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– ¿Has llamado al departamento para avisar de lo que ha ocurrido?

– Sí. Lo hice esta mañana antes de acostarme. Me han dicho que tengo que llevar la baja para que puedan contratar a un interino que le sustituya.

Entramos en La Custodia atravesando una marabunta de gente silenciosa. Volver allí me produjo una extraña sensación: era un lugar ajeno y triste en el que sólo había estado una vez en mi vida y, sin embargo, lo sentí como una prolongación de mí mismo, como un recinto familiar. Seguramente, la presencia de Clifford y mi madre contribuía bastante pero estaba seguro de que se trataba, más bien, de la carga emocional de la situación.

Daniel seguía exactamente igual que aquella mañana cuando nos marchamos. No había experimentado ninguna mejoría, me explicó mi madre, pero tampoco había empeorado y eso era muy positivo.

– A mediodía vino a verle el psiquiatra, el doctor Hernández -siguió contándonos sin levantarse del sillón; no parecía cansada en absoluto-. Por cierto, ¡qué hombre más encantador! ¿Verdad, Clifford? ¡Qué amable y qué simpático! Nos ha tranquilizado mucho, ¿verdad, Clifford?

Clifford, sin hacerle caso, permanecía de pie junto a la cama de su hijo. Supuse que apenas debía de haberse movido de allí en todo el día. Avancé unos pasos hacia él y me coloqué a su lado, contemplando también a mi hermano. Daniel tenía los ojos abiertos pero seguían sin vida y no parecía escuchar nada de lo que se decía a su alrededor.

– El doctor Hernández… Diego, nos ha asegurado que Daniel se pondrá bien muy pronto y nos ha explicado que los medicamentos que le están dando empezarán a hacerle efecto en dos o tres días, ¿verdad, Clifford? ¡La semana que viene lo tenemos de nuevo en casa, ya lo veréis! Ona, cariño, no dejes la bolsa en el suelo… Ahí tienes el armario. Por cierto, ¡qué horrible es este hospital! ¿Por qué no le llevasteis a una clínica privada? ¡Si ni siquiera podemos sentarnos todos! -protestó desde el sillón-. Clifford, anda, mira a ver si las enfermeras de este turno son más amables que las otras y nos dejan una silla. ¿Podéis creer que nos han dicho que no quedaban asientos libres en toda la planta? ¡Vaya mentira!, pero ya me contarás cómo se lo dices en la cara a una de esas… furias vestidas de blanco. ¡Qué gente tan desagradable! ¿Verdad, Clifford? Pero, ¿por qué no vas a preguntar, hombre? Seguro que ahora nos dejan al menos una banqueta o un taburete, no sé…, un escabel… ¡Cualquier clase de asiento estará bien!

Y sí, sí nos dejaron otro asiento, una silla de plástico verde como las de la sala de espera, pero sólo después de que mi madre hubiera salido por la puerta de la planta para no regresar hasta el día siguiente. Las enfermeras debían de habérselo tomado como una cuestión personal y, sinceramente, no me sorprendía lo más mínimo. Crucé los dedos para que Clifford y mi madre recordaran los códigos de acceso a mi casa porque, de no ser así, me veía rescatándoles de la comisaría de Via Laietana.

Ona ocupó el sillón y se concentró en un libro y yo acerqué la silla a esa especie de mostrador con suplemento abatible que hacía las veces de mesita de noche y de banco de trabajo para el personal de la planta. Aparté la caja de pañuelos de papel, la botella de agua, el vaso de Daniel y el dosificador del colirio que le teníamos que poner cada cierto tiempo porque se le secaban los ojos de no parpadear lo suficiente. Extraje mi pequeño ordenador del macuto (un ultraligero de gama alta, de poco más de un kilo de peso) lo abrí y lo coloqué de manera que pudiera teclear con cierta comodidad y que quedara espacio para situar cerca el teléfono móvil; necesitaba conectar con la intranet de Ker-Central, la red privada de la empresa, para echar una ojeada al correo, repasar los asuntos y las reuniones pendientes y estudiar la documentación que Núria me había dejado preparada.

Trabajé durante una media hora, abstrayéndome por completo de la realidad, concentrado en resolver lo mejor posible los asuntos urgentes de la compañía y, cuando menos lo esperaba, escuché una risa muy sombría que salía de la cama de Daniel. Levanté la mirada, atónito, por encima del monitor y vi a mi hermano con una extraña curva dibujada en los labios. Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, Ona había saltado del sillón y se había colocado a su lado, inclinándose nerviosamente sobre él, que seguía sonriendo con tristeza y movía los labios como si estuviera intentando decir algo.

– ¿Qué te pasa, Daniel? -le preguntó ella, acariciándole la frente y las mejillas.

– Lawt'ata-respondió él, y volvió a reír con el mismo desconsolado sonido de antes.

– ¿Qué ha dicho? -quise saber, extrañado, acercándome.

– ¡No lo sé, no le he comprendido!

– Estoy muerto -dijo Daniel con voz hueca-. Estoy muerto porque los yatiris me han castigado.

– ¡Por el amor de Dios, cariño, deja de decir tonterías!

– ¿Qué significa lawt'ata, Daniel? -le interrogué, apoyando una mano sobre la almohada para agacharme, pero mi hermano giró la cabeza en sentido contrario y ya no volvió a despegar los labios.

– Déjale, Arnau -repuso Ona, abatida, volviendo al libro y al sillón-. No dirá nada más. Ya sabes lo cabezota que es.

Pero yo seguía preguntándome por qué Daniel se había reído de aquella manera tan extraña y había pronunciado aquellas palabras tan raras. ¿Qué lengua era ésa?

– Quechua o aymara -me aclaró Ona cuando se lo pregunté-. Seguramente, aymara. El quechua era la lengua oficial de los incas, pero en la zona sudeste del imperio se hablaba aymara. Daniel tuvo que aprender las dos para poder trabajar con Marta.

– ¿En tan pocos meses? -me sorprendí, regresando a mi silla y girándola para sentarme mirando hacia Ona. El programa de administración de energía del portátil había apagado el monitor y parado el equipo para ahorrar batería. En unos pocos minutos, si no movía el ratón o pulsaba alguna tecla, desactivaría también el disco duro.

– Tu hermano tiene una facilidad inmensa para los idiomas, ¿no lo sabías?

– Aun así-objeté.

– Bueno… -murmuró frunciendo los labios y la frente-, lo cierto es que ha estado trabajando muy duro desde que empezó a colaborar con Marta. Ya te dije que estaba obsesionado. Llegaba de la universidad, comía y se encerraba en su despacho toda la tarde. De todas formas, el quechua lo abandonó pronto para dedicarse por entero al aymara. Lo sé porque me lo contó él.

– Ese texto… el que me enseñaste en tu casa, ¿también estaba escrito en aymara?

– Supongo que sí.

– Y ese trabajo de… ¿dijiste etnolingüística inca?

– Sí.

– ¿Qué demonios es eso?

– La etnolingüística es una rama de la antropología que estudia las relaciones entre la lengua y la cultura de un pueblo -me explicó pacientemente-. Ya sabes que los incas no conocían la escritura y que, por tanto, toda su tradición era oral.

Eso de que yo ya lo sabía era mucho suponer por su parte. A mí aquello me sonaba al descubrimiento de América por Colón, las tres carabelas y los Reyes Católicos. Si hubiera tenido que situar en un mapa a los incas, los mayas y los aztecas, me hubiera hecho un lío terrible.

– Marta, la catedrática de Daniel, es una eminencia en el tema -siguió explicándome mi cuñada con cara de fastidio; no cabía la menor duda de que aquella tal Marta le caía como una patada en el estómago y que abominaba de la colaboración de Daniel con ella-. Ha publicado multitud de estudios, colabora con revistas especializadas de todo el mundo y participa como invitada en todos los congresos sobre antropología de América Latina. Es un personaje muy importante, además de una vieja estirada y prepotente. -Cruzó las piernas con aire de suficiencia y me miró-. Aquí, en Cataluña, además de ocupar la Cátedra de Antropología Social y Cultural de la UAB, dirige el Centre d'Estudis Internacionals i Interculturals d'Amèrica Llatina y es la presidenta del Instituí Cátala de Cooperació Iberoamericana. Ahora ya puedes entender por qué Daniel tenía que trabajar a la fuerza con ella: rechazar su ofrecimiento hubiera significado el fin de su carrera como investigador.