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– Los Capacas piden saber ci acavaron las batallas y los derramamientos de sangre y la pérdida de la gente del rreyno del Pirú.

– ¡Naturalmente que sí! -exclamé-. Todo eso terminó hace cientos de años. Los españoles ya no gobernamos estas tierras. Nos expulsaron. Hay muchos países distintos con sus propios gobiernos y las relaciones de todos ellos con España son buenas.

Ahora sí que se notó con claridad la confusión en sus caras. Para mí que entendían perfectamente el castellano a pesar del trabajo de Arukutipa.

– ¿Los viracochas cristianos no goviernan en el Pirú? -preguntó el traductor con una voz que no le salía del cuerpo.

– ¡Que no! -repetí, dando unos pasos hacia adelante para reforzar mis palabras. En mala hora lo hice, porque, oculto tras los grandes tapices, un ejército de yatiris armados con arcos y lanzas y protegidos con unos pequeños escudos rectangulares había permanecido invisible hasta ese momento, cuando se desplegó veloz y ruidosamente como una barrera defensiva entre los Capacas y nosotros, hacia quienes apuntaban sus armas.

– ¡Joder, que nos van a matar! -bramó Marc, viendo que aquello iba en serio.

– ¿Qué pasa ahora? -le pregunté a Arukutipa, al que, sin embargo, no podía ver.

– Sus mercedes no deven allegarse -se oyó decir al muchacho-. Susedería mortansa por las pistelencias españolas.

– ¿Qué pestilencias? -me exasperé.

– Saranpión, piste, influenza (21), birgoelas…

(21) Gripe.

– Las armas biológicas de la Conquista -declaró Marta con pesar-. Los estudios más recientes indican que en las grandes epidemias ocurridas en el viejo Tiwantinsuyu desde 1525 hasta 1560 pudo morir el noventa por ciento de la población del Imperio inca, lo que significa la extinción de millones y millones de personas en menos de cuarenta años.

– O sea que, según eso, sólo sobrevivió el diez por ciento -comenté, y una idea me cruzó por la mente-. ¿En qué año se marcharon los yatiris del Altiplano?

– Alrededor de 1575 -me respondió Marta-. Es la fecha del mapa de Sarmiento de Gamboa.

– ¡Están inmunizados! -exclamé-. Los que sobrevivieron y llegaron hasta aquí habían producido anticuerpos contra todas esas enfermedades y, por lo tanto, transmitieron la inmunidad genética a sus descendientes. ¡No pueden contagiarse de nosotros!

– Vale, colega. Ahora intenta explicárselo a ellos -dijo Marc-. Cuéntales qué es un germen, una bacteria o un virus y, después, les hablas de los anticuerpos y de cómo funcionan las vacunas y, cuando lo tengan claro, explícales eso de la inmunidad genética.

Suspiré. Marc tenía razón. Pero no perdía nada por probar.

– Oye, chico -le dije a Arukutipa-. Las pestilencias españolas ya no existen. Todo eso terminó al mismo tiempo que las batallas y los derramamientos de sangre. Sé que es difícil de creer, pero te estoy diciendo la verdad. Además, el guía que enviasteis a recogernos cuando llegamos con los Toromonas y que nos condujo hasta aquí estuvo muy cerca de nosotros. Podéis comprobar que no le pasa nada, que está bien.

– Luk'ana murirá por su propia boluntad, señor -aseguró el muchacho con aplomo. Todos dimos un brinco-. Agora está solo y esperando a sus mercedes para sacalles daquí. Luego, ofreserá su vida para no enfermarnos a todos. La ciubdad deverá hazelle merced por su serbicio.

– ¡Estos tíos están locos, Root! -exclamó Marc con toda su alma-. ¡Vámonos de aquí ahora mismo!

– No será necesario que muera, Arukutipa -silabeó la «muger bizarra de cavello blanco»-. No le pasará nada. Como ha dicho Arnau, el gentilhombre alto de cuerpo, las pestilencias españolas se acabaron. Todo ha cambiado y, sin embargo, vosotros seguís teniendo los viejos miedos de hace cuatrocientos años.

Se hizo el silencio al otro lado de la muralla de soldados hasta que, de pronto, éstos se retiraron aparatosamente y volvieron a su escondite tras los tapices. Por lo visto, la situación se había normalizado y los Capacas se sentían algo más tranquilos.

– ¿Verdaderamente no govierna el bizorrey ni ay corregidores ni alcaldes ni alguaziles? -insistió el joven traductor, todavía incrédulo ante cambios tan grandes e inesperados.

– No, ya no hay Virrey ni corregidores ni encomenderos españoles -respondió Marta.

– ¿Y la Santa Ynquicición?

– Desapareció, afortunadamente. Incluso en España ya no existe.

El chaval se quedó callado unos segundos y, luego, se inclinó hacia los ancianos como si éstos estuvieran diciéndole algo.

– Los Capacas piden saber de quién son bazallos sus mercedes.

– ¡De nadie! -repuse, cabreado. ¡Vasallos! Pues sólo nos faltaría eso a estas alturas.

– ¿Castilla no tiene rrey? -se extrañó Arukutipa-. ¿No ay Sacra Católica Real Magestad?

– Sí, sí hay un rey en España -intervino Lola inesperadamente-, pero no gobierna, no tiene poder como sus antepasados. De todas formas, vosotros no dejáis de hacernos preguntas sin darnos ninguna información a cambio. Podemos contaros todo lo que queráis pero nosotros también queremos saber cosas.

Hubo un revuelo tanto al fondo de la sala como en nuestra zona. Estábamos perplejos por la osadía de la mercenaria.

– Es que ya me estaban tocando las narices con tanta preguntita -aseguró ella en voz baja como explicación.

Arukutipa se incorporó y la miró.

– Los Capacas prencipales piden el nombre de la muger de narises larga y de talle flaca.

– Ahora están hablando de ti, Lola -volvió a bromear Gertrude.

– Ya te tocará, doctora -repuso ésta, poniéndose en pie y declarando su nombre como si estuviera en un juicio.

– Doña Lola -empezó a decir Arukutipa-, los Capacas dizen que pregunte su merced lo que quiera que ellos rresponderán con verdad lo que saven.

– ¡Un momento, un momento! -se alteró Efraín, cogiendo a Lola por un brazo para obligarla a girarse hacia nosotros-. Vamos a ponernos de acuerdo sobre lo que vas a preguntar. Quizá no tengamos otra ocasión.

– Está claro, ¿no? -repuso Marta, sin alterarse-. Tenemos dos grandes incógnitas: una, el poder de las palabras y, otra, la historia de los gigantes, los restos de uno de los cuales tuvimos el gusto de contemplar en Taipikala.

– Eso son dos preguntas -argüí.

– Bueno, podemos probar -aventuró Efraín-. Quizá respondan a las dos.

– Por favor -murmuró Gertrude con voz suplicante-, primero lo del aymara y su poder. Eso es lo más importante.

– Ambas cosas lo son, linda -comentó Efraín.

– Hacedme caso, por favor. Primero, lo del aymara.

– Está bien -dijo Lola, volviéndose de nuevo hacia el traductor y los Capacas-. Quiero saber -les dijo- cómo es que tenéis la capacidad de manejar a la gente, de cambiarla, sanarla o enfermarla utilizando las palabras.

El pobre Arukutipa debía de estar sudando sangre mientras traducía la petición de Lola porque, a pesar de la distancia, se le distinguía la agonía en el rostro y no paraba de sujetarse las manos y de frotárselas como si tuviera que controlar el temblor.

Su conversación con los Capacas fue más larga de lo normal. Hasta ese momento no les habíamos visto intercambiar más que dos o tres frases aunque el chico soltaba luego largas parrafadas o preguntas, pero en esta ocasión el debate se prolongó durante varios minutos. Mi impresión fue que no discutían acerca de la conveniencia o inconveniencia de contarnos su secreto, sino más bien sobre cómo o cuánto o qué contar exactamente. Algo iban a decirnos, no me cupo duda de ello, pero ¿todo?, ¿una parte…?

– Las palabras tienen el poder -exclamó de pronto Arukutipa, encarándose hacia Lola, que se mantenía de pie, esperando. Luego, dio un paso hacia atrás y se retiró, dejando el espacio a los Capacas. Los cuatro ancianos se pusieron de pie y, cerrando los puños, los apoyaron, cruzados, sobre sus hombros. Entonces empezaron a canturrear una extraña salmodia en aymara. Al principio, Marta y Efraín se quedaron tan impresionados que ni respiraban pero, lentamente, terminaron por serenarse sin apartar ni un segundo la vista de los Capacas. Marta, bajo la sugestión del canturreo, empezó a traducir para nosotros, con voz monocorde, lo que los viejos decían, pero hubiera dado lo mismo que no lo hiciera porque, de algún modo inexplicable, les estábamos comprendiendo. No, no estoy diciendo de ninguna manera que lo que nos ocurrió fuera una especie de milagro como el don de lenguas que recibieron los Apóstoles del Espíritu Santo en Pentecostés. Todo lo contrario. La verdadera razón de que pudiéramos entender lo que salmodiaban los viejos Capacas estaba contenida en la propia historia que la cancioncilla narraba. Al final, confundía la voz de Marta con lo que oía dentro de mi cabeza y no hubiera sabido diferenciar un murmullo de otro. Eran distintos pero decían lo mismo y ambos resultaban hipnóticos.