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Al principio, la Tierra no tenía vida, decían los ancianos, y un día la vida llegó desde el cielo sobre unas grandes piedras humeantes que cayeron por todas partes. La vida sabía qué formas tenía que crear, qué animales y plantas, porque lo traía todo escrito en su interior con el lenguaje secreto de los dioses. Y todo se llenó de seres vivos que ocuparon la tierra, el mar y el aire, y apareció el ser humano idéntico a como es ahora salvo por su limitada inteligencia, apenas superior a la de una hormiga. No tenía casa, ni oficio y vestía con pellejos sobados de animales y con hojas de árboles. En aquel primer tiempo todo era muy grande, de colosales dimensiones. Hasta los hombres y las mujeres eran grandes, mucho más grandes que en la actualidad, pero sus cerebros eran muy pequeños, tan pequeños como los de un reptil, porque la vida se había equivocado y no había leído correctamente las instrucciones. Entonces, los dioses vieron que lo que habían hecho era bueno, pero que no todo estaba bien ni iba como debía ir, así que mandaron a Oryana.

Oryana era una diosa que procedía de las profundidades del universo. Era casi como una mujer de las que poblaban la Tierra, pues la vida escribía lo mismo en todas partes aunque aparecieran pequeñas diferencias pero, a veces, como había pasado con los seres humanos, se equivocaba, y, entonces, los dioses tenían que intervenir aunque no les gustase. Oryana se diferenciaba de nosotros sólo en un par de cosas: tenía unas orejas muy grandes y su cabeza era cónica. Cuando llegó a la Tierra, mezcló su vida con la de algunos seres de aquí y lo hizo reescribiendo la forma que debía tener la inteligencia humana. Dio a luz setenta criaturas, todas ellas con un cerebro muy grande, un cerebro perfecto, idéntico al suyo, capaz de cualquier logro y proeza, y enseñó a sus hijos e hijas a hablar. Les dio el lenguaje, su lenguaje, y les dijo que era sagrado y que, con él, podrían reescribir la vida y manejar esa mente perfecta que ahora poseían. Les dijo que les había creado iguales en todo a los dioses y que debían conservar aquella lengua, el Jaqui Aru, sin cambiarla ni alterarla porque era de todos por igual y que a todos tenía que servir para manejar la gran inteligencia de la que ahora disponían. Mientras enseñaba éstas y otras muchas cosas a sus hijos, ellos construyeron, allí donde habían nacido, una ciudad para vivir a la que llamaron Taipikala, decorándola como les decía su madre que era la ciudad de la que ella venía. Aprendieron a fabricar bebidas procedentes de la fermentación de las nuevas plantas que, como el maíz, Oryana les había dado, a producir miel de otro animal que también trajo ella y que antes no estaba, la abeja, a trabajar los metales, a hilar y tejer, a estudiar el cielo, a calcular, a escribir… Y, cuando todo estuvo bien encauzado, doscientos años después de su llegada, la diosa Oryana se marchó.

Transcurrieron los milenios, y los descendientes de Oryana -u Orejona, como habían pasado a llamarla en recuerdo de sus grandes orejas-, poblaron el mundo, creando ciudades y culturas por todo el planeta. Hubo muchas eras, pero conservaron el Jaqui Aru sin modificarlo y todos sabían usar el poder que contenía. Sin embargo, a pesar de la prohibición, acabaron apareciendo variaciones en lugares distintos que llevaron a la incomprensión entre los pueblos y a la pérdida de los viejos conocimientos. El ser humano, en general, dejó de utilizar los grandes poderes de su cerebro perfecto, unos poderes que, en definitiva, nunca había llegado a conocer en toda su vastedad. Pero en Taipikala se mantuvo la lengua de Oryana y, por respeto, siguieron insertándose orejeras de oro en los lóbulos y deformándose el cráneo hasta dejarlo de forma cónica, como el de ella. Por eso la ciudad se convirtió en un lugar muy importante y los yatiris en los guardianes de la vieja sabiduría.

En aquel viejo mundo, decían los Capacas, no había ni hielos ni desiertos, ni frío ni calor; sencillamente, no había estaciones y el clima era siempre templado. Una cubierta de vapor de agua envolvía la Tierra por todas partes y la luz llegaba de forma tenue y difusa. El aire era más rico y las plantas crecían durante todo el año, de manera que no era necesario sembrar ni cosechar porque siempre había de todo en abundancia. Y existían todos los animales, no faltaba ninguno, y eran mucho más grandes que ahora, igual que las plantas, que también estaban todas según el proyecto de la vida. Hasta que, un día, siete rocas tan grandes como montañas se precipitaron desde el cielo, golpeando la Tierra con tanta furia que ésta bailó y las estrellas cambiaron de lugar en el firmamento. Enormes nubes de polvo saltaron al aire, oscureciendo el sol, la luna y las estrellas, y envolviendo al mundo en una lóbrega noche. Los volcanes estallaron por todo el planeta, desgarrando el suelo y expulsando grandes cantidades de humo, cenizas y lava, y hubo terribles terremotos que derribaron las ciudades y que no dejaron en pie ninguna construcción humana. Un torbellino de ascuas que quemaban la piel, provocando llagas que no sanaban, tiñó de rojo la tierra y el agua, envenenándola. El fuego abrasó los árboles y la hierba y algunos ríos se evaporaron, dejando secos sus cauces. Huracanes ardientes avanzaron impetuosamente devastándolo todo, consumiendo en un instante bosques enteros. Los hombres y los animales, desesperados, buscaron refugio en las cuevas y en los abismos, huyendo de la muerte, pero muy pocos lo consiguieron. Entonces, apenas unos días después, sobrevino de golpe un frío intenso, desconocido, seguido por grandes lluvias e inundaciones que, afortunadamente, apagaron los incendios que aún seguían asolando el mundo. Y apareció la nieve. Y todo esto ocurrió tan rápido que muchos animales quedaron encerrados en el hielo mientras huían o parían o comían. El barro lo ahogó todo. Precedidas por un tremendo fragor, las olas gigantes de los mares, avanzando como sólidos muros de agua que ocupaban el horizonte, cubrieron la tierra, arrastrando hasta las cumbres de las montañas los restos de los animales marinos muertos. Había empezado lo que los pueblos del mundo llamaron el diluvio.

Llovió durante casi un año sin descanso. A veces, cuando el frío era muy intenso, la lluvia se convertía en nieve y, luego, volvía a llover y el agua seguía inundándolo todo. Desde el día que había empezado el desastre no había vuelto a verse el sol. La catástrofe fue global. Se perdió el contacto con los demás pueblos y ciudades. No volvió a saberse nunca más de ellos, como tampoco volvieron a verse muchas especies de animales y de plantas que antes eran extraordinariamente abundantes. Se extinguieron para siempre durante aquel período. Sólo quedó su recuerdo en algunos relieves de Taipikala y, en muchos casos, ni eso. Los pocos supervivientes que lograron ver el final de aquella larga y catastrófica noche lo hicieron enfermos y débiles, llenos de terror. Pero ni siquiera tuvieron el consuelo de recuperar su mundo como era antes. La Tierra había sido destruida por completo y se hacía necesario volver a crearla de nuevo.

Cierto día, después de mucho tiempo, la nube oscura que cubría el mundo se retiró y la suave cubierta de vapor de agua que envolvía la Tierra se marchó con ella. Dejó de llover y los rayos del sol llegaron entonces a la superficie con toda su potencia, produciendo terribles quemaduras y consumiendo el suelo hasta dejarlo seco. Lentamente, los seres vivos se fueron adaptando a aquella nueva situación y la vida volvió a escribir sobre lo que había quedado según sus eternas instrucciones. Sin embargo, ahora los años eran cinco días más largos que antes porque la Tierra se había inclinado sobre su eje (como indicaba claramente la nueva orientación de las estrellas en el cielo), apareciendo, por tanto, las estaciones anuales que obligaban, si se quería comer, a sembrar y a cosechar en épocas concretas. De modo que hubo que modificar muchas cosas, entre ellas los calendarios y la forma de vida. También se reconstruyeron las ciudades, Taipikala entre ellas, pero los seres humanos estaban muy débiles y el trabajo les resultaba agotador. Los niños que nacían lo hacían enfermos y con grandes deformaciones, muriendo la mayoría sin llegar a crecer. Aunque la Tierra se rehízo con relativa facilidad y la naturaleza tardó poco en reconstruirse a partir de sus propios restos, a los hombres y a las mujeres, e incluso a algunos animales, les costó siglos recobrar la normalidad y, mientras esos siglos pasaban, se dieron cuenta de que sus vidas se iban haciendo más y más cortas y de que sus hijos y nietos no llegaban a desarrollarse con normalidad.