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Los yatiris tuvieron que tomar las riendas de la situación desde el principio, al menos en su territorio. Lo que hubiera pasado más allá de sus fronteras era algo que no podían controlar. Se imponía recuperar la autoridad para acabar con el caos y el terror, con la barbarie en la que había caído la humanidad. Inventaron ritos y nuevos conceptos, explicaciones sencillas para calmar a la gente. Con el tiempo, sólo ellos conservaron el recuerdo de lo que había existido antes y de lo que sucedió. El mundo volvió a poblarse, aparecieron nuevas culturas y nuevos pueblos que tenían que volver a empezar sin nada y luchar duramente para sobrevivir. Muchos se volvieron salvajes y peligrosos. Los yatiris y su gente pasaron a ser los aymaras, «El pueblo de los tiempos remotos», porque sabían cosas que los demás no comprendían y porque conservaban su lenguaje sagrado y su poder. Hasta los Incap rúnam, cuando llegaron a Taipikala para unirla al Tiwantinsuyu, conservaban en parte el recuerdo de quiénes eran aquellos yatiris y los respetaron.

El canturreo de los Capacas acabó ahí. Una de las ancianas pronunció unas cuantas palabras más, pero ya no las entendí. El hechizo o lo que demonios fuera aquello, había terminado.

– El resto de la historia -dijo Marta para terminar, traduciendo a la Capaca-, ya lo conocéis.

Me sentía completamente tranquilo y calmado, como si en lugar de estar sentado en aquel taburete oyendo una historia sobre la destrucción del mundo hubiera estado escuchando música en el salón de casa. Algo le habían hecho a mi cabeza aquellos tipos mientras nos hablaban de Oryana y de todo lo demás. Marc, Lola y yo habíamos llegado a la errónea conclusión de que si no se sabía aymara se estaba a salvo de aquellas raras influencias, pero no era cierto: el poder de las palabras traspasaba la barrera del idioma y se colaba en tus neuronas, hablaran éstas el idioma que hablaran.

Como había supuesto Gertrude, el aymara era un vehículo para el poder, una lengua perfecta, casi un lenguaje informático de programación, que permitía la combinación de sonidos necesarios para revolverte el cerebro. El aymara -el Jaqui Aru-, era el teclado que había permitido programar los cerebros perfectos de aquellos primeros hijos de Oryana, dotándolos de las aplicaciones necesarias para vivir. Lo que fuera que aquellos tipos me habían hecho en la cabeza, me estaba permitiendo establecer una serie de relaciones que no se me hubieran ocurrido a mí solo ni en un millón de años. Montones de ideas cruzaban por mi mente, y todas eran distintas, desconcertantes y, desde luego, imposibles de compartir con los demás en aquellos momentos. De repente, disfrutaba de una claridad mental increíble y sentía como si aquellos Capacas siguieran jugando dentro de mi cabeza, dibujando nuevos caminos de comprensión.

Experiencias similares a la que yo estaba teniendo las vivieron también mis compañeros, por eso cuando acabó la salmodia de los ancianos el silencio se prolongó durante mucho tiempo. No éramos capaces de hablar porque estábamos muy ocupados intentando atrapar al vuelo los pensamientos. El canturreo de los Capacas contenía, con toda probabilidad, montones de sonidos capaces de alterar nuestros cerebros, de despertarlos. Quizá habíamos pasado de utilizar el cinco por ciento a usar temporalmente el seis, o el cinco y medio, y éramos conscientes de ello. Entonces comprendí también lo que me había dicho Marta cuando la acusé de haber sido manipulada por los yatiris para que consintiera en no hablar nunca de Qalamana: yo también tenía claro que habían utilizado el poder de las palabras conmigo y, sin embargo, no sentía que hubiera sido invadido por ideas o pensamientos ajenos. Estaba, como dijo ella, despierto, despejado y muy tranquilo y sabía que todo lo que había en mi cabeza era mío. Era yo, y sólo yo, quien ocupaba mi mente y quien, como Marta, veía ahora con claridad lo innecesario de sacar a la luz todo aquello, de meter los focos y las cámaras en Qalamana o, lo que era aún peor, de arrebatar aquel poder a los yatiris para ponerlo en manos de unos cuantos científicos que trabajasen al servicio de gobiernos armados o de grupos terroristas, de los que el mundo estaba lleno en una época en la que todas las ideologías y todos los sistemas se habían corrompido.

– O sea… -murmuró Lola, llevándose las manos a la cabeza como si necesitara sujetarla o comprimir lo que tenía dentro- que de una Era Glacial de dos millones y medio de años, nada. Todo ocurrió en muy poco tiempo… Por eso los mamuts aparecen todavía congelados en los hielos de Siberia, tan frescos que han alimentado con su carne a generaciones de esquimales (22).

(22) Richard Stone, Mamut. La historia secreta de los gigantes del hielo, Grijalbo, Barcelona, 2002.

Su voz nos devolvió la capacidad de hablar.

– Esto es de locos -balbució Marc, agitando la cabeza en sentido negativo, intentando desechar algún pensamiento que no parecía ser de su agrado.

– Creo que todos tenemos demasiadas cosas en la cabeza -dije yo, incorporándome con dificultad para estirar el cuerpo y la mente. Me pilló casi por sorpresa descubrir que ahora sí sabía lo que quería hacer con mi vida cuando volviera a Barcelona, a casa, a esos lugares que parecían remotos e inexistentes en aquella situación pero que, sin duda, volverían a convertirse en realidad en no mucho tiempo.

Lentamente, fuimos saliendo de ese estado de concentración profunda en el que nos había sumido el canturreo. Mi cabeza empezó a reducir su velocidad y las ideas dejaron de atropellarse.

– La vecita de sus mercedes a terminado -dijo la voz de Arukutipa desde el fondo de la sala-. Deven partirze agora de Qalamana y no bolber.

A Marta se le agrió el gesto.

– Hemos aceptado no hablar de su ciudad ni de ustedes ni del poder de las palabras para mantenerles a salvo de… -titubeó-, de los otros españoles, pero no comprendo esa prohibición de regresar. Ya les hemos dicho que no gobernamos en estas tierras y que no queda nada de las pestilencias, de modo que, si no suponemos un peligro, ¿por qué no podemos volver? Algunos de nosotros quisiéramos aprender más cosas sobre su cultura y su historia.

– No, doña Marta -rehusó el chaval-, sus mercedes no deven ser desubedentes y soberbiosos. Se vayan y no buelban atrás y regrésense cin pendencia con los Toromonas hasta la ciubdad de Qhispita, en la selva, y, quando estén en Taipikala, debuelban la piedra que tomaron para allegarse desde Qhispita hasta Qalamana.

– Qhispita significa «A salvo» -nos tradujo Efraín amablemente.

– ¿Está diciendo -se alarmó Marc, haciendo caso omiso del arqueólogo- que tenemos que volver a entrar en Lakaqullu, recorrer otra vez toda la pirámide y pasar aquellas pruebas de nuevo para dejar la rosquilla de piedra en el lugar donde la encontramos, que estaba justo al final del camino?

– No te preocupes -le animó Marta en voz baja-. Nos hemos comprometido a no hablar de Qalamana y de sus habitantes, pero aún tenemos que decidir por nuestra cuenta qué haremos con la rosquilla y con la Pirámide del Viajero y sus láminas de oro. En cualquier caso, recuerdo perfectamente el sitio por el que salimos a la superficie así que, si decidimos devolverla, bastará con entrar en sentido contrario.

– Parece que ellos esperan que respetemos lo que dejaron allí -murmuré.

– No se olvide, Marta -dijo Efraín mirándome mal y estrechando sus dos manos en un gesto de súplica-, que soy el director de las excavaciones que se están realizando en este momento en Tiwanacu y que usted forma parte de mi equipo. No podemos echar a perder esta oportunidad única, comadrita. Usted misma obtuvo, por sus influencias, una autorización especial para excavar en Lakaqullu.