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– Pues éste, en concreto -empezó a explicar la catedrática, examinándolo con atención-, es una especie de invocación a una diosa… Pero no dice el nombre. Seguramente será la Pachamama, la Madre Tierra, porque habla de la creación de la humanidad.

– Pues éste de aquí -señaló Efraín desde el otro lado de la sala- cuenta cómo los gigantes desaparecieron con el diluvio.

– Estos tipos tienen una fijación enfermiza por los mismos temas, ¿no os parece? -comentó Marc, perplejo.

Estuvimos rondando por allí haciendo tiempo, mirando las cosas que teníamos alrededor, pero mi mente estaba muy lejos. Sólo podía pensar que, después de tanto tiempo y de tantas cosas como nos habían sucedido, había llegado por fin el momento en el que tendría que conseguir, como fuera, que aquellos tipos me explicaran cómo sacar a Daniel del letargo.

– ¿Estás preocupado? -me preguntó Marta de repente. Se había puesto a mi lado sin que yo me diera cuenta.

– No, preocupado no. Nervioso quizá.

– Observa todo esto -me dijo, hablando desde la cátedra-. Es una ocasión única para recuperar una parte perdida de la historia.

– Lo sé -repuse, mirándola con una sonrisa. La sequedad que la caracterizaba había terminado por gustarme y me encontraba cómodo con sus tonos, a veces demasiado despectivos. En realidad, no se daba cuenta; para ella no tenían el mismo valor que para quien los recibía-. Soy consciente de la importancia de la situación.

– Es mucho más importante de lo que imaginas. Puede ser única.

– Yo quiero una antimaldición mágica -afirmé-. ¿Qué quieres tú?

– Quiero poder estudiar su cultura, que me permitan volver con un equipo de la universidad para llevar a cabo un trabajo de investigación complementario a la publicación del descubrimiento del lenguaje escrito de la cultura tiwanacota, que sería la primera parte de…

– ¡Vale, vale! -la interrumpí, muerto de risa-. Creo que me van a dar lo que pido por la humildad de mi solicitud. ¡Tú lo quieres todo!

Marta se puso muy seria de golpe, mirando detrás de mí: nuestro guía yatiri había reaparecido entre las colgaduras del fondo y nos hacía gestos para que fuéramos con él.

– El trabajo es toda mi vida -dijo ella ásperamente, poniéndose en camino.

Entramos en una sala enorme delimitada por paredes hechas de tapices con diseños de tocapus que ondulaban como si una suave brisa recorriera la pieza. También oscilaban las llamas de las lámparas de aceite y el pelo gris oscuro de los cuatro ancianos, dos mujeres y dos hombres -ambos con bigote-, que nos esperaban acomodados en unos impresionantes sitiales de oro. A una distancia considerable habían colocado para nosotros seis taburetes de madera bastante más humildes. Nuestro guía nos indicó por señas que tomáramos asiento y, con una inclinación de cabeza dirigida a los ancianos, desapareció.

Aquellos eran los Capacas, los gobernantes de los yatiris, herederos de los sacerdotes-astrónomos que habían regido Tiwanacu, y nos estaban mirando con una indiferencia tan grande que casi parecía que no estuviéramos allí. ¿Acaso no les llamaba la atención ver a seis blancos vestidos de manera extraña que habían aparecido de repente en su ciudad? Y, por cierto, ¿cómo se llamaba aquella ciudad? ¿Taipikala-Dos? ¿Y por qué no tenían la cabeza con forma de cono como sus antepasados? ¿Es que ya no practicaban la deformación frontoccipital? ¡Qué desengaño!

Vi cómo Marta y Efraín intercambiaban miradas, poniéndose de acuerdo para ver quién iba a iniciar la conversación pero, antes de que acabaran de decidirse, un quinto personaje yatiri hizo acto de presencia en la escena, apareciendo precipitadamente por detrás de las colgaduras que quedaban a la espalda de los Capacas. Era un joven de apenas veinte años de edad que entró corriendo e intentó, sin demasiado éxito, pararse en seco para no caer de bruces a los pies de los ancianos; con gran esfuerzo, se balanceó hasta que consiguió mantener el equilibrio. Le vimos murmurar unas palabras con la cabeza inclinada -vestía un unku rojo con faja blanca y llevaba en la frente una cinta también roja- y permanecer quieto en esa postura mientras los Capacas deliberaban. Por fin, parecieron consentir en lo que fuera que el joven les decía y éste se incorporó y, poniéndose a un lado, se dirigió a nosotros en voz alta para hacerse oír con claridad a pesar de la gran distancia:

– Mi nombre es Arukutipa y soy indio ladino, y estoy presto a cirvir a sus mercedes para que se entiendan con nuestros Capacas prencipales.

Me quedé de piedra. ¿Qué hacía aquel chaval hablando un castellano antiguo, cerrado de entonación y defectuoso? Y, además, ¿por qué se acusaba a sí mismo de ser una mala persona? Pero Marta, rápida como el rayo, se inclinó hacia adelante, requiriéndonos en conciliábulo, y se lanzó a una explicación rápida:

– El nombre de este niño, Arukutipa, significa, en aymara, «el traductor, el que tiene facilidad de palabra», y afirma ser indio ladino, que es como llamaban en la América colonial del siglo XVI a los indígenas que sabían latín o romance, es decir, que hablaban el castellano. Así que los yatiris nos ofrecen un intérprete para comunicarse con nosotros. ¡Han conservado el castellano que aprendieron antes de huir a la selva!

– Pero, entonces -señaló Efraín, extrañado-, no imaginan que podamos conocer su lengua.

– Espera, voy a sorprenderles -le dijo Marta, con una sonrisa de inteligencia y, volviéndose hacia los Capacas, exclamó-: Nayax Aymara parlt'awa.

Los ancianos no movieron ni un músculo de la cara, no se inmutaron; sólo el joven Aruku-lo-que-fuera, hizo un gesto de sorpresa volviéndose hacia los Capacas. No hubo intercambio de palabras, no dialogaron y, sin embargo, Aruku-lo-que-fuera, se giró de nuevo hacia nosotros y habló otra vez en nombre de los ancianos:

– Los Capacas prencipales dizen que sus mercedes son personas cuerdas y savias y muy letradas, pero que, como an de procurar llevar linpio camino y cin grandes pleytos, es bueno que las palabras sean españolas de Castilla y que no rrecresca mal y daño por las dichas palabras.

– Pero, pero… ¿Qué demonios ha dicho? -se indignó Marc, que se había puesto más rojo de lo normal y parecía una caldera a punto de soltar el vapor de golpe-. ¿En qué maldito idioma habla?

– Habla en castellano -le calmé-. El castellano que hablaban los indios del Perú en el siglo XVI.

– No quieren que usemos el aymara -se dolió Efraín-. ¿Por qué será?

– Ya lo has oído -le consoló Gertrude, que, pese a estar más callada de lo normal, tenía un brillo en los ojos que delataba la intensidad de las emociones que se le desbocaban por dentro-. No quieren líos. No quieren problemas con el idioma. Prefieren que nos entendamos en castellano.

– ¡Claro, como su lengua no cambia, piensan que las demás tampoco! -se indignó mi amigo-. ¡Pues yo no comprendo lo que dice el crío ese! Para mí, como si hablara en chino.

– Le entiendes perfectamente -gruñó Lola-. Lo que pasa es que no te da la gana, que es distinto. Haz un esfuerzo. ¿Prefieres que Marta y Efraín hablen con ellos en aymara y que los demás nos quedemos fuera de juego? ¡Venga, hombre! ¡Con lo que nos ha costado llegar hasta aquí!

– Los Capacas tienen qüenta de las muchas letras de sus mercedes, pero agora piden saber cómo tubieron sus mercedes conosemiento deste rreyno de Qalamana.

– ¡Qalamana! -exclamó Marta-. ¿Esta ciudad en la selva se llama Qalamana?

– Qalamana, señora.

– «La que jamás se rinde» -tradujo Efraín-. Un nombre muy apropiado.

– Los Capacas prencipales piden saber -insistió Aruku-lo-que-fuera- cómo tubieron sus mercedes conosemiento deste rreyno.

– Arukutipa -dijo Marta-, me gustaría saber si los Capacas nos entienden cuando hablamos en castellano. Lo digo porque va a ser una historia muy larga y, si se la tienes que traducir, no terminaremos nunca.

Arukutipa cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro varias veces, indeciso, y volteó la cabeza hacia los ancianos en un par de ocasiones.

– Los Capacas, señora, no os entienden -farfulló, al fin-. No son indios ladinos.

– Bueno, pues, intentaré ser breve… -dijo Marta, tomando la palabra y abordando la narración de la historia que había dado lugar a nuestro conosemiento deste rreyno desde que su tío abuelo, Alfonso Torrent, había empezado a trabajar con don Arturo Posnansky en Tiwanacu a principios del siglo XX. Me daba cuenta cada vez más de que la mejor manera de conocer a Marta, de conocerla de verdad, era escuchando su extraordinaria voz, comprendiendo la música misma de la que estaba hecha. Sólo allí, en los sonidos que salían de su garganta, en las entonaciones que les imprimía, en las palabras que seleccionaba y en las frases que construía, se encontraba la verdad de aquella mujer que se ocultaba y defendía como un erizo de mar. Y, tal y como pensé aquel lejano día en su despacho, su voz era su talón de Aquiles, el punto flaco por el que la verdad se le escapaba a borbotones sin que se diera cuenta.