El animal relinchó y se encabritó y Tarod tuvo el tiempo justo de agacharse a un lado para evitar que le alcanzasen los cascos. El jefe de los bandidos lanzó una exclamación de asombro que inmediatamente se convirtió en grito de terror cuando el asustado animal empezó a corcovear. Perdió el equilibrio, se inclinó hacia un lado en la silla y cayó sobre el polvo con un fuerte golpe. El caballo saltó y el grito de Ravakin se convirtió en rugido de furia insensata mientras trataba de ponerse en pie e intentaba agarrar a tientas su cuchillo perdido. Se estaba incorporando, cuando unos dedos terriblemente vigorosos le agarraron del cuello y le torcieron la cabeza en un ángulo horrible, hasta que, retorcido y presa de dolor, quedó enfrentado a los ojos verdes y fríos, como el hielo, de Tarod.
Los hombres que le sobrevivieron, no pudieron nunca imaginar los horrores que vio Ravakin en aquel momento; las ilusiones conjuradas por Tarod sólo él podía verlas, y eran fruto de un antiguo y malévolo poder que se regocijaba en el tormento. Lo único que vieron fue el aura oscura y maligna que envolvía al hombre que, hasta hacía unos momentos, había sido una presa fácil y divertida. Sus caballos relincharon y se encabritaron, y dominando aquel ruido, vibró el grito de Ravakin, como una súplica y una protesta incoherente, mientras su mente rebasaba los linderos de la locura. Sus ojos se desorbitaron y su rostro se tiñó de púrpura; sus manos arañaron desesperadamente los indescriptibles fantasmas que caían sobre él y en medio de los cuales parecía arder la cara cruelmente sonriente del extranjero de cabellos negros. Se retorció y se encogió, con un gruñido ahogado y con la lengua fuera de la boca, como una serpiente hinchada, y entonces, los pasmados hombres oyeron un solo y estremecedor chasquido: Tarod, con una sola mano, había roto el cuello de Ravakin.
La pandilla de bandidos no esperó a presenciar el terrible final de su jefe. Cuando Tarod se volvió hacia ellos, enfurecido y previendo un ataque por la espalda, estaban ya dando la vuelta a sus monturas y golpeando frenéticamente sus flancos con los tacones de las botas, espoleándoles para alejarse de allí, dondequiera que fuesen. Sus voces, agudizadas por el pánico, incitaban a los animales a continuar su carrera, y Tarod se quedó mirándoles, mientras su furia ciega se extinguía poco a poco.
Las voces de los bandidos y el estruendo de los cascos de sus monturas se perdieron con el zumbido del viento. Tarod se tambaleó hacia atrás y se apoyó en la roca, súbitamente débil y agotado. A menos de dos pasos yacía Ravakin, con la lengua fuera y los redondos ojos mirando estúpidamente un guijarro a un pie de su nariz. Tarod se sintió asqueado y tuvo náuseas al contemplar el cadáver. Lo que hizo fue puramente maléfico. Habría sido mucho más sencillo matar al jefe de los bandoleros sin emplear una crueldad tan salvaje, y sin embargo, había sido incapaz de resistir la tentación. El poder había surgido en él y lo había empleado... Miró su mano izquierda y la estropeada base del anillo que llevaba todavía en el dedo índice. Incluso sin la piedra del Caos había maldad en él. Recuperada la piedra, ¿no le sería mucho más difícil luchar contra tan nociva influencia?
Pisando los talones a esa idea, le acometió la aguda impresión de que se estaba compadeciendo a sí mismo. Más importante que su bienestar era el de Cyllan, que llevaba la piedra del Caos y carecía del poder de Tarod para protegerse. Si tenía que encontrarla, su pragmatismo le advertía que no debía perder tiempo y sí emplear todos los recursos que tenía a mano, fuesen cuales fueren las protestas de su con ciencia.
Se irguió, se plantó junto al cadáver y lo empujó con un pie para que rodase sobre la espalda. Haciendo caso omiso de aquella mirada ciega y acusadora, registró el cuerpo de Ravakin. Además de la espada corta, el jefe de bandoleros llevaba un cuchillo afilado y bien equilibrado en una vaina bordada, sin duda propiedad de alguna víctima anterior, y una bolsa debajo de la pelliza, con monedas por un total de unos cincuenta gravines y un puñado de pequeñas pero valiosas gemas. Lo suficiente, al menos, para permitir a Tarod revestir una imagen que no despertase sospechas en las poblaciones provincianas.
Levantó la mirada y vio el caballo del muerto, quieto a poca distancia, con la cabeza gacha y observándole. Evidentemente, le habían enseñado a no moverse cuando nadie lo montaba y, una vez mitigado su miedo, obedeció aquellas enseñanzas. Tarod levantó una mano y chascó los dedos, emitiendo al mismo tiempo un grave sonido gutural. El caballo levantó las orejas y se acercó, vacilando al principio y después con más confianza, obedeciendo la orden mental con que Tarod acompañó el movimiento. Era un buen animal, un bayo corpulento y poderoso; ningún bandido que estuviese en su sano juicio emplearía una montura que no fuese vigorosa y segura, y Ravakin había sido un experto a su propia e infame manera. El caballo permaneció pasivo mientras Tarod examinaba las alforjas. En ellas encontró más monedas, un collar femenino de bronce y esmalte, un brazalete haciendo juego y una buena cantidad de carne seca y trozos de fruta fermentada; las raciones adecuadas para un hombre que viajaba ligero pero necesitaba una buena manutención. Había también una bota de vino, vacía en tres cuartas partes, pero que podía utilizarse para llevar agua. Tarod bebió el resto de su contenido y comió uno de los pedazos de fruta seca mientras comprobaba las guarniciones del animal; guardó el cuchillo envainado en el cinto y, por último, saltó sobre la silla del bayo. Cuando el animal levantó la cabeza y bufó, ansioso por alejarse de aquella roca que olía a muerte, Tarod sacó el collar y el brazalete de la alforja y los dejó caer sobre el cuerpo de Ravakin, produciendo un débil y frío tintineo. Los secuaces del bandido no se atreverían a volver allí; con un poco de suerte, el cadáver sería encontrado por algún minero de la provincia Vacía y, posiblemente, las joyas serían devueltas a su legítima dueña, si seguía con vida.
Miró por encima del hombro. Las nubes de lluvia estaban ahora a poco más de una milla, pero creyó que el bayo podía dejarlas atrás. Volviendo la cabeza del animal hacia el sur, lo lanzó a medio galope a lo largo del accidentado camino.
Cyllan se despertó y vio el fantasmal resplandor que precede a la aurora dando un pálido relieve al ventanuco de su habitación en la posada del Arbol Alto. Se volvió en la blanda cama, arrebujándose más en las gruesas mantas y, hasta despertar del todo, se quedó mirando la ventana. Alarmada, se incorporó de un salto.
No había pretendido dormir tanto tiempo. Aunque todavía era de noche, el débil resplandor en el este le decía que la mañana no estaba lejos, y ella había proyectado alejarse de Wathryn antes de que nadie se levantase.
Saltó de la cama, estremeciéndose al percibir las protestas de su cuerpo. La caída que había sufrido la había magullado fuertemente y ahora empezaba a dejarse sentir todo el efecto de aquellas contusiones. Para empeorar las cosas, durante su estancia en el Castillo de la Península de la Estrella había perdido la costumbre de estar largas horas sobre la silla. La carrera, en especial la huida de los bandidos, había castigado todavía más sus músculos. Pero no importaba; tenía que marcharse de allí; después de lo que el joven Gordach le revelase inconscientemente la noche pasada, no se atrevía a permanecer en la población ni un solo instante después de que amaneciese.
El aire era muy frío, y Cyllan se envolvió en una de las mantas antes de acercarse a la ventana y agacharse para mirar al exterior. La noche anterior se encontraba demasiado fatigada para captar nada que no fuese lo que tenía más cerca; lo único que recordaba era una plaza de mercado y la cara rolliza y asombrada de Sheniya Win Mar cuando su escolta la había llevado a la puerta de la posada. La posadera la había empujado a una larga habitación de techo bajo, donde el latón y el estaño brillaban a la luz del fuego, y le había traído toallas calientes y una bata seca que le estaba grande. Ella se había sentado al amor de la lumbre medio aturdida, mientras le servían un cuenco de estofado caliente y una copa de vino. Sheniya atajó enérgicamente los intentos de Lesk Barith de interrogar a su invitada y, cuando se hubo marchado, desilusionado el hombre, la posadera perdió su inicial temor de dar albergue a semejante dama (Cyllan sonrió irónicamente al recordarlo) y pronunció un torrente de comentarios, recuerdos y opiniones que había permitido a Cyllan comer sin decir nada. Resultaba que Sheniya era viuda y que sus dos hijos hacía tiempo que habían abandonado el nido, por lo que le quedaba una reserva importante de instinto maternal que ahora prodigó de lleno a su invitada. Al fin, después de haber estado dos veces a punto de caer en el fuego a causa de la fatiga, Cyllan fue ayudada a subir una estrecha y empinada escalera y a meterse en la cama en la mejor habitación de la posada, y Sheniya se despidió con un último y encarecido ruego de que la llamase inmediatamente, si la dama necesitaba algo.