Выбрать главу

El instinto le despertó segundos antes de que los ruidos de cascos de caballo y de una fuerte respiración se mezclasen con el gemido del viento. Abrió los ojos verdes y contempló una silueta monstruosa que cubría la mitad del turbulento cielo. Un fuerte olor animal penetró en sus fosas nasales, y Tarod se quedó rígido de la impresión, sin saber si aquella aparición era real o surgida del abismo de una pesadilla.

Se oyó una carcajada ronca y el monstruo se movió, descomponiéndose en las formas de dos hombres montados a caballo e indiscutiblemente reales.

—El durmiente se despierta. —El acento era gutural, y Tarod presumió que tenía su origen en el lejano norte de la provincia Vacía. No le gustó el tono de voz—. Sé bienvenido en tu regreso al mundo, amigo. ¿No es para ti un honor tener a tan buenos compañeros para recibirte?

Alguien rió entre dientes detrás de Tarod; éste volvió rápidamente la cabeza y vio a otros tres jinetes a su espalda. El que había reído era un joven picado de viruelas y de expresión bobalicona, que tendría dieciséis o diecisiete años; los otros eran mayores pero no más agradables, y Tarod se dio cuenta de que eran, pues no podían ser otra cosa, un grupo de bandidos.

Suspiró, se apoyó de nuevo de espaldas en la roca y cerró una vez más los ojos. No llevaba encima nada que valiese la pena; por lo tanto, no era probable que esos rufianes de aspecto siniestro le causasen muchas molestias; pero le irritaba su inoportuna llegada.

El jefe, un individuo delgado como una serpiente y que lucía una extraña mezcla de chucherías robadas sobre una sucia pelliza, bufó con fuerza.

—Parece que nuestro amigo no aprecia nuestra amabilidad al detenernos para pasar un rato con él. —Hizo avanzar su caballo y tocó a Tarod con la punta de una bota. Tarod abrió los ojos—. ¡En pie, amigo!

Tarod le miró fijamente.

—¿Me lo dices a mí?

El joven rió de nuevo y el jefe hizo una burlona reverencia.

—Te pido perdón, señor, si te he ofendido. Pero no veo a nadie más a quien dirigirme.

Los otros rieron ruidosamente y su jefe sonrió, correspondiendo a su aprobación. Su caballo se acercó todavía más y los otros siguieron su ejemplo, de manera que Tarod se vio estrechamente rodeado.

—Tal vez nuestro amigo tiene una legión de demonios ocultos en el bolsillo, Ravakin —sugirió uno de ellos—. Quizá se ha imaginado que les hablabas a ellos.

Ravakin sonrió de nuevo, afectadamente, mostrando los dientes cariados.

—Es más probable que lleve un caballo y unas alforjas ocultas en la manga. Tal vez querrá mostrárnoslos, como prueba de camaradería y de buena voluntad. —Por segunda vez, la punta de una bota golpeó las costillas de Tarod—. Vamos, amigo, ¿dónde están tus cosas?

—Las estás viendo con tus propios ojos, am:go —dijo tranquilamente Tarod.

—El viajero tiene sentido del humor —se burló Ravakin.

Un hombre robusto que estaba a su lado rió por lo bajo.

—¿Crees que sería tan divertido si encendiésemos una fogata debajo de él?

—Desde luego, sería mucho más hablador. Nadie que esté en su juicio se aventura en estos montes si quiere conservar la vida; ha de tener un tesoro en alguna parte. Y nos dirá dónde está. —Se lamió los labios—. Cuando nosotros le hayamos divertido durante un rato, nos suplicará que le dejemos decirlo.

Evidentemente, pretendía con sus palabras debilitar la confianza de Tarod, y le contrarió que aquel hombre de cabellos negros se limitase a sonreír débilmente. Frunció el entrecejo e hizo un ademán al más corpulento de sus compañeros.

—Regístrale. Ve lo que lleva encima.

—No te molestes. —Tarod se levantó con una agilidad y una rapidez que le sorprendió. Se echó la capa atrás y dijo, con voz engañosamente amable—. No tengo dinero, ni bienes, ni nada que pueda interesaros, caballeros. Si queréis buscar un caballo, podéis hacerlo con mi beneplácito. No lo encontraréis, porque no tengo ninguno.

Ahora empezó a hablar el joven, en una voz sólo cascada a medias.

—Tal vez dice la verdad, Ravakin. No hemos visto nada, y no se podría esconder un gusano en este erial...

—¡Cierra ese pico! —le replicó severamente Ravakin—. No puede haber venido de ninguna parte, sin un caballo y provisiones. Amit, Yil, daremos a nuestro amigo una pequeña lección de camaradería para aflojarle la lengua.

Mientras hablaba, hizo avanzar su caballo de manera que el flanco rozó a Tarod y le hizo perder el equilibrio. En el mismo momento, dos de los otros adelantaron sus monturas, empujándole hacia Ravakin y levantando una nube de polvo sofocante con los cascos.

— ¡Ray! —La súbita exclamación hizo que el jefe de la banda se detuviese en seco—. ¿Qué lleva debajo de la capa?

Los ojos maliciosos y curiosos de Ravakin se fijaron en Tarod, pero Amit, que era el que había hablado, reconoció el símbolo distintivo antes que su jefe.

—¡Maldita sea, Ray, es un Iniciado!

—¿Un Iniciado? —El jefe le dirigió una mirada fulminante—. ¡Por mí, podría ser el Margrave de los Siete Infiernos!

—Se inclinó hacia delante sobre la silla, echando sobre la cara de Tarod un aliento caliente, que apestaba a comida rancia—. Le daremos este título. Nuestro eminente amigo, el Margrave de los Siete Infiernos. Vamos, Margrave. Vas a bailar para nosotros hasta que nos hartemos de ti, y entonces te quitaremos esa bonita chuchería si no tienes nada mejor que ofrecernos.

Tarod no dijo nada, no se movió, y Ravakin, lentamente y regocijándose en ello, sacó un largo cuchillo del cinto. Acarició el mango con el dedo pulgar.

—¿Me has oído, Margrave de los Siete Infiernos? Vamos a enviarte a tus propios dominios... —Alargó la mano y, con una seguridad fruto de la práctica, tocó con la punta del cuchillo el cuello de Tarod, mientras dos de sus hombres empezaban a silbar sin la menor armonía—. Diviértenos, Margrave. ¡Veamos cómo bailas a nuestro son!

Tarod había permanecido impasible durante las chanzas de los bandidos, pero, de pronto, la cólera hirvió en él, y otro sentimiento familiar resurgió con ella. No hizo ningún movimiento para desafiar a sus atacantes, sabiendo que estaba en desventaja e inseguro de la fuerza que podría ejercer contra ellos, si es que le quedaba alguna. Pero la cólera despertó otras emociones y comprendió que, por muy débil que estuviese, todavía podía enfrentarse con ventaja a semejante pandilla de arrogantes imbéciles.

—Ravakin —dijo pausadamente, pero con un cambio brusco en el tono de la voz que hizo que el jefe de la banda frunciese el entrecejo.

La hoja del cuchillo osciló, y Tarod, con desdeñoso ademán, la apartó a un lado. El rostro de Ravakin enrojeció de ira, y el hombre le habría asestado una cuchillada si el caballo no hubiese retrocedido, percibiendo algo que todavía estaba más allá de la comprensión de su amo. Los ojos verdes buscaron los grises desvaídos de Ravakin, y Tarod aguantó con firmeza la mirada del jefe bandolero.

—Te daré una oportunidad —dijo suavemente Tarod—. Ocúpate de tus asuntos, asalta a algún otro viajero y déjame en paz. Es mi último aviso, Ravakin.

Ravakin siguió mirándole unos momentos; después, echó la cabeza atrás y lanzó una carcajada.

— ¡Me amenaza! ¡Me amenaza nada menos que el Margrave de los Siete Infiernos! —Sus secuaces, tranquilizados, rieron con él—. Sin un cuchillo, sin una espada, sin tener siquiera un palo, ¡se imagina que puede asustarme! —La risa se convirtió en hipo y Ravakin se enjugó la nariz y los ojos lacrimosos con la manga. Entonces su amplia sonrisa se transformó bruscamente en una fea mueca, y dijo despectivamente—: Matadle.

En su afán de imitar los cambios de humor de su jefe, los hombres se reían todavía, y se mostraron lentos en reaccionar a la orden. Antes de que pudiesen hacer un movimiento, Tarod alzó la mano izquierda, la cerró sobre el morro del caballo de Ravakin, y pronunció una sola palabra incomprensible.