi toda la noche y, además de estar físicamente fatigado, necesitaba tiempo para reflexionar sobre lo que tenía que hacer.

Había salido de la Península de la Estrella de una manera espectacular que no deseaba experimentar de nuevo. Antes de partir, juró a Keridil que nada tenía contra el Círculo, pero creía que el Sumo Iniciado no tendría en cuenta su palabra. Keridil quería vengar a los que habían muerto... y también quería la piedra del Caos. Aquella gema era el eje alrededor del cual giraba todo ese feo asunto, y Tarod tuvo que sofocar la escalofriante mezcla de deseo y aversión que siempre le acometía cuando pensaba en ello. Por mucho que hubiese preferido negarlo, necesitaba la piedra; era parte vital e integral de él, pues era el recipiente de su propia alma. Sin ella, solamente podía esperar vivir a medias.

Pero la piedra era también una maldición, pues le ataba a un yo interior cuya esencia tenía su origen en el mal, y ése era el dilema que había obsesionado a Tarod desde que había descubierto la naturaleza de la gema. Yandros, Señor del Caos, despertó en él recuerdos de un pasado tan antiguo que casi desafiaba la imaginación, y no podía negar que aquel pasado tenía un terrible atractivo. Sin embargo, reconocer el verdadero poder de la piedra y aceptar todo su potencial sería volver la espalda a lo que había tenido como sacrosanto. Había sido un alto Adepto del Círculo, un siervo escogido de los dioses del Orden; el Caos era anatema para él. Y sin embargo, debía su existencia a aquellos poderes malignos...

Era una paradoja que no podía resolver y que se complicó aún más por el hecho de que también debía la vida a Yandros. De no haber sido por la intervención del Señor del Caos, a través de Cyllan, habría sufrido la espantosa muerte ordenada por Keridil, y la piedra habría caído en manos del Círculo. Esto habría contrariado el plan de Yandros; Tarod comprendía perfectamente que el malvado Señor seguía queriendo emplearle como vehículo para sus planes de desafiar el régimen de Aeoris y los dioses del Orden, y Yandros creía que, en la prueba final, las antiguas afinidades romperían cualquier barrera que Tarod tratase de levantar contra ellos.

Se estremeció interiormente ante la idea, pues sabía que, si tenía de nuevo la piedra en su poder, sería muy fácil sucumbir a su funesta influencia. Y aunque quería sobrevivir, la idea de que esa supervivencia lo convirtiera en un peón en el juego mortal de Yandros hacía que se le helase la sangre en las venas.

Sin embargo, no se atrevía a dejar la cuestión sin resolver y, después de su huida de la Península de la Estrella, se había dado cuenta de que sólo un camino se abría ante él. Cuando le fue revelada la naturaleza de la piedra, y ya le parecía que hacía de ello mucho tiempo, se juró a sí mismo llevar la joya a la Isla Blanca, en el lejano Sur, y darla a guardar al único ser lo bastante poderoso para combatir la fuerza de Yandros: el propio Aeoris. El conflicto con el Círculo y todo lo que vino después le había hecho dudar de la prudencia de aquella decisión; pero ahora no veía ningún camino alternativo. Había servido fielmente a Aeoris, aunque Keridil dijese lo contrario, y solamente el propio Señor Blanco podía resolver definitivamente su terrible dilema y librarle de la agobiante carga de la piedra.

Pero llegar a la Isla Blanca sería tarea inútil a menos que pudiese encontrar a Cyllan...

Tarod entrecerró los ojos al sentir un súbito y agudo dolor. Había tratado de no pensar en Cyllan, consciente de que, a pesar de lo que le decía su instinto, no tenía pruebas de que ella siguiese con vida. Cuando el caballo del Margrave se había lanzado en pleno torbellino del Warp, con ella sobre el lomo, había desfogado su desesperación en un estallido de furor. Pero ahora que su mente había tenido tiempo de serenarse y de reflexionar, se daba cuenta de que si Yandros manipuló una vez los acontecimientos en su propio favor, podía hacerlo de nuevo, y el bien de Cyllan interesaba mucho al Señor del Caos. La intuición le decía que Cyllan vivía, y creía que, si ella podía conservar su libertad, viajaría hacia el sur, hacia Shu-Nhadek, sabiendo que también él lo consideraría su meta.

Pero encontraría peligros en el camino, sobre todo por parte del propio Círculo. Seguramente habrían puesto precio a la cabeza de Cyllan, como a la suya propia, y Keridil no ahorraría esfuerzos para encontrarles a los dos. Cyllan tenía la piedra del Caos, pero era de poco valor para ella, mientras que él, sin la piedra, corría un grave peligro. Había empleado todo el poder que le quedaba para escapar de la Península de la Estrella, y el esfuerzo fue casi excesivo para él; había tenido que confiar en su antigua afinidad con los orígenes caóticos del Warp y dejar que éste le llevase donde quisiera y, aunque sobrevivió, la experiencia le había agotado completamente. El Círculo podía esperar que emplease sus dotes de hechicero para descubrir el paradero de Cyllan y correr inmediatamente a su lado; Tarod sabía que, sin la piedra alma, sus poderes no eran suficientes para semejante hazaña. Sus condiciones eran poco mejores que las de un Iniciado de alto rango, y necesitaría de todos sus recursos físicos para poder compensar la pérdida de sus facultades de hechicería si tenía que encontrar a Cyllan antes que lo hiciera el Círculo.

Sonrió irónicamente en su fuero interno, consciente de que había hecho muy poco para atender a sus propias necesidades físicas. No había descansado desde su espectacular huida del Castillo; no tenía comida ni agua, ni dinero para comprarlas. Aunque hubiese caza en esas áridas colinas y fuese él un arquero bastante hábil, no podía hacer brotar un arco del aire. Sus únicos bienes eran la ropa que vestía, una insignia de oro de Iniciado y las pocas fuerzas que podían quedarle.

Cambió de nuevo de posición y miró al cielo. Detrás de una capa de inquietas nubes, el sol marchaba hacia el bajo meridiano de una primavera norteña. El viento del norte empezaba a soplar con más fuerza, y en el horizonte, donde los montes eran más altos y desiertos a medida que se acercaban a la triste región minera de la provincia

Vacía, las nubes adquirían un feo color purpúreo que presagiaba lluvia. Calculó que los primeros chaparrones tardarían varias horas y, mientras tanto, el cambio del viento significaba que su oquedad en la roca era el mejor refugio para él. Había hecho bien en descansar antes de continuar su viaje; estaba cerca del agotamiento, y el sueño era ahora más importante que la comida. Además, esos montes desnudos, con sus viejos y desiertos caminos, eran un lugar de descanso más seguro que cualquiera que pudiese encontrar en las más pobladas tierras de labranza.

La roca era un lecho duro e incómodo, pero Tarod se instaló lo mejor que pudo, arrebujándose más en la gruesa capa. El viento, que soplaba a ráfagas, gimió en su mente como la voz lejana de un sueño medio olvidado, y a los pocos minutos Tarod se quedó dormido.