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Arukutipa era un traductor simultáneo fantástico porque los ancianos, escuchándole repetir lo que contaba Marta, asentían cuando tocaba, fruncían el ceño en el momento oportuno y ponían gesto de preocupación o complacencia cuando correspondía, apenas Marta estaba terminando de decir lo que podía provocar esas expresiones. No le vi vacilar ni una sola vez. No pidió que se le repitiera ni una sola frase, y eso que nuestro castellano y el suyo diferían bastante y que había términos actuales de difícil explicación para quien no tuviera información sobre lo ocurrido entre los siglos XVII al XXI.

Por fin, Marta empezó a hablar de Daniel. Comentó que, como ella, era profesor en una universidad española y que, trabajando a sus órdenes, había descubierto por casualidad la maldición de la Pirámide del Viajero. Por desgracia, dijo, había caído bajo su influjo y, entonces, se volvió hacia mí, me presentó como el hermano de Daniel y me cedió la palabra para que yo terminara de contar la historia y expresara mi petición.

Desde luego, lo hice lo más elocuentemente que pude, sin perder de vista ni por un momento que aquellos tipos tenían que saber que la maldición sólo podía haber afectado a Daniel porque su conciencia no estaba limpia, pero, igual que Marta, me salté discretamente esa parte y solicité con amabilidad una solución para el problema. Luego, Efraín contó por encima nuestra expedición a través de la selva hasta llegar a Qalamana con los Toromonas.

Arukutipa repetía incansablemente nuestras palabras -o eso debíamos suponer, porque oírle no le oíamos, pero le veíamos prestarnos atención y mover los labios sin cesar- y, cuando terminamos, después de casi una hora de hablar sin parar, el chaval dio un suspiro de alivio tan grande que no pudimos evitar dibujar una sonrisa.

A continuación, nos quedamos callados e inmóviles, pendientes de los murmullos que nos llegaban desde el fondo de la sala. Por fin, Arukutipa se giró hacia nosotros:

– Los Capacas prencipales piden el nombre de la muger bizarra de cavello blanco.

– Hablan de ti, Marta -cuchicheó Gertrude con una sonrisa.

Ella se puso de pie y dijo su nombre.

– Señora -le respondió Arukutipa-, los Capacas se rregocijan de su vecita y dizen que vuestra merced oyrá el consuelo para el castigo del enfermo del hospital, el ermano del gentilhombre alto de cuerpo, y que con esto sesará su mizeria y mal juycio. Pero dizen los Capacas, señora, que ancí, después de aver oydo el consuelo, sus mercedes deverán dexar Qalamana para ciempre y no hablar nunca desta ciubdad a los otros españoles.

Marta puso mala cara.

– Eso es imposible -afirmó con su voz más grave y glacial. El pobre chaval se quedó sin respiración, con cara de pasmarote.

– ¿Imposible…? -repitió incrédulo y, luego, lo tradujo al aymara. Los Capacas permanecieron impertérritos. Aquellos tipos no se alteraban por nada.

Y, entonces, pasó la primera de las cosas raras que íbamos a ver aquella tarde. La mujer Capaca que se sentaba en el extremo derecho soltó una pequeña arenga en voz alta y Marta abrió mucho los ojos, desconcertada.

– La anciana ha dicho -murmuró Efraín- que obedeceremos porque, si no, ninguno de nosotros saldrá de aquí con vida.

– ¡Vaya, hombre! -exclamó Marc con cara de susto.

Marta respondió algo en aymara a la anciana.

– Le ha dicho -nos tradujo Efraín, bastante sorprendido y escamado- que no hay problema, que ninguno de nosotros hablará nunca de Qalamana con nadie.

– Pero… ¡Eso no puede ser! -dejó escapar Gertrude-. ¿Se ha vuelto loca o qué? ¡Marta! -la llamó; ella se volvió y, por alguna extraña razón, adiviné que había sufrido el mismo tipo de manipulación que Daniel. No podría explicar por qué lo supe, pero en su mirada había algo vidrioso que reconocí al primer vistazo. Gertrude le pidió que se acercara con un movimiento de la mano y Marta se acuclilló frente a ella-, No puedes aceptar este trato, Marta. Tu trabajo de toda la vida y el trabajo de Efraín se echarán a perder. Y tenemos que averiguar en qué consiste el poder de las palabras. ¿Tienes idea de lo que has dicho?

– Por supuesto que lo sé, Gertrude -afirmó con su habitual ceño fruncido, el mismo que ponía cuando alguien o algo la incomodaba-. Pero tenía que aceptar. No podemos dejar a Daniel tal y como está para siempre, ¿verdad?

– ¡Claro que no! -dejó escapar Efraín con un tono de voz bastante agresivo-. ¡Naturalmente que no! Pero tienes que regatear como en el mercado, Marta, no puedes ceder a la primera. Esta gente no tiene ni idea de lo que ha pasado en el mundo desde el siglo XVI y, para ellos, los españoles seguís siendo el enemigo del que deben protegerse. Levántate y negocia, comadrita, saca tu genio. ¡Vamos, dale ya!

El anciano Capaca que se sentaba junto a la mujer Capaca del extremo derecho, dijo algo también en voz alta en ese momento. La cara de Efraín cambió; su enfado dio paso a una gran tranquilidad.

– Está bien, Marta -declaró, buscando una postura más cómoda en el taburete-, déjalo. No importa. Seguiremos haciendo lo mismo que hacíamos antes como si jamás hubiéramos pisado esta ciudad. No podemos hacer daño a esta gente.

– ¿Qué está pasando aquí? -preguntó Lola, asustada, mirándonos a Marc y a mí.

– Los están reprogramando -afirmé totalmente convencido-. Están utilizando el poder de las palabras.

– ¿Cómo se atreven? -bramó Marc, contemplándolos desafiante.

– Olvídalo, Arnau -me dijo Marta. Su mirada volvía a ser totalmente normal, sin ese brillo acuoso que le había notado antes y que chispeaba ahora en los ojos de Efraín.

– Pero, ¡te han manipulado, Marta! -exclamé, indignado-. No eres tú quien está tomando esta decisión. ¡Son ellos! Despierta, por favor.

– Estoy despierta, te lo aseguro -afirmó rotundamente con su genio habitual-. Estoy completamente despierta, despejada y tranquila. Ya sé que han utilizado el poder de las palabras conmigo. Lo he notado claramente. He notado cómo se producía el cambio de opinión en mi interior. Ha sido como un destello de lucidez. Pero ahora, la decisión de poner a Daniel por encima de cualquier ambición es mía, tan mía como la de no estar dispuesta a dejar que nos maten por negarnos a dar nuestra palabra de que no hablaremos nunca sobre esta ciudad. Soy yo quien decide, aunque te cueste creerlo.

– Lo mismo digo -afirmó Efraín-. Estoy totalmente de acuerdo con Marta. Todavía podemos pedirles respuestas para lo que queramos saber, pero no es necesario dar a conocer la información y atraer hasta aquí a todos los investigadores del mundo para acabar destruyendo esta cultura en un abrir y cerrar de ojos.

– ¡Esto es de locos! -me enfadé y, volviéndome hacia los Capacas, exclamé-: ¡Arukutipa, diles a tus jefes que el mundo ha cambiado mucho desde hace cuatrocientos años, que los españoles ya no dominamos el mundo, que no tenemos ningún imperio y que no somos un país conquistador ni guerrero! ¡Vivimos en paz desde hace mucho tiempo! ¡Y diles también que utilizar el poder de las palabras para transformar a la gente a vuestra conveniencia no es de personas dignas ni honradas!

Había terminado mi arenga de pie, agitando las manos como un orador enardecido, y mis compañeros me miraban como si me hubiera trastornado. Marc y Lola, que me conocían desde hacía más tiempo, sólo habían puesto cara de susto aunque, seguramente, por el temor a la reacción de los Capacas; pero Marta, Gertrude y Efraín tenían los ojos abiertos como platos por la sorpresa que les había provocado mi enérgico alegato.

Arukutipa había ido traduciendo atropelladamente mis palabras casi al mismo tiempo que las decía, de modo que, en cuanto terminé de gritar, los ancianos ya estaban al corriente de mi mensaje. Por primera vez me pareció detectar una expresión de perplejidad en sus rostros arrugados. De nuevo siguieron con las bocas cerradas, pero el chaval de la cinta roja me transmitió su respuesta: